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Como es natural, no decidió como decide un hombre adulto, que necesita una mayor o menor sensatez y experiencia para escoger entre diferentes opciones. Adoptó su decisión de un modo vegetativo, como decide una judía desechada si ahora debe germinar o continuar en su estado actual.

O como aquella garrapata del árbol, para la cual la vida es sólo una perpetua hibernación. La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena…

Igual que esta garrapata era el niño Grenouille. Vivía encerrado en sí mismo como en una cápsula y esperaba mejores tiempos. sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor. Cualquier otra mujer habría echado de su casa a este niño monstruoso. No así madame Gaillard. No podía oler la falta de olor del niño y no esperaba ninguna emoción de él porque su propia alma estaba sellada.

En cambio, los otros niños intuyeron en seguida que Grenouille era distinto. El nuevo les infundió miedo desde el primer día; evitaron la caja donde estaba acostado y se acercaron mucho a sus compañeros de cama, como si hiciera más frío en la habitación. Los más pequeños gritaron muchas veces durante la noche, como si una corriente de aire cruzara el dormitorio. Otros soñaron que algo les quitaba el aliento. Un día los mayores se unieron para ahogarlo y le cubrieron la cara con trapos, mantas y paja y pusieron encima de todo ello unos ladrillos. Cuando madame Gaillard lo desenterró a la mañana siguiente, estaba magullado y azulado, pero no muerto. Lo intentaron varias veces más, en vano. Estrangularlo con las propias manos o taponarle la boca o la nariz habría sido un método más seguro, pero no se atrevieron. No querían tocarlo; les inspiraba el mismo asco que una araña gorda a la que no se quiere aplastar con la mano.

Cuando creció un poco, abandonaron los intentos de asesinarlo. Se habían convencido de que era indestructible. En lugar de esto, le rehuían, corrían para apartarse de él y en todo momento evitaban cualquier contacto. No lo odiaban, ni tampoco estaban celosos de él o ávidos de su comida. En casa de madame Gaillard no existía el menor motivo para estos sentimientos. Les molestaba su presencia, simplemente. No podían percibir su olor. Le tenían miedo.

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Y no obstante, visto de manera objetiva, no tenía nada que inspirase miedo. No era muy alto -cuando creció- ni robusto; feo, desde luego, pero no hasta el extremo de causar espanto. No era agresivo ni torpe ni taimado y no provocaba nunca; prefería mantenerse al margen. Tampoco su inteligencia parecía desmesurada. Hasta los tres años no se puso de pie y no dijo la primera palabra hasta los cuatro; fue la palabra "pescado", que pronunció como un eco en un momento de repentina excitación cuando un vendedor de pescado pasó por la Rue de Charonne anunciando a gritos su mercancía. Sus siguientes palabras fueron "pelargonio", "establo de cabras", "berza" y "Jacques L’orreur", nombre este último de un ayudante de jardinero del contiguo convento de las Filles de la Croix, que de vez en cuando realizaba trabajos pesados para madame Gaillard y se distinguía por no haberse lavado ni una sola vez en su vida.

Los verbos, adjetivos y preposiciones le resultaban más difíciles. Hasta el "sí" y el "no" -que, por otra parte, tardó mucho en pronunciar-, sólo dijo sustantivos o, mejor dicho, nombres propios de cosas concretas, plantas, animales y hombres, y sólo cuando estas cosas, plantas, animales u hombres, le sorprendían de improviso por su olor.

Sentado al sol de marzo sobre un montón de troncos de haya, que crujían por el calor, pronunció por primera vez la palabra "leña". Había visto leña más de cien veces y oído la palabra otras tantas y, además, comprendía su significado porque en invierno le enviaban muy a menudo en su busca. Sin embargo, nunca le había interesado lo suficiente para pronunciar su nombre, lo cual hizo por primera vez aquel día de marzo, mientras estaba sentado sobre el montón de troncos, colocados como un banco bajo el tejado saliente del cobertizo de madame Gaillard, que daba al sur. Los troncos superiores tenían un olor dulzón de madera chamuscada, los inferiores olían a musgo y la pared de abeto rojo del cobertizo emanaba un cálido aroma de resina.

Grenouille, sentado sobre el montón de troncos con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra la pared del cobertizo, había cerrado los ojos y estaba inmóvil. No veía, oía ni sentía nada, sólo percibía el olor de la leña, que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo una cofia.

Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho, sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez media hora, vomitó la palabra "madera", la arrojó por la boca como si estuviera lleno de madera hasta las orejas, como si pugnara por salir de su garganta después de invadirle la barriga, el cuello y la nariz. Y esto le hizo volver en sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba con ahogarle.

Se despertó del todo con un sobresalto, bajó resbalando por los troncos y se alejó tambaleándose, como si tuviera piernas de madera. Aún varios días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria y cuando su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba "madera, madera", como si fuera un conjuro.

Así aprendió a hablar. Las palabras que no designaban un objeto oloroso, o sea, los conceptos abstractos, ante todo de índole ética y moral, le presentaban serias dificultades. No podía retenerlas, las confundía entre sí, las usaba, incluso de adulto, a la fuerza y muchas veces impropiamente: justicia, conciencia, Dios, alegría, responsabilidad; humildad, gratitud, etcétera, expresaban ideas enigmáticas para él.

Por el contrario, el lenguaje corriente habría resultado pronto escaso para designar todas aquellas cosas que había ido acumulando como conceptos olfativos. Pronto, no olió solamente a madera, sino a clases de madera, arce, roble, pino, olmo, peral, a madera vieja, joven, podrida, mohosa, musgosa e incluso a troncos y astillas individuales y a distintas clases de aserrín y los distinguía entre sí como objetos claramente diferenciados, como ninguna otra persona habría podido distinguirlos con los ojos. Y lo mismo le ocurría con otras cosas. Sabía que aquella bebida blanca que madame Gaillard daba todas las mañanas a sus pupilos se llamaba sólo leche, aunque para Grenouille cada mañana olía y sabía de manera distinta, según lo caliente que estaba la vaca de que procedía, el alimento de esta vaca, la cantidad de nata que contenía, etcétera…, que el humo, aquella mezcla de efluvios que constaba de cien aromas diferentes y cuyo tornasol se transformaba no ya cada minuto, sino cada segundo, formando una nueva unidad, como el humo del fuego, sólo tenía un nombre, "humo"…que la tierra, el paisaje, el aire, que a cada paso y a cada aliento eran invadidos por un olor distinto y animados, en consecuencia, por otra identidad, sólo se designaban con aquellas tres simples palabras… Todas estas grotescas desproporciones entre la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible.

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