Los ojos de Baldini estaban húmedos y tristes. Durante un rato permaneció inmóvil, observando la magnífica vista. De repente, abrió la ventana de par en par y lanzó al aire, describiendo un gran arco, el frasco del perfume de Pèlissier. Lo vio caer y, por un momento, la rutilante alfombra de agua se dividió.
La habitación se inundó de aire fresco; Baldini respiró hondo y notó que desaparecía la hinchazón de su nariz. Entonces cerró la ventana y, casi simultáneamente, anocheció. La imagen dorada y refulgente de la ciudad y del río se convirtió en una silueta grisácea. La habitación se quedó oscura de improviso. Baldini adoptó la misma posición de antes y miró con fijeza por la ventana. "Mañana no enviaré a nadie a casa de Pèlissier -dijo, agarrando con ambas manos el respaldo de su silla-. No lo haré. Y tampoco haré la ronda de los salones, sino que iré al notario y pondré a la venta mi casa y mi negocio. Esto es lo que haré. Ya basta!"
Su rostro adquirió una expresión infantil y obstinada y se sintió súbitamente muy feliz. Era de nuevo el de antes, el joven Baldini, valiente y resuelto como siempre a plantar cara al destino, aunque esta vez plantarle cara significase retroceder. ¡Qué remedio! No podía hacer otra cosa. El tiempo, insensible, no le dejaba otra elección. Dios nos da buenas y malas épocas, pero no quiere que en estas últimas nos quejemos y lamentemos, sino que reaccionemos virilmente. Y en esta ocasión le había hecho una señal.
La imagen engañosa de la ciudad, en tonos rojos y dorados, había sido una advertencia: ¡Actúa, Baldini, antes de que sea demasiado tarde! Tu casa aún se sostiene, tus almacenes están llenos, aún podrás conseguir un buen precio por tu negocio a punto de quebrar. Las decisiones aún están en tu mano. Envejecer modestamente en Mesina no fue nunca tu objetivo en la vida, pero es más digno y grato a Dios que arruinarte pomposamente en París. Que triunfen los Brouet, Galteaux y Pèlissier; Giuseppe Baldini les deja el campo libre. Pero lo hace por propia voluntad y con la cabeza erguida!
Ahora estaba incluso orgulloso de sí mismo y sentía un inmenso alivio. Por primera vez desde hacía muchos años empezaba a disminuir el calambre de la espalda que le tensaba la nuca y encorvaba los hombros de forma servil y pudo enderezarse sin esfuerzo, relajado, libre y feliz. Percibió claramente la fragancia de "Amor y Psique" que impregnaba la habitación, pero ya no le afectó. Baldini había cambiado su vida y sentía un maravilloso bienestar. Ahora mismo subiría a ver a su esposa para comunicarle sus decisiones y después peregrinaría hasta Notre-Dame y encendería una vela para agradecer a Dios su bondadosa advertencia y la increíble fuerza de voluntad que acababa de infundirle.
Con un ímpetu casi juvenil, encasquetó la peluca sobre su calva, se puso la levita azul, cogió el candelero que estaba encima del escritorio y abandonó la estancia. Apenas hubo encendido la vela de la palmatoria del rellano para iluminar la escalera que subía a la vivienda, cuando oyó sonar la campanilla de la planta baja. No era el bonito tintineo persa de la puerta principal, sino el repique estridente de la entrada de los proveedores, un ruido muy desagradable que siempre le había molestado. Muchas veces había querido hacerla desmontar y sustituirla por una campanilla más armoniosa, pero el gasto le disuadía de ello y ahora, con una risa sofocada, se le ocurrió de repente que ya no importaba; vendería la insolente campanilla junto con la casa. De ahora en adelante daría la lata al nuevo propietario!
La campanilla volvió a sonar. Aguzó el oído. Por lo visto Chènier ya había abandonado el establecimiento y la criada no parecía dispuesta a acudir, así que el propio Baldini bajó para abrir la puerta.
Descorrió el cerrojo, abrió la pesada puerta… y no vio nada. La oscuridad se tragó por completo el resplandor de la vela. Entonces, muy despacio, distinguió una figura pequeña, un niño o un adolescente poco desarrollado, que llevaba algo al brazo.
– Qué quieres?
– Me envía el "maitre" Grimal con el cuero de cabra -contestó la figura, acercándose y alargando a Baldini el brazo doblado, que sostenía varias pieles superpuestas. A la luz de la vela reconoció Baldini el rostro de un muchacho con unos ojos vigilantes y temerosos. Estaba encorvado, como si se escondiera detrás del brazo extendido, en la actitud de alguien que teme un golpe. Era Grenouille.
14
¡El cuero de cabra para la piel española! Baldini lo recordó. Había encargado las pieles a Grimal hacía un par de días, el cuero más fino y flexible para la carpeta del conde Verhamont, a quince francos la pieza. Ahora, sin embargo, ya no las necesitaba, podía ahorrarse aquel dinero. Aunque, por otra parte, enviar al muchacho con las pieles devueltas… Quizá causaría un efecto desfavorable, desencadenaría rumores de que Baldini ya no era de fiar, Baldini ya no recibía ningún encargo, Baldini ya no podía pagar… y esto no era nada bueno, nada en absoluto, porque podría rebajar el precio de venta del negocio. Sería mejor quedarse con las inútiles pieles de cabra. No convenía que nadie supiera antes de tiempo que Giuseppe Baldini había cambiado su vida.
– ¡Entra!
Dejó pasar al muchacho y subieron a la tienda, Baldini delante con el candelero y Grenouille con sus pieles. Era la primera vez que Grenouille entraba en una perfumería, un lugar donde los olores no eran secundarios, sino el centro mismo del interés. Conocía, por supuesto, todas las perfumerías y droguerías de la ciudad, había pasado noches enteras ante los escaparates y apretado la nariz contra las rendijas de las puertas. Conocía todos los aromas que allí se vendían y en su imaginación los había transformado a menudo en los perfumes más deliciosos, de ahí que ahora no esperase nada nuevo. Sin embargo, del mismo modo que un niño dotado para la música ansía ver de cerca una orquesta o subir un día al coro de una iglesia para contemplar el oculto teclado del órgano, Grenouille anhelaba ver el interior de una perfumería y cuando supo que debían entregarse cueros a Baldini, decidió hacer lo imposible para que le enviaran a él.
Y ahora se encontraba en el establecimiento de Baldini, el lugar de París donde se almacenaba el mayor número de fragancias profesionales en el espacio más reducido. No pudo ver mucho a la trémula luz de la vela, sólo brevemente, la sombra del mostrador con la balanza, las dos garzas sobre la pila, un asiento para los clientes, las oscuras estanterías de las paredes, el rápido destello de los utensilios de latón y las etiquetas blancas en frascos y tarros; ni olió nada más de lo que ya había olido desde la calle, pero sintió en seguida la formalidad que reinaba en aquellas estancias, casi podría decirse la sagrada formalidad, si la palabra "sagrada" hubiera tenido algún sentido para Grenouille; sintió la fría gravedad, la seriedad profesional, el sobrio sentido comercial que emanaba de cada mueble, de cada utensilio, de cada tarro, frasco y matraz. Y mientras caminaba detrás de Baldini, a la sombra de Baldini, porque éste no se tomaba la molestia de alumbrarle el camino, se le ocurrió la idea de que pertenecía a este lugar y a ningún otro, de que se quedaría aquí y desde aquí conquistaría el mundo.
Semejante idea era, por supuesto, de una inmodestia decididamente grotesca. No había nada, nada en absoluto que justificara la esperanza de que un aprendiz de curtidor de dudosos orígenes, sin conexiones ni protección, sin la menor categoría profesional, llegara a encontrar empleo en la perfumería más renombrada de París; con tanta menor razón cuanto que, como sabemos, la liquidación del negocio era ya una cuestión decidida. Pero el caso es que aquí no se trataba de una esperanza concebida por la inmodesta mentalidad de Grenouille, sino de una certidumbre. Sabía que sólo abandonaría esta tienda para ir a recoger sus cosas a la tenería de Grimal y volver después definitivamente. La garrapata había husmeado sangre. Durante años había esperado dentro de su cápsula y ahora se dejaba caer sobre la exuberancia y el desperdicio sin ninguna esperanza. Y por ello su seguridad era tan grande.