Dejó las callejuelas y llegó a la plaza de la catedral de Saint-Pierre. Tañían las campanas. La muchedumbre se agolpaba a ambos lados del portal. Acababa de celebrarse una boda y todos querían ver a la novia. Grenouille corrió hacia allí y se mezcló con la multitud. Se abrió paso, introduciéndose como una cuña entre el gentío, hacia el lugar donde la aglomeración era más densa porque quería estar en contacto con la piel ajena y esparcir su aroma bajo sus propias narices. Y abrió los brazos entre la multitud y separó las piernas y se abrió el cuello de la camisa para que el olor de su cuerpo pudiera dispersarse sin obstáculos… y su alegría no conoció límites cuando observó que los demás no se percataban de nada, absolutamente de nada, que todos aquellos hombres, mujeres y niños que se apiñaban a su alrededor, se dejaban engañar con facilidad y respiraban su hedor compuesto de excrementos de gato, queso y vinagre como si se tratara de su propio olor y lo aceptaban, a él, Grenouille, el engendro, como si fuera uno de ellos.
Notó el contacto de un niño contra sus rodillas, mejor dicho, una niña, apretujada entre los adultos. La levantó con fingida solicitud y la sostuvo en sus brazos para que pudiera ver mejor. La madre no sólo lo permitió, sino que le dio las gracias y la pequeña lanzaba gritos de júbilo.
Grenouille permaneció un cuarto de hora arropado por la multitud, con una niña apretada contra su pecho hipócrita. Y mientras la comitiva nupcial pasaba por su lado, acompañada por el estentóreo tañido de las campanas y el alborozo de la multitud, sobre la que cayó una lluvia de monedas, Grenouille prorrumpió a su vez en gritos, en exclamaciones de júbilo maligno, lleno de una violenta sensación de triunfo que le hacía temblar y le embriagaba como un acceso de lujuria, y le costó un esfuerzo no vomitarlo en forma de veneno y hiel sobre la muchedumbre y no gritarles a la cara que no le inspiraban ningún miedo, que ya no los odiaba apenas, sino que los despreciaba con toda su alma porque su necesidad era repugnante, porque se dejaban engañar por él, porque no eran nada y él lo era todo. Y como un escarnio, apretó más a la niña contra su pecho, se dio aire y gritó a coro con los demás: "Viva la novia. Viva la novia. Viva la magnífica pareja."
Cuando la comitiva nupcial se hubo alejado y la multitud empezó a dispersarse, devolvió la niña a su madre y entró en la iglesia para descansar y reponerse de su excitación. En el interior de la catedral, el aire estaba lleno de incienso que ascendía en fríos vapores de dos incensarios colocados a ambos lados del altar y se esparcía como una capa asfixiante sobre los olores más débiles de las personas que se habían sentado aquí hacía unos momentos. Grenouille se acurrucó en un banco, debajo del coro.
De repente le invadió un gran sosiego. No el causado por la embriaguez, como el que sentía en el interior de la montaña durante sus orgías solitarias, sino el sosiego frío y sereno que infunde la conciencia del propio poder. Ahora sabía de qué era capaz. Con un mínimo de medios, había imitado, gracias a su genio, el aroma de los seres humanos, acertándolo tanto al primer intento que incluso un niño se había dejado engañar por él. Ahora sabía que podía hacer algo más. Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.
Sí, deberían amarle cuando estuvieran dentro del círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas como bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille. Quería ser el dios omnipotente del perfume como lo había sido en sus fantasías, pero ahora en el mundo real y para seres reales. Y sabía que estaba en su poder hacerlo. Porque los hombres podían cerrar los ojos ante la grandeza, ante el horror, ante la belleza y cerrar los oídos a las melodías o las palabras seductoras, pero no podían sustraerse al perfume. Porque el perfume era hermano del aliento. Con él se introducía en los hombres y si éstos querían vivir, tenían que respirarlo. Y una vez en su interior, el perfume iba directamente al corazón y allí decidía de modo categórico entre inclinación y desprecio, aversión y atracción, amor y odio. Quien dominaba los olores, dominaba el corazón de los hombres.
Absorto por completo, Grenouille seguía sentado, sonriendo, en el banco de la catedral de Saint-Pierre. No sintió ninguna euforia cuando concibió el plan de dominar a los hombres. No brillaba ninguna chispa de locura en sus ojos ni desfiguraba su rostro ninguna mueca de demencia. No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado. Y sonrió al pensarlo, muy contento. Parecía muy inocente, como cualquier hombre feliz.
Permaneció sentado un rato más, en devoto recogimiento, aspirando con profundas bocanadas el aire saturado de incienso. Y de nuevo animó su rostro una sonrisa de satisfacción. Qué miserable era el olor de este Dios. Qué ridícula, la elaboración del aroma desprendido por este Dios. Ni siquiera se trataba de incienso verdadero; lo que salía de los incensarios era un mal sucedáneo, falseado con madera de tilo, polvo de canela y salitre. Dios apestaba. Dios era un pequeño y pobre apestoso. Este Dios era engañado o engañaba Él, igual que Grenouille… sólo que mucho peor.
33
El marqués de la Taillade-Espinasse estuvo encantado con el nuevo perfume. Declaró que incluso para él, como descubridor del fluido letal, resultaba sorprendente ver la poderosa influencia que algo tan secundario y efímero como un perfume, ya procediera de orígenes cercanos o alejados de la tierra, podía ejercer sobre el estado general de un individuo. Grenouille, que pocas horas antes había yacido aquí pálido y sin conocimiento, tenía un aspecto fresco y saludable como cualquier hombre sano de su edad y, sí, casi podía decirse -teniendo en cuenta las limitaciones a que estaba sujeto un hombre de su condición y escasa cultura- que había adquirido algo parecido a la personalidad. En todo caso, él, Taillade-Espinasse, informaría sobre el caso en el capítulo relativo a la dietética vital de su tratado de inminente aparición sobre su teoría del fluido letal. Antes que nada, sin embargo, quería perfumarse también él con la nueva fragancia.
Grenouille le alargó los dos frascos llenos de perfume convencional y el marqués se lo aplicó y se mostró sumamente satisfecho del efecto. Confesó que después de usar durante años la horrible fragancia de violetas, densa como el plomo, se sentía como si le crecieran alas y, si no se equivocaba, también tenía la impresión de que remitía el espantoso dolor en las rodillas y el zumbido de las orejas; en general se encontraba más animado, tonificado y rejuvenecido en varios años. Fue hacia Grenouille, lo abrazó y lo llamó "mi hermano fluidal", añadiendo que no se trataba en absoluto de un tratamiento social, sino puramente espiritual, en conspectu universalitatis fluidi letalis, ante el cual -y sólo ante él- todos los hombres eran iguales; y anunció -mientras soltaba a Grenouille, de modo muy amistoso, sin el menor indicio de aversión, casi como si se tratara de un igual- que muy pronto fundaría una logia internacional supracorporativa cuya meta sería vencer totalmente al fluido letal, sustituyéndolo en el tiempo más breve posible por puro fluido vital, y que desde ahora prometía ganar a Grenouille como su primer prosélito. Entonces le hizo escribir en un papel la receta del perfume floral, se lo guardó y regaló a Grenouille cincuenta luises de oro.