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Grenouille permaneció acostado hasta que no oyó ningún ruido ni en la casa ni en la ciudad. Cuando se levantó, ya amanecía. Se vistió, enfiló despacio el pasillo, bajó despacio las escaleras, cruzó el salón y salió a la terraza.

Desde allí se podían ver las murallas de la ciudad, la cuenca de Grasse y, con tiempo despejado, incluso el mar. Ahora flotaba sobre los campos una niebla fina, un vapor más bien, y las fragancias que llegaban de ellos, hierba, retama y rosas, eran como lavadas, limpias, simples, consoladoramente sencillas. Grenouille atravesó el jardín y escaló la muralla.

Arriba, en el Cours, tuvo que luchar otra vez para soportar los olores humanos antes de alcanzar el campo abierto. El lugar entero y las laderas parecían un enorme y desordenado campamento militar. Los borrachos yacían a miles, exhaustos tras el libertinaje de la fiesta nocturna, muchos desnudos y muchos medio cubiertos por ropas bajo las que se habían acurrucado como si se tratara de una manta. El aire apestaba a vino rancio, a aguardiente, a sudor y a orina, a excrementos de niño y a carne carbonizada. Aquí y allá humeaban aún los rescoldos de las hogueras donde habían asado la comida y en torno a las cuales habían bebido y bailado. Aquí y allí sonaba todavía entre los miles de ronquidos un balbuceo o una risa. Es posible que muchos aún estuvieran despiertos y siguieran bebiendo para nublar del todo los últimos rincones sobrios de su cerebro. Pero nadie vio a Grenouille, que sorteaba los cuerpos tendidos con cuidado y prisa al mismo tiempo, como si avanzara por un campo de lodo. Y si alguien le vio, no le reconoció. Ya no despedía ningún olor. El milagro se había terminado.

Cuando llegó al final del Cours, no tomó el camino de Grenoble ni el de Cabris, sino que fue a campo traviesa en dirección oeste, sin volverse a mirar ni una sola vez. Hacía rato que había desaparecido cuando salió el sol, grueso, amarillo y abrasador.

La población de Grasse se despertó con una espantosa resaca. Incluso aquellos que no habían bebido tenían la cabeza pesada y náuseas en el estómago y en el corazón. En el Cours, a plena luz del día, honestos campesinos buscaban las ropas de que se habían despojado en los excesos de la orgía, mujeres honradas buscaban a sus maridos e hijos, parejas que no se conocían entre sí se desasían con horror del abrazo más íntimo, amigos, vecinos, esposos se encontraban de improviso unos a otros en penosa y pública desnudez.

Muchos consideraron esta experiencia tan espantosa, tan inexplicable y tan incompatible con sus auténticas convicciones morales, que en el mismo momento de adquirir conciencia de ella la borraron de su memoria y después realmente ya no pudieron recordarla. Otros, que no dominaban con tanta perfección el aparato de sus percepciones, intentaron mirar hacia otro lado, no escuchar y no pensar, lo cual no resultaba nada sencillo, porque la vergüenza era demasiado general y evidente. Los que habían encontrado a sus familias y sus efectos personales, se marcharon de la manera más rápida y discreta posible. Hacia el mediodía, la plaza estaba desierta, como barrida por el viento.

Los ciudadanos que salieron de sus casas, lo hicieron al caer la tarde, para atender a los asuntos más urgentes. Se saludaron con prisas al encontrarse, y sólo hablaron de temas banales. Nadie pronunció una palabra sobre los sucesos de la víspera y la noche pasada. El desenfreno y el descaro del día anterior se había convertido en vergüenza. Y todos la sentían, porque todos eran culpables. Los habitantes de Grasse no habían estado nunca tan de acuerdo como en aquellos días. Vivían como entre algodones.

Muchos, sin embargo, por la índole de su profesión, tuvieron que ocuparse directamente de lo ocurrido. La continuidad de la vida pública, la inviolabilidad del derecho y el orden exigían medidas inmediatas. Por la tarde se reunió el concejo municipal. Los caballeros, entre ellos el Segundo Cónsul, se abrazaron en silencio, como si con este gesto conspiratorio quedara constituido un nuevo gremio. Decidieron por unanimidad, sin mencionar los hechos, ni siquiera el nombre de Grenouille, "ordenar el desmantelamiento inmediato de la tribuna y el cadalso del Cours y restablecer el orden en la plaza y los campos circundantes". Y acordaron desembolsar ciento sesenta libras para este fin.

A la misma hora celebró una sesión el tribunal de la "Prevotè". El magistrado acordó sin discusión considerar cerrado el "Caso G.", archivar las actas y abrir un nuevo proceso contra el asesino, hasta ahora desconocido, de veinticinco doncellas de la región de Grasse. El teniente de policía recibió orden de iniciar sin tardanza las investigaciones.

Al día siguiente ya lo encontraron. Basándose en sospechas bien fundadas, arrestaron a Dominique Druot, "maitre perfumeur" de la Rue de la Louve, en cuya cabaña se habían descubierto al fin y al cabo las ropas y cabelleras de todas las víctimas. El tribunal no se dejó engañar por sus protestas iniciales. Tras catorce horas de tortura lo confesó todo y pidió incluso una ejecución rápida, que se fijó para el día siguiente.

Se lo llevaron al alba, sin ninguna ceremonia, sin cadalso y sin tribunas, y lo colgaron sólo en presencia del verdugo, varios miembros del tribunal, un médico y un sacerdote. El cadáver, después de que la muerte se produjera y fuese constatada y certificada por el médico forense, fue enterrado sin pérdida de tiempo. Con esto se liquidó el caso.

De todos modos, la ciudad ya lo había olvidado y, por cierto, tan completamente, que los viajeros que en los días siguientes llegaron a Grasse y preguntaron de paso por el famoso asesino de doncellas, no encontraron ni a un hombre sensato que pudiera informarles al respecto. Sólo un par de locos de la Charitè, notorios casos de enajenación mental, chapurrearon algo sobre una gran fiesta en la Place du Cours a causa de la cual les habían obligado a desalojar su habitación.

Y la vida pronto se normalizó del todo. La gente trabajaba con laboriosidad, dormía bien, atendía a sus negocios y era recta y honrada. El agua brotaba como siempre de los numerosos manantiales y fuentes y arrastraba el fango por las calles. La ciudad volvió a ofrecer su aspecto sórdido y altivo en las laderas que dominaban la fértil cuenca. El sol calentaba. Pronto sería mayo. Ya se cosechaban las rosas.

CUARTA PARTE

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Grenouille caminaba de noche. Como al principio de su viaje, evitaba las ciudades, eludía los caminos, se echaba a dormir al amanecer, se levantaba a la caída de la tarde y reemprendía la marcha. Devoraba lo que encontraba en el campo: plantas, setas, flores, pájaros muertos, gusanos. Atravesó la Provenza, cruzó el Ródano al sur de Orange en una barca robada y siguió el curso del Ardéche hasta el corazón de las montañas Cèvennes y después el del Allier hacia el norte.

En Auvernia pasó muy cerca del Plomb du Cantal. Lo vio elevarse al oeste, alto y gris plateado a la luz de la luna, y olió el viento frío que procedía de él. Pero no sintió necesidad de escalarlo. Ya no le atraía la vida en una caverna. Había conocido esta experiencia y comprobado que no era factible vivirla. Como tampoco la otra experiencia, la de la vida entre los hombres. Uno se asfixiaba tanto en una como en otra. En general, no quería seguir viviendo. Quería llegar a París y morir allí. Esto era lo que quería.

De vez en cuando metía la mano en el bolsillo y tocaba el pequeño frasco de cristal que contenía su perfume. Estaba casi lleno. Para su aparición en Grasse había utilizado sólo una gota. El resto bastaría para hechizar al mundo entero. Si lo deseaba, en París podría dejarse adorar no sólo por diez mil, sino por cien mil; o pasear hasta Versalles para que el rey le besara los pies; o escribir una carta perfumada al Papa, revelándole que era el nuevo Mesías; o hacerse ungir en Notre-Dame ante reyes y emperadores como emperador supremo o incluso como Dios en la tierra… si aún podía ungirse a alguien como Dios…

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