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Se deshicieron de él en el convento de Saint-Merri de la Rue Saint-Martin, donde recibió en el bautismo el nombre de Jean-Baptiste. Y como el prior estaba aquellos días de muy buen humor y sus fondos para beneficencia aún no se habían agotado, en vez de enviar al niño a Ruán, decidió criarlo a expensas del convento y con este fin lo hizo entregar a una nodriza llamada Jeanne Bussie, que vivía en la Rue Saint-Denis y a la cual se acordó pagar tres francos semanales por sus cuidados.

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Varias semanas después la nodriza Jeanne Bussie se presentó ante la puerta del convento de Saint-Merri con una cesta en la mano y dijo al padre Terrier, un monje calvo de unos cincuenta años, que olía ligeramente a vinagre: "-Ahí lo tiene!" y depositó la cesta en el umbral.

– Qué es esto? -preguntó Terrier, inclinándose sobre la cesta y olfateando, pues presentía algo comestible.

– El bastardo de la infanticida de la Rue aux Fers!

El padre metió un dedo en la cesta y descubrió el rostro del niño dormido.

– Tiene buen aspecto. Sonrosado y bien nutrido.

– Porque se ha atiborrado de mi leche, porque me ha chupado hasta los huesos. Pero esto se acabó. Ahora ya podéis alimentarlo vosotros con leche de cabra, con papilla y con zumo de remolacha. Lo devora todo, el bastardo.

El padre Terrier era un hombre comodón. Tenía a su cargo la administración de los fondos destinados a beneficencia, la repartición del dinero entre los pobres y necesitados, y esperaba que se le dieran las gracias por ello y no se le importunara con nada más. Los detalles técnicos le disgustaban mucho porque siempre significaban dificultades y las dificultades significaban una perturbación de su tranquilidad de ánimo que no estaba dispuesto a permitir. Se arrepintió de haber abierto el portal y deseó que aquella persona cogiera la cesta, se marchara a su casa y le dejara en paz con sus problemas acerca del lactante. Se enderezó con lentitud y al respirar olió el aroma de leche y queso de oveja que emanaba de la nodriza. Era un aroma agradable.

– No comprendo qué quieres. En verdad, no comprendo a dónde quieres ir a parar. Sólo sé que a este niño no le perjudicaría en absoluto que le dieras el pecho todavía un buen tiempo.

– A él, no -replicó la nodriza-, sólo a mí. He adelgazado casi cinco kilos, a pesar de que he comido para tres. -Y por cuánto? -Por tres francos semanales!

– Ah, ya lo entiendo -dijo Terrier, casi con alivio-, ahora lo veo claro. Se trata otra vez de dinero.

– No! -exclamó la nodriza.

– Claro que sí! Siempre se trata de dinero. Cuando alguien llama a esta puerta, se trata de dinero. Me gustaría abrirla una sola vez a una persona que viniera por otro motivo. Para traernos un pequeño obsequio, por ejemplo, un poco de fruta o un par de nueces. En otoño hay muchas cosas que nos podrían traer. Flores, quizá. O solamente que alguien viniera a decir en tono amistoso: "Dios sea con vos, padre Terrier, os deseo muy buenos días!" Pero esto no me ocurrirá nunca. Cuando no es un mendigo, es un vendedor, y cuando no es un vendedor, es un artesano, y quien no quiere limosna, presenta una cuenta. Ya no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo, no doy ni tres pasos sin verme rodeado de individuos que me piden dinero!

– Yo no -insistió la nodriza.

– Pero te diré una cosa: no eres la única nodriza de la diócesis. Hay centenares de amas de cría de primera clase que competirán entre sí por dar el pecho o criar con papillas, zumos u otros alimentos a este niño encantador por tres francos a la semana…

– Entonces, dádselo a una de ellas.

– …Pero, por otra parte, tanto cambio no es bueno para un niño. Quién sabe si otra leche le sentaría tan bien como la tuya. Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho y al latido de tu corazón.

Y aspiró de nuevo profundamente la cálida fragancia emanada por la nodriza, añadiendo, cuando se dio cuenta deque sus palabras no habían causado ninguna impresión:

– !Llévate al niño a tu casa!. Hablaré del asunto con el prior y le propondré que en lo sucesivo te dé cuatro francos semanales.

– No -rechazó la nodriza.

– Está bien.!Cinco!

– No.

– ¿Cuánto pides, entonces? -gritó Terrier-. Cinco francos son un montón de dinero por el insignificante trabajo de alimentar a un niño pequeño.

– No pido dinero -respondió la nodriza-; sólo quiero sacar de mi casa a este bastardo.

– Pero -¿por qué, buena mujer? -preguntó Terrier, volviendo a meter el dedo en la cesta-. Es un niño precioso, tiene buen color, no grita, duerme bien y está bautizado.

– Está poseído por el demonio.

Terrier sacó la mano de la cesta a toda prisa.

– !Imposible! Es absolutamente imposible que un niño de pecho esté poseído por el demonio. Un niño de pecho no es un ser humano, sólo un proyecto y aún no tiene el alma formada del todo. Por consiguiente, carece de interés para el demonio. -¿Acaso habla ya? -¿Tiene convulsiones? -¿Mueve las cosas de la habitación? -¿Despide mal olor?

– No huele a nada en absoluto -contestó la nodriza.

– ¿Lo ves? Esto es una señal inequívoca. Si estuviera poseído por el demonio, apestaría.

Y con objeto de tranquilizar a la nodriza y poner a prueba el propio valor, Terrier levantó la cesta y la sostuvo bajo su nariz.

– No huelo a nada extraño -dijo, después de olfatear un momento-, a nada fuera de lo común. Sólo el pañal parece despedir algo de olor. -Y acercó la cesta a la nariz de la mujer para que confirmara su impresión.

– No me refiero a eso -dijo la nodriza en tono desabrido, apartando la cesta-. No me refiero al contenido del pañal. Sus excrementos huelen. Es él, el propio bastardo, el que no huele a nada.

– ¡Porque está sano -gritó Terrier-, porque está sano! por esto no huele. Es de sobra conocido que sólo huelen los niños enfermos. Todo el mundo sabe que un niño atacado por las viruelas huele a estiércol de caballo y el que tiene escarlatina, a manzanas pasadas y el tísico, a cebolla. Está sano, no le ocurre nada más. -Acaso tiene que apestar? -Apestan acaso tus propios hijos?

– No -respondió la nodriza-. Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos.

Terrier dejó cuidadosamente la cesta en el suelo porque sentía brotar en su interior las primeras oleadas de ira ante la terquedad de la mujer. No podía descartar que en el curso de la disputa acabara necesitando las dos manos para gesticular mejor y no quería que el niño resultara lastimado. Ante todo, sin embargo, enlazó las manos a la espalda, tendió hacia la nodriza su prominente barriga y preguntó con severidad:

– ¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser humano que, en todo caso (te lo recuerdo, puesto que está bautizado), también es hijo de Dios?

– Sí -afirmó el ama de cría.

– ¿Y afirmas además que, si no huele como tú crees que debe oler (!tú, la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint-Denis), es una criatura del demonio?

Adelantó la mano izquierda y la sostuvo, amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante la cara de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la conversación se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que ella llevaría las de perder.

– Yo no he dicho tal cosa -eludió-. Si la cuestión tiene o no algo que ver con el demonio, sois vos quien debe decidirlo, padre Terrier; no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa: que este niño me horroriza porque no huele como deben oler los lactantes.

– !Ah! -exclamó Terrier, satisfecho, dejando caer la mano-. Así que te retractas de lo del demonio. Bien. Pero ahora ten la bondad de decirme: -Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? Vamos, dímelo.

– Huele bien -contestó la nodriza.

– ¿Qué significa bien? -vociferó Terrier-. Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho.

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