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Ciertamente, el taller de Baldini no era apropiado para fabricar a gran escala esencias florales o vegetales. Tampoco habría habido en París las cantidades necesarias de plantas frescas. De vez en cuando, sin embargo, cuando el romero, la salvia, la menta o las semillas de anís se vendían baratos en el mercado o había llegado una gran partida de tubérculos de lirio, raíces de valeriana, comino, nuez moscada o claveles secos, se despertaba la vena de alquimista de Baldini y sacaba su gran alambique, una caldera de cobre para la destilación, provista de una tapa hermética en forma de cúpula -llamada montera, como explicó, muy orgulloso-, que ya había utilizado cuarenta años atrás en las vertientes meridionales de Liguria y en las cimas del Luberon, a la intemperie, para destilar espliego.

Y mientras Grenouille desmenuzaba el material para la destilación, Baldini encendió con febril premura -porque la elaboración rápida era el alfa y omega del negocio- un horno de ladrillos y colocó sobre el fuego la caldera de cobre con unos dedos de agua. Echó dentro los trozos de planta, la tapó con la montera de doble grosor y conectó a ella dos tubos para la entrada y salida del agua. Explicó que esta refinada estructura para el enfriamiento del agua había sido añadida por él en fecha posterior, ya que en sus tiempos de trabajo en el campo el enfriamiento se conseguía, naturalmente, soplando aire. Entonces aventó el fuego.

Poco a poco, el agua de la caldera empezó a borbotear y al cabo de un rato, primero a tímidas gotitas y luego en un chorro fino, el producto de destilación fluyó del tercer tubo de la montera hacia una botella florentina colocada debajo por Baldini. Al principio tenía un aspecto desagradable, como el de una sopa aguada y turbia, pero lentamente, sobre todo cuando la botella llena fue cambiada por otra y apartada a un lado, el caldo se dividió en dos líquidos diferentes: abajo quedó el agua de las flores o plantas y encima flotó una gruesa capa de aceite. Al vaciar ahora con cuidado por el delgado cuello inferior de la botella florentina el agua floral de sutil fragancia, quedó en el fondo el aceite puro, la esencia, el principio de aroma penetrante de la planta.

Grenouille estaba fascinado por la operación. Si algo en la vida había suscitado entusiasmo en él -no un entusiasmo visible, por supuesto, sino de una índole oculta, como si ardiera en una llama fría-, fue sin duda esta operación mediante la cual, con fuego, agua, vapor y un aparato apropiado, podía arrancarse el alma fragante de las cosas. Esta alma fragante, el aceite volátil, era lo mejor de ellas, lo único que le interesaba. El resto, inútil: flores, hojas, cáscara, fruto, color, belleza, vida y todos los otros componentes superfluos que en ellas se ocultaban, no le importaban nada en absoluto. Sólo eran envoltura y lastre. Había que tirarlos.

A intervalos, cuando el producto de destilación era ya como agua, apartaban el alambique del fuego y lo abrían y volcaban para vaciarlo. La materia cocida era blanda y pálida como la paja húmeda, como huesos emblanquecidos de pequeños pájaros, como verduras hervidas demasiado rato, fibrosa, pastosa, insípida, reconocible apenas, repugnante como un cadáver, sin rastro de su olor original. La tiraban al río por la ventana. Entonces se procuraban más plantas frescas, vertían agua en el alambique y volvían a ponerlo sobre el fuego. Y de nuevo el caldo empezaba a borbotear y otra vez la savia viva de las plantas fluía dentro de la botella florentina. A menudo pasaban así toda la noche. Baldini se cuidaba del horno y Grenouille atendía las botellas; no podía hacerse nada más durante la operación.

Se sentaban en taburetes alrededor del fuego, fascinados por la abombada caldera, ambos absortos, aunque por motivos bien diferentes. Baldini gozaba viendo las brasas del fuego y el rojo cimbreante de las llamas y el cobre y le gustaba oír el crujido de la leña encendida y el gorgoteo del alambique, porque era como volver al pasado. ¡Entonces sí que había de qué entusiasmarse! Iba a buscar una botella de vino a la tienda, porque el calor le daba sed, y beber vino también le recordaba el pasado. Y pronto empezaba a contar historias de antes, interminables. De la guerra de sucesión española, en la cual había participado, luchando contra los austriacos; de los "camisards", a quienes había ayudado a hacer insegura la región de Cèvennes; de la hija de un hugonote de Esterel, que se le había entregado, seducida por la fragancia del espliego; de un incendio forestal que había estado a punto de provocar y que se habría extendido por toda la Provenza, más deprisa que el amén en la iglesia, porque soplaba un furioso mistral; y también hablaba de las destilaciones, una y otra vez, de noche y a la intemperie, a la luz de la luna, con vino y los gritos de las cigarras, y de una esencia de espliego que había destilado, tan fina y olorosa, que se la pesaron con plata; de su aprendizaje en Génova, de sus años de vagabundeo y de la ciudad de Grasse, donde había tantos perfumistas como zapateros en otros lugares, y tan ricos que vivían como príncipes en magníficas casas de terrazas y jardines sombreados y comedores revestidos de madera donde comían en platos de porcelana con cubiertos de oro, etcétera…

El viejo Baldini contaba estas historias mientras iba bebiendo vino y las mejillas se le encendían por el vino, por el calor del fuego y por el entusiasmo que suscitaban en él sus propios relatos. En cambio, Grenouille, sentado un poco más a la sombra, no le escuchaba siquiera. A él no le interesaban las viejas historias, a él sólo le interesaba el nuevo experimento. No perdía de vista el delgado conducto que salía de la tapa del alambique y por el que fluía el hilo del líquido destilado. Y mientras lo miraba, se imaginaba a sí mismo como un alambique en el que el agua borboteaba como en éste y del que fluía también el producto de destilación, pero mejor, nuevo, extraordinario, el producto de aquellas plantas exquisitas que él había cultivado en su interior, que allí florecían, olfateadas sólo por él mismo, y que con su singular perfume podían transformar el mundo en un fragante jardín del Edén donde la existencia sería soportable para él en el sentido olfativo. Grenouille se entregaba al sueño de ser un gran alambique que inundaba el mundo con la destilación de sustancias creadas por él mismo.

Pero mientras Baldini, inspirado por el vino, seguía contando historias cada vez más extravagantes sobre épocas pasadas y a medida que hablaba se dejaba dominar más y más por la propia fantasía, Grenouille abandonó pronto su extravagante ensoñación, borró de su mente la idea de ser un gran alambique y se puso a reflexionar sobre el modo de aplicar sus conocimientos recién adquiridos a unas metas mucho más cercanas.

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Al cabo de poco tiempo era un especialista en el campo de la destilación. Descubrió -y en ello le ayudó más su olfato que todas las reglas de Baldini- que el calor del fuego ejercía una influencia decisiva sobre la calidad del producto destilado. Cada planta, cada flor, cada madera y cada fruto oleaginoso requería un tratamiento especial. A veces era necesario provocar mucho vapor, otras, acelerar la cocción y muchas flores daban mejores resultados si exudaban con la llama muy baja.

De importancia similar era la preparación. La menta y el espliego podían destilarse en ramitos enteros, mientras otras necesitaban ser picadas finamente, troceadas, trituradas, raspadas, machacadas o incluso maceradas antes de añadirse a la caldera de cobre. Y muchas otras plantas no se dejaban destilar, lo cual era una amarga frustración para Grenouille.

Baldini, al ver la seguridad con que Grenouille manejaba el aparato, le dejó en plena posesión del mismo y Grenouille aprovechó al máximo esta libertad. Durante el día mezclaba perfumes y preparaba otros productos y condimentos aromáticos y por las noches se dedicaba exclusivamente al misterioso arte de la destilación. Su plan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríferas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior. Al principio logró pequeños éxitos. Consiguió obtener un aceite de flores de ortiga y otro de semillas de berro, un agua con corteza de saúco recién arrancada y otra con ramas de tejo. Los productos destilados apenas guardaban algún parecido con las sustancias originales, pero aun así eran lo bastante interesantes para servir de base a elaboraciones ulteriores. En cambio, había sustancias que hacían fracasar por completo el experimento.

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