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Ya en el umbral de la ancianidad, nuestro hombre se proponía hacerse transportar hasta la cima a 2.800 metros de altitud y respirar allí durante tres semanas el aire más puro y vital para descender, como anunció, puntualmente en Nochebuena como un ágil jovencito de veinte años.

Los adeptos renunciaron poco después de Vernet, el último núcleo de población humana al pie de la imponente montaña. Al marqués, sin embargo, nada podía detenerle. Despojándose de sus ropas, que tiró a su alrededor en el ambiente glacial, y lanzando gritos de júbilo, empezó solo el ascenso. Lo último que se vio de él fue su silueta, que desapareció con las manos levantadas hacia el cielo en actitud de éxtasis y cantando en plena tormenta de nieve.

En Nochebuena los prosélitos esperaron en vano el regreso del marqués de la Taillade-Espinasse. No llegó ni como anciano ni como jovencito. Tampoco a principios de verano del año siguiente; cuando los más osados treparon en su busca hasta la nevada cumbre del Canigó, no se encontró ni rastro de él, ni un trocito de ropa ni una parte del cuerpo ni el hueso más diminuto.

Esto no significó, sin embargo, el fin de su doctrina. Muy al contrario. Pronto se difundió la leyenda de que se había unido en la cima de la montaña con el fluido vital eterno, fundiéndose en él y flotando invisible desde entonces, enteramente joven, sobre los picos de los Pirineos, y de que quien ascendiera hasta él sería partícipe de su sino y durante un año estaría libre de enfermedades y del proceso de envejecimiento. Hasta muy entrado el siglo XIX, la teoría fluidal de Taillade fue defendida en muchas cátedras de medicina y empleada terapéuticamente en muchas sociedades ocultas. Y todavía hoy existen en ambas vertientes de los Pirineos, concretamente en Perpiñón y Figueras, logias tailladistas secretas que se reúnen una vez al año para ascender al Canigó.

Allí encienden una gran hoguera, supuestamente con ocasión del solsticio y en honor de san Juan, pero en realidad para honrar la memoria de su maestro Taillade-Espinasse y su gran fluido y para alcanzar la vida eterna.

TERCERA PARTE

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Mientras Grenouille necesitó siete años para la primera etapa de su viaje a través de Francia, completó la segunda en menos de siete días. Ya no evitaba la animación de las calles y las ciudades ni daba ningún rodeo. Tenía un olor, tenía dinero, tenía confianza en sí mismo y tenía prisa.

Ya al atardecer del día en que abandonó Montpellier llegó a Le Grau-du-Roi, una pequeña ciudad portuaria al sudoeste de Aigues-Mortes, donde embarcó en un carguero con destino a Marsella. En esta ciudad no se alejó de la zona del puerto, sino que buscó en seguida un buque que le llevara a lo largo de la costa hacia el este. Dos días después estaba en Tolón y tres días más tarde en Cannes. El resto del viaje lo hizo a pie, siguiendo un camino que conducía tierra adentro, hacia el norte, y serpenteaba colina arriba.

Dos horas después alcanzó la cumbre, desde donde contempló una cuenca de varias millas de extensión, una especie de plato gigantesco rodeado de colinas de pendiente suave y sierras escarpadas, cuya dilatada depresión estaba cubierta de campos recién labrados, jardines y olivares. Sobre este plató reinaba un clima muy particular, de una intimidad sorprendente. Aunque el mar estaba tan cerca que podía divisarse desde la cumbre de la colina, no había en la cuenca nada marítimo, nada salado ni arenoso, nada abierto, sino un aislamiento silencioso, como si se encontrara a muchos días de viaje de la costa. Y aunque al norte se elevaban las grandes montañas de cimas todavía nevadas, cuya nieve no se derretiría durante algún tiempo, no se notaba nada áspero ni crudo y el viento no era frío. La primavera estaba mucho más adelantada que en Montpellier. Un fino vapor cubría los campos como una campana de cristal. Los almendros y albaricoqueros estaban en flor y en el aire templado flotaba el perfume de los narcisos.

Al otro lado de la gran depresión, tal vez a una distancia de dos millas, se extendía o, mejor dicho, se encaramaba a las montañas una ciudad. Vista desde lejos no causaba una impresión de grandiosidad; carecía de una imponente catedral que sobresaliera de las casas, y en su lugar sólo había un campanario chato. Tampoco tenía una fortaleza en un punto estratégico ni edificios que llamaran la atención por su magnificencia. Las murallas parecían más bien endebles y aquí y allá surgían casas fuera de sus límites, sobre todo hacia la llanura, prestando a la ciudad un aspecto algo abandonado, como si hubiera sido conquistada y sitiada demasiadas veces y estuviera harta de ofrecer una resistencia seria a futuros invasores, pero no por debilidad, sino por indolencia o incluso por un sentimiento de fuerza. Parecía no necesitar ninguna ostentación. Dominaba la gran cuenca perfumada que tenía a sus pies y esto parecía bastarle.

Este lugar a la vez modesto y consciente del propio valor era la ciudad de Grasse, desde hacía varios decenios indiscutida metrópoli de la producción y el comercio de sustancias aromáticas, artículos de perfumería, jabones y aceites. Giuseppe Baldini había mencionado siempre su nombre con arrobado entusiasmo. La ciudad era una Roma de los perfumes, la tierra prometida de los perfumistas y quien no había ganado aquí sus espuelas, no tenía derecho a llevar este nombre.

Grenouille contempló con mirada muy grave la ciudad de Grasse. No buscaba ninguna tierra prometida de la perfumería y no le inspiraba ninguna ilusión la vista del nido que se encaramaba a las laderas. Había venido porque sabía que aquí se aprendían mejor que en ninguna otra parte las técnicas de la extracción de perfume y de ellas quería apropiarse, ya que las necesitaba para sus fines. Extrajo del bolsillo el frasco de su perfume, se aplicó unas gotas, muy pocas, y reemprendió la marcha. Una hora y media después, hacia el mediodía, estaba en Grasse.

Comió en una posada en el extremo superior de la ciudad, en la Place aux Aires. Cruzaba longitudinalmente esta plaza un arroyo en el que los curtidores lavaban sus pieles, que a continuación extendían para el secado. El olor era tan penetrante, que muchos de los huéspedes perdían el gusto mientras comían. No así Grenouille, que conocía aquel olor y se sentía seguro al aspirarlo. En todas las ciudades buscaba ante todo el barrio de los curtidores; después de visitarlo tenía la impresión de que, recién salido de su esfera maloliente, ya no era un extraño en las demás partes de la localidad.

Pasó toda la tarde vagando por las calles. El lugar estaba increíblemente sucio, a pesar o tal vez a causa de la gran cantidad de agua que, procedente de docenas de manantiales y fuentes, bajaba gorgoteando hacia la ciudad en anárquicos regueros y arroyuelos que minaban las calles o las cubrían de fango. En muchos barrios las casas estaban tan juntas que sólo quedaba una vara para pasajes y escaleras y los transeúntes, chapoteando en el barro, apenas tenían sitio para pasar. E incluso en las plazas y las escasas calles más anchas, los carruajes se sorteaban con dificultad unos a otros.

A pesar de todo, en medio de la suciedad, el fango y la estrechez, la ciudad bullía de actividad comercial. Grenouille descubrió en su recorrido nada menos que siete jabonerías, una docena de maestros de perfumería y guantería, innumerables destiladores, talleres de pomadas y especierías y por último unos siete vendedores de perfumes al por mayor.

Todos ellos eran comerciantes que disponían de grandes existencias de sustancias aromáticas, aunque por el aspecto de sus casas era difícil deducirlo. Las fachadas que daban a la calle impresionaban por su modestia burguesa y, sin embargo, lo que ocultaban en su interior, en gigantescos almacenes y sótanos, en cubas de aceite, en pila sobre pila del más fino jabón de lavanda, en bombonas de aguas florales, vinos, alcoholes, en balas de cuero perfumado, en sacos, arcas y cajas llenas a rebosar de toda clase de especias… -Grenouille lo olía con todo detalle a través de las paredes más gruesas- eran riquezas que no poseían ni los príncipes. Y cuando olfateó más a fondo a través de los prosaicos almacenes y tiendas, descubrió que en la parte posterior de aquellas casas burguesas, pequeñas y cuadradas, se levantaban edificios realmente lujosos. En torno a jardines de tamaño reducido pero encantadores, donde crecían adelfas y palmeras alrededor de rumorosos y delicados surtidores rodeados de parterres, se extendían las auténticas viviendas, la mayoría en forma de U y orientadas al sur: dormitorios inundados de sol y tapizados de seda en los pisos superiores, magníficos salones con paredes revestidas de maderas exóticas en la planta baja y comedores en terrazas al aire libre donde, como Baldini le había contado, se comía con cubiertos de oro y en platos de porcelana. Los señores que vivían tras aquellas modestas fachadas olían a oro y a poder, a grandes y aseguradas fortunas, y su olor era más fuerte que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces a este respecto durante su viaje por la provincia.

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