contra el miedo y conservó la sangre fría. Ahora, extrañamente, esto cambió. Mientras en las calles la gente celebraba, como si ya hubieran ahorcado al asesino, el fin de sus crímenes y olvidaba aquellos terribles días, el miedo se introdujo en el corazón de Antoine Richis como un espantoso veneno. Durante mucho tiempo no quiso confesarse a sí mismo que era el miedo lo que le incitaba a postergar viajes muy urgentes, a abandonar la casa de mala gana y a acortar visitas y reuniones a fin de regresar a casa lo antes posible. Se justificó ante sí mismo achacándolo a una indisposición pasajera y al exceso de trabajo, aunque admitiendo al mismo tiempo que estaba un poco preocupado, como lo está cualquier padre que tiene una hija en edad de casarse, una preocupación totalmente normal… ¿Acaso no había cundido ya en el exterior la fama de su belleza? ¿Acaso no se estiraban ya los cuellos cuando la llevaba los domingos a la iglesia? ¿No le hacían ya insinuaciones ciertos caballeros del concejo, en nombre propio o en el de sus hijos…?
42
Pero un día de marzo, Richis vio desde el salón que Laure salía al jardín con un vestido azul sobre el que se derramaba la cabellera rojiza, encendida por el sol; nunca la había visto tan hermosa. Desapareció detrás de un seto y quizá tardó en reaparecer dos latidos más de los que él esperaba… y tuvo un susto de muerte porque durante aquellos dos latidos pensó que la había perdido para siempre.
Aquella misma noche le despertó una pesadilla espantosa de cuyo contenido no podía acordarse, pero que había tenido que ver con Laure, y se precipitó hacia su dormitorio, convencido de que estaba muerta, de que había sido asesinada, violada y su cabellera cortada mientras dormía… y la encontró sana y salva.
Volvió a su aposento bañado en sudor y temblando de excitación, no, no de excitación, sino de miedo; por fin se confesó a sí mismo que había sentido miedo y al aceptar este hecho, se tranquilizó y sus ideas se aclararon. Si debía ser sincero, nunca había creído en la efectividad del anatema episcopal, ni tampoco que el asesino se encontraba ahora en Grenoble; ni siquiera creía que hubiese salido de la ciudad. No, seguía viviendo aquí, entre los habitantes de Grasse, y volvería a atacar tarde o temprano. Richis había visto en agosto y septiembre algunas de las muchachas asesinadas. La visión le horrorizó y -tenía que admitirlo- fascinó al mismo tiempo, porque todas eran, cada una a su manera especial, de una belleza extraordinaria.
Nunca habría creído que en Grasse hubiera tantas bellezas desconocidas. El asesino le abrió los ojos; se trataba, sin duda, de un hombre con un gusto exquisito. Y tenía un sistema. No sólo todos los asesinatos habían sido perpetrados metódicamente, sino que la elección de las víctimas revelaba una intención planeada casi con economía. Era cierto que Richis no sabía "qué" codiciaba realmente de sus víctimas el asesino, ya que lo mejor de ellas, la belleza y el encanto de la juventud, no podía habérselo arrebatado… ¿o sí? En cualquier caso, tenía la impresión de que el asesino no era, por absurdo que pudiera parecer, un espíritu destructivo, sino un coleccionista minucioso. Si por ejemplo -pensó Richis-, se imaginaba uno a las víctimas no como individuos, sino como parte de un principio más elevado, y fundía idealmente sus cualidades respectivas en un conjunto único, la imagen dada por semejante mosaico tenía que ser la imagen misma de la belleza, y el hechizo desprendido por ella ya no sería de índole humana, sino divina. (Como vemos, Richis era un hombre de mente liberal que no se detenía ante conclusiones blasfemas, y aunque no pensaba en categorías olfatorias, lo hacía en categorías ópticas, por lo que se aproximó mucho a la verdad).
Suponiendo -siguió pensando Richis- que el asesino fuera un coleccionista de belleza y trabajara en el retrato de la perfección, aunque sólo fuera en la fantasía de su cerebro enfermo; y suponiendo además que fuese un hombre del gusto más refinado y el método más perfecto, como parecía ser el caso, era inevitable deducir que no renunciaría a la pieza más valiosa que podía encontrarse en la tierra: la belleza de Laure. Todos los asesinatos anteriores no tenían ningún valor sin el de ella; Laure era la última piedra de su edificio.
Mientras sacaba estas espantosas conclusiones, Richis estaba sentado en la cama, en camisón, extrañado de la propia serenidad. Ya no se estremecía ni temblaba. El miedo indefinido que le invadiera durante semanas se había evaporado, cediendo el paso a la conciencia de un peligro concreto: todos los esfuerzos y afanes del asesino iban dirigidos a Laure desde el principio, esto era evidente. Todos los demás asesinatos eran accesorios del último y definitivo: el asesinato de Laure. Era cierto que aún no estaba claro el móvil material de los crímenes, ni si tenían alguno, pero Richis había intuido lo esencial, el método sistemático y el móvil ideal del asesino. Y cuanto más reflexionaba sobre ello, más acertados le parecían ambos y mayor era su respeto por el criminal, un respeto, claro está, que rebotaba en un espejo y se reflejaba en él mismo, ya que al fin y al cabo era él, Richis, quien con su astuta mente analítica había desenmascarado al enemigo.
Si él, Richis, fuera un asesino y estuviera poseído de las mismas ideas morbosas de aquel asesino en particular, no habría podido proceder de manera distinta y, como él, habría resuelto coronar a toda costa su obra de demente con el asesinato de Laure, la única. la maravillosa.
Esta última idea se le antojó muy buena. El hecho de que estuviera en situación de ponerse mentalmente en el lugar del futuro asesino de su hija le daba una gran superioridad sobre él, porque una cosa era cierta: por inteligente que fuera, el asesino no estaba en situación de ponerse en el lugar de Richis, aunque sólo fuese porque no podía imaginar que Richis se había puesto ya en su lugar, es decir, en el del asesino. En el fondo, ocurría lo mismo que en el mundo de los negocios… salvando las distancias, claro. Uno tenía siempre cierta superioridad sobre un competidor cuyas intenciones hubiera adivinado; en lo sucesivo, ya no se dejaría engañar, no cuando uno se llamaba Antoine Richis, conocía todos los trucos y poseía un espíritu luchador.
Al fin y al cabo, el negocio de perfumería más importante de Francia, su riqueza y el cargo de Segundo Cónsul no le habían bajado del cielo, sino que los había ganado luchando, porfiando, intuyendo a tiempo los peligros, adivinando los planes de los competidores y adelantándose a ellos. Y lograría también alcanzar sus metas futuras, el poder y la nobleza de sus descendientes, y desbaratar asimismo los planes de aquel asesino, su rival por la posesión de Laure, aunque sólo fuese porque Laure era igualmente la última piedra del edificio de sus propios planes. El la amaba, ciertamente, pero también la necesitaba. Y lo que necesitaba para la realización de sus más altas ambiciones no se lo dejaría arrebatar por nadie, lo defendería con uñas y dientes.
Ahora se sentía mejor. Desde que había conseguido trasladar sus reflexiones nocturnas sobre la lucha con el demonio al terreno de una transacción comercial, le animaba un valor renovado, incluso un poco temerario. Se había esfumado el resto de temor, desvanecido el desaliento y la sombría preocupación que le habían atormentado como a un viejo senil y tembloroso, evaporado la niebla de tristes presagios en la que se había movido a tientas durante semanas. Ahora se encontraba en terreno conocido y se sentía capaz de afrontar cualquier reto.