La desgracia del hombre se debe a que no quiere permanecer tranquilo en su habitación, que es su hogar. Esto lo dice Pascal. Pero Pascal fue un gran hombre, un Frangipani del espíritu, un verdadero artesano, y hoy en día nadie pregunta a estos hombres. Ahora se leen libros subversivos de hugonotes o ingleses, o se escriben tratados o las llamadas grandes obras científicas en las que todo se pone en tela de juicio. Ya no sirve nada; de improviso, todo ha de ser diferente. En un vaso de agua tienen que nadar unos animalitos que nadie había visto antes; la sífilis ha de ser una enfermedad muy normal y no un castigo de Dios; Dios, si es que fue Él quien lo creó, no hizo el mundo en siete días, sino en millones de años; los salvajes son hombres como nosotros; educamos mal a nuestros hijos; y la tierra ya no es redonda como hasta ahora, sino ovalada como un melón… como si esto importara algo! En todos los terrenos se hacen preguntas, se escudriña, se investiga, se husmea y se experimenta. Ya no basta decir que una cosa existe y describirla: ahora todo tiene que probarse, y mejor si se hace con testigos, datos y algunos experimentos ridículos.
Todos esos Diderot, D’Alembert, Voltaire y Rousseau, o como se llamaran aquellos escritorzuelos -entre los cuales había incluso clérigos, y caballeros nobles, por añadidura!- la han armado buena con sus pérfidas inquietudes, su complacencia en el propio descontento y su desprecio por todo lo del mundo, contagiando a la sociedad entera el caos sin límites que reina en sus cerebros!
Dondequiera que uno dirigiese la mirada, reinaba el desenfreno. La gente leía libros, incluso las mujeres. Los clérigos se metían en los cafés. Y cuando la policía intervenía y encerraba en la cárcel a uno de aquellos canallas, los editores ponían el grito en el cielo, elevando peticiones, y encumbrados caballeros y damas hacían valer su influencia hasta que lo dejaban libre a las dos semanas o le permitían marchar al extranjero, donde podía seguir pergeñando panfletos con total impunidad. En los salones sólo se hablaba de trayectorias de cometas y expediciones, del principio de la palanca y de Newton, de construcción de canales, circulación de la sangre y diámetro de la tierra.
Incluso el rey se dejó presentar un disparate ultramoderno, una especie de tormenta artificial llamada electricidad: en presencia de toda la corte, un hombre frotó una botella, haciendo surgir chispas, y los rumores decían que el rey se mostró muy impresionado. ¡Era inimaginable que su bisabuelo, el Luis realmente grande bajo cuyo próspero reinado Baldini había tenido la dicha de vivir muchos años, se hubiera prestado a sancionar una demostración tan ridícula! ¡Pero tal era el espíritu de los nuevos tiempos, que a la fuerza terminarían muy mal!
Porque cuando sin la menor vergüenza ni inhibición se desafiaba la autoridad de la Iglesia de Dios, cuando se hablaba sobre la monarquía, igualmente bendecida por Dios, y de la sagrada persona del rey como si fueran ambos puestos variables en un catálogo de otras formas de gobierno que uno pudiera elegir a su capricho, cuando, finalmente, se llegaba tan lejos como para afirmar con toda seriedad que el Dios Todopoderoso, el Supremo Hacedor, no era imprescindible y el orden, la moral y la felicidad sobre la tierra podían existir sin Él, con la mera ayuda de la moralidad innata y la razón humana… ¡oh, Dios, Dios!… entonces no era de extrañar que todo se trastocara y las costumbres se deterioraran y la humanidad hiciera recaer sobre sí la justicia de Aquél de quien renegaba. Las cosas terminarían muy mal. El gran cometa de 1681, del que se habían mofado, describiéndolo como sólo una lluvia de estrellas, fue sin duda alguna un aviso divino, pues anunció -ahora se sabía- un siglo de desmoralización, de caída en un pantano intelectual, político y religioso, creado por el hombre, en que la humanidad se precipitaría y en el cual sólo prosperarían malolientes plantas palustres como el tal Pèlissier.
El anciano Baldini seguía ante la ventana, contemplando con hostilidad el río iluminado por los rayos oblicuos del sol poniente. Las barcazas se deslizaban lentamente hacia el oeste, en dirección al Pont Neuf y el puerto de las Galerías del Louvre. Ninguna de ellas navegaba en contra de la corriente, sino que tomaban el brazo del río del otro lado de la isla. Allí todo era arrastrado por la corriente, barcazas llenas y vacías, botes de remos y los barcos planos de los pescadores, mientras las aguas doradas y turbias formaban remolinos y seguían su curso, lentas, caudalosas, incontenibles. Y cuando Baldini miró hacia abajo en sentido vertical, siguiendo la fachada de la casa, tuvo la impresión de que la corriente horadaba los cimientos del puente y sintió vértigo.
Había sido un error comprar la casa del puente y otro todavía mayor comprarla del lado que daba al oeste. Así tenía siempre ante su vista la corriente eterna del río, comunicándole la sensación de que tanto él mismo como su casa y la riqueza amasada durante muchos decenios desaparecerían con la corriente río abajo y de que él era demasiado viejo y débil para luchar contra la fuerza de las aguas.
Muchas veces, cuando tenía cosas que hacer en la orilla izquierda, en el barrio de la Sorbona o de Saint-Sulpice, no iba por la isla y el Pont Saint-Michel, sino que daba un rodeo por el Pont Neuf, porque en este puente no habían construido casas. Y entonces se colocaba ante el pretil que daba al este y miraba río arriba para contemplar al menos por una vez la corriente fluyendo hacia él; y durante un rato gozaba imaginando que la tendencia de su vida se había invertido, los negocios y la familia prosperaba, las mujeres acudían a su encuentro y su existencia, en lugar de desvanecerse, se alargaba cada vez más.
Sin embargo, al alzar un poco la vista, veía su casa a pocos centenares de metros de distancia, frágil y estrecha, encaramada en el Pont au Change y veía la ventana de su despacho en el primer piso y se veía a sí mismo ante la ventana, contemplando el río y la corriente, como ahora. Y entonces se desvanecía el bonito sueño y Baldini, detenido en el Pont Neuf, daba media vuelta, más deprimido que antes, deprimido como ahora, cuando dio la espalda a la ventana y fue a sentarse ante el escritorio.
12
Delante de él estaba el frasco con el perfume de Pèlissier. El líquido lanzaba destellos de un color castaño dorado bajo la luz del sol, diáfano, sin el menor enturbiamiento. Parecía inocente como el té claro y contenía, sin embargo, junto a cuatro quintas partes de alcohol, una quinta parte de una mezcla secreta capaz de revolucionar toda una ciudad. Esta mezcla podía componerse a su vez de tres o de treinta sustancias diferentes en una proporción determinada entre innumerables proporciones posibles. Era el alma del perfume -si podía hablarse de alma en relación con el perfume de un comerciante tan glacial como Pèlissier- y ahora se trataba de averiguar en qué consistía.
Baldini se sonó con parsimonia y bajó un poco la persiana porque la luz directa del sol era perjudicial para cualquier perfume, así como para la intensa concentración del olfato. De un cajón del escritorio sacó un pañuelo blanco de encaje y lo desdobló. Entonces abrió el frasco mediante un pequeño giro del tapón, manteniendo la cabeza echada hacia atrás y las ventanas de la nariz apretadas, porque no deseaba en modo alguno oler directamente del frasco y formarse así una primera impresión olfatoria precipitada. El perfume debía olerse en estado distendido y aireado, nunca concentrado. Salpicó el pañuelo con algunas gotas, lo agitó en el aire, a fin de evaporar el alcohol, y se lo puso bajo la nariz. Con tres inspiraciones cortas y bruscas, inhaló la fragancia como un polvo, expiró el aire en seguida, se abanicó, volvió a inspirar tres veces y, tras una profunda aspiración, exhaló por último el aire con lentitud y deteniéndose varias veces, como dejándolo resbalar por una escalera larga y lisa. Tiró el pañuelo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla.