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También Papon lo supo. Y sus puños, que aferraban la barra de hierro, temblaron. De repente sintió debilidad en sus fuertes brazos, flojedad en las rodillas y una angustia infantil en el corazón. No podría levantar aquella barra, jamás en toda su vida sería capaz de descargarla contra un hombrecillo inocente, oh, temía el momento en que lo subieran al cadalso.

Se estremeció. El fuerte, el grande Papon tuvo que apoyarse en su barra asesina para que las rodillas no se le doblaran de debilidad.

Lo mismo sucedió a los diez mil hombres, mujeres, niños y ancianos reunidos allí: se sintieron débiles como doncellas que ceden a la seducción de su amante. Les dominó una abrumadora sensación de afecto, de ternura, de absurdo cariño infantil y sí, Dios era testigo, de amor hacia aquel pequeño asesino y no podían ni querían hacer nada contra él. Era como un llanto contra el cual uno no puede defenderse, como un llanto contenido durante largo tiempo, que se abre paso desde el estómago y anula deforma maravillosa toda resistencia, diluyendo y lavando todo. La multitud ya era sólo líquida, se había diluido interiormente en su alma y en su espíritu, era sólo un líquido amorfo y únicamente sentía el latido incesante de su corazón; y todos y cada uno de ellos puso este corazón, para bien o para mal, en la mano del hombrecillo de la levita azul: lo amaban.

Grenouille permaneció varios minutos ante la portezuela abierta del carruaje, sin moverse. El lacayo que estaba a su lado se había puesto de hinojos y se fue inclinando cada vez más hasta adoptar la postura que en Oriente es preceptiva ante el sultán o ante Alá. E incluso en esta actitud temblaba y se balanceaba y hacía lo posible por inclinarse más, por tenderse de bruces en la tierra, por hundirse, por enterrarse en ella. Hasta el otro confín del mundo habría querido hundirse como prueba de sumisión. El oficial de la guardia y el teniente de policía, ambos hombres de impresionante físico, cuyo deber habría sido ahora acompañar al condenado al cadalso y entregarlo al verdugo, ya no eran capaces de ningún movimiento coordinado. Llorando, se quitaron las gorras, volvieron a ponérselas, las tiraron al suelo, cayeron el uno en brazos del otro, se desasieron, agitaron como locos los brazos en el aire, se retorcieron las manos, se estremecieron e hicieron muecas como aquejados del baile de san Vito.

Los notables de la ciudad, que se encontraban un poco más lejos, demostraron su emoción de modo apenas más discreto. Cada uno dio rienda suelta a los impulsos de su corazón. Había damas que al ver a Grenouille se llevaron los puños al regazo y suspiraron extasiadas; otras se desmayaron en silencio por el ardiente deseo que les inspiraba el maravilloso adolescente (porque como tal lo veían). Había caballeros que saltaron de su asiento, volvieron a sentarse y saltaron de nuevo, respirando con fuerza y apretando la empuñadura de su espada como si quisieran desenvainarla, y apenas iniciaban el ademán, volvían a guardarla con ruidoso rechinamiento de metales; otros dirigieron en silencio los ojos al cielo y juntaron las manos como si orasen; y monseñor, el obispo, como si tuviera náuseas, inclinó el torso y se golpeó la rodilla con la frente hasta que la birreta verde le resbaló de la cabeza; y no es que sintiera náuseas, sino que se entregó por primera vez en su vida a un éxtasis religioso, porque había ocurrido un milagro ante la vista de todos, el mismo Dios en persona había detenido los brazos del verdugo al dar apariencia de ángel a quien parecía un asesino a los ojos del mundo. Oh, que algo semejante ocurriera todavía en el siglo XVIII. Qué grande era el Señor. Y qué pequeño e insignificante él mismo, que había lanzado un anatema sin estar convencido, sólo para tranquilizar al pueblo. Oh, qué presunción, qué poca fe. Y ahora el Señor obraba un milagro. Oh, qué maravillosa humillación, qué dulce castigo, qué gracia, ser castigado así como obispo de Dios.

Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Grenouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites, los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.

La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.

Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste Grenouille, nacido sin olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado, cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera… había conseguido ser estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? Amado. Venerado. Idolatrado. Había llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en la cuna y que sólo a él le había sido negada. Más aún. La había prendido él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie -ni a un padre, ni a una madre y todavía menos a un Dios misericordioso-, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y le adorarían a él, el Gran Grenouille.

Sí, "era" el Gran Grenouille. Ahora quedaba demostrado. Igual que en sus amadas fantasías, así era ahora en la realidad. En este momento estaba viviendo el mayor triunfo de su vida. Y tuvo una horrible sensación.

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