Cuando estuvo muerta, la tendió en el suelo entre los huesos de ciruela, le desgarró el vestido y la fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta la punta de los pies, recogiendo los últimos restos de su fragancia en la barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo.
Cuando la hubo olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un rato a su lado en cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo.
Momentos más tarde llegaron los primeros trasnochadores por la Rue de Seine, cantando y lanzando vivas. Grenouille se orientó olfativamente por la callejuela oscura hasta la Rue des Petits Augustins, paralela a la Rue de Seine, que conducía al río. Poco después descubrieron el cadáver. Gritaron, encendieron antorchas y llamaron a la guardia. Grenouille estaba desde hacía rato en la orilla opuesta.
Aquella noche su cubil se le antojó un palacio y su catre una cama con colgaduras. Hasta entonces no había conocido la felicidad, todo lo más algunos raros momentos de sordo bienestar. Ahora, sin embargo temblaba de felicidad hasta el punto de no poder conciliar el sueño. Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo. En cambio, hoy le parecía saber por fin quién era en realidad: nada menos que un genio; y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores; y que sólo él en todo el mundo poseía todos los medios para ello: a saber, su exquisita nariz, su memoria fenomenal y, lo más importante de todo, la excepcional fragancia de esta muchacha de la Rue des Marais en cuya fórmula mágica figuraba todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura. Y como todos los monstruos geniales ante quienes un acontecimiento externo abre una vía recta en la espiral caótica de sus almas, Grenouille ya no se apartó de lo que él creía haber reconocido como la dirección de su destino. Ahora vio con claridad por qué se aferraba a la vida con tanta determinación y terquedad: tenía que ser un creador de perfumes. Y no uno cualquiera, sino el perfumista más grande de todos los tiempos.
Aquella misma noche pasó revista, primero despierto y luego en sueños, al gigantesco y desordenado tropel de sus recuerdos. Examinó los millones y millones de elementos odoríferos y los ordenó de manera sistemática: bueno con bueno, malo con malo, delicado con delicado, tosco con tosco, hedor con hedor, ambrosiaco con ambrosiaco. En el transcurso de la semana siguiente perfeccionó este orden, enriqueciendo y diferenciando más el catálogo de aromas y dando más claridad a las jerarquías. Y pronto pudo dar comienzo a los primeros edificios planificados de olores: casas, paredes, escalones, torres, sótanos, habitaciones, aposentos secretos… una fortaleza interior, embellecida y perfeccionada a diario, de las más maravillosas composiciones de aromas.
El hecho de que esta magnificencia se hubiera iniciado con un asesinato le resultaba, cuando tenía conciencia de ello, por completo indiferente. Ya no podía recordar la imagen de la muchacha de la Rue des Marais, ni su rostro ni su cuerpo. Pero conservaba y poseía lo mejor de ella: el principio de su fragancia.
9
En aquella época había en París una docena de perfumistas. Seis de ellos vivían en la orilla derecha, seis en la izquierda y uno justo en medio, en el Pont au Change, que unía la orilla derecha con la rue de la Citè. En ambos lados de este puente se apiñaban hasta tal punto las casas de cuatro pisos, que al cruzarlo no se podía ver el río y se tenía la impresión de andar por una calle normal, trazada sobre tierra firme, que era, además, muy elegante. De hecho, el Pont au Change pasaba por ser el centro comercial más distinguido de la ciudad. En él se encontraban las tiendas más famosas, los joyeros y ebanistas, los mejores fabricantes de pelucas y bolsos, los confeccionistas de las medias y la ropa interior más delicada, los comercios de marcos, botas de montar y bordado de charreteras, los fundidores de botones de oro y los banqueros. También estaba aquí el negocio y la vivienda del perfumista y fabricante de guantes Giuseppe Baldini. Sobre su escaparate pendía un magnífico toldo esmaltado en verde y al lado podía verse el escudo de Baldini, todo en oro, con un frasco dorado del que salía un ramillete de flores doradas, y ante la puerta una alfombra roja que igualmente llevaba el escudo de Baldini bordado en oro. Cuando se abrían las puertas, sonaba un carillón persa y dos garzas de plata empezaban a lanzar por los picos agua de violeta que caía en un cuenco dorado que tenía la misma forma de frasco que el escudo de Baldini.
Detrás del mostrador de clara madera de boj se hallaba el propio Baldini, viejo y rígido como una estatua, con peluca empolvada de plata y levita ribeteada de oro. Una nube de agua de franchipán, con la que se rociaba todas las mañanas, le rodeaba de modo casi visible y relegaba su persona a una difusa lejanía. En su inmovilidad, parecía su propio inventario. Sólo cuando sonaba el carillón y escupían las garzas -lo cual no sucedía muy a menudo- cobraba vida de repente, su figura se encogía, pequeña e inquieta, y después de muchas reverencias detrás del mostrador, salía precipitadamente, tan de prisa que la nube de agua de franchipán apenas podía seguirle, para pedir a los clientes que se sentaran a fin de elegir entre los más selectos perfumes y cosméticos.
Baldini los tenía a millares. Su oferta abarcaba desde las "essences absolues", esencias de pétalos, tinturas, extractos, secreciones, bálsamos, resinas y otras drogas en forma sólida, líquida o cérea, hasta aguas para el baño, lociones, sales volátiles, vinagres aromáticos y un sinnúmero de perfumes auténticos, pasando por diversas pomadas, pastas, polvos, jabones, cremas, almohadillas perfumadas, bandolinas, brillantinas, cosmético para los bigotes, gotas para las verrugas y emplastos de belleza.
Sin embargo, Baldini no se contentaba con estos productos clásicos del cuidado personal. Su ambición consistía en reunir en su tienda todo cuanto oliera o sirviera para producir olor. Y así, junto a las pastillas olorosas y los pebetes y sahumerios, tenía también especias, desde semillas de anís a canela, jarabes, licores y jugos de fruta, vinos de Chipre, Málaga y Corinto, mieles, cafés, tés, frutas secas y confitadas, higos, bombones, chocolates, castañas e incluso alcaparras, pepinos y cebollas adobados y atún en escabeche. Y además, lacre perfumado, papel de cartas oloroso, tinta para enamorados que olía a esencia de rosas, carpetas de cuero español, portaplumas de madera de sándalo blanca, estuches y cofres de madera de cedro, ollas y cuencos para pétalos, recipientes de latón para incienso, frascos y botellas de cristal con tapones de ámbar pulido, guantes y pañuelos perfumados, acericos rellenos de flores de nuez moscada y papeles pintados con olor a almizcle que podían llenar de perfume una habitación durante más de cien años.
Como es natural, no todos estos artículos tenían cabida en la pomposa tienda que daba a la calle (o al puente), por lo que, a falta de un sótano, tenían que guardarse no sólo en el almacén propiamente dicho, sino también en todo el primero y segundo piso y en casi todas las habitaciones de la planta baja orientadas al río.