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De regreso en Venecia, se emborrachó tanto que vio a Jesús. Había estado mirando demasiada pintura renacentista.

Nunca había visto a May tan hermosa. Tenía un parecido impresionante con la Madonna de Bellini.

Tres meses atrás, después de la famosa noche del descubrimiento, había regresado a su casa y se había zambullido en la cama. En su cabeza continuaba sonando la última nota de posibilidad. Cada vez que cerraba los ojos se le aparecían instantáneamente los signos y los símbolos en tiza.

– He terminado May -le dijo-. Basta ya de investigación. Fini.

Luego la abrazó y temblando colocó la cabeza junto a la tibieza de May, De algún modo, debido al amor puro que le profesaba, encontró la fuerza para no decirle nada más. Había descubierto la forma de fraccionar la exhalación, de desintegrarla, aunque era posible que algún otro científico del mundo lo consiguiera.

Empero, había dado un paso más.

La última nota tenía en su cabeza el sonido final perfecto de la sinfonía entera.

Se preguntaba si Chávez también había visto la posibilidad. No obstante tenía sus dudas. Todavía perduraba en su mente un gigantesco salto con respecto a lo que había escrito en el pizarrón.

Pasaban las horas en la terraza de Danieli, contemplando Venecia, tal vez el panorama más hermoso y civilizado del mundo. Entre los turistas, ubicadas en distintas mesas, había varias personas cuyos rostros les eran familiares, y que aparentaban distraerse. La CIA, la KGB, la SDEC -los servicios secretos de las potencias nucleares- debían de haberse vuelto locos con su comportamiento errante de los últimos seis meses. Alcohol. Sexo. Odio. Todo estaba allí y era una buena señal de deserción. Solamente existía un problema. ¿Cómo desertar de sí mismo?

May era una turista concienzuda y tenía opiniones sólidas. Los cielos de Tiépolo están tan llenos de figuras que vuelan, que se parecen a una gran congestión de tráfico. No creo que Jesús fuese realmente débil y manso como lo muestra el Renacimiento; apuesto a que el establishment, es decir la Iglesia y los príncipes querían que el pueblo se sometiese y no se rebelase, y por eso mostraban a Jesús con la cabeza gacha, para que tomaran su ejemplo. Propaganda. Jesús era un verdadero hombre, un disidente y un rebelde.

A Mathieu le gustó la idea.

– El parecido más próximo que se puede encontrar con Jesús es el de los iconos bizantinos -le replicó, como queriendo decir: "conocí al sujeto personalmente"-. Jesús era todo rayos y truenos. Sabía lo que iba a suceder. Les dio una oportunidad, y la hicieron desaparecer. Sabía que las cosas serían así.

– ¿Cómo?

Conducían a Albert entre los olivares y viñedos de Perugia. El auto tenía una marcha notablemente suave. Tal vez tenía algo que ver con el buen Albert que había manejado un taxi durante cuarenta años. Era asombroso el poco escape que había. El motor había sido convertido con gran éxito y la aleación de pascalita tenía un coeficiente de pérdida muy bajo. Lo que se dice sobre el poderoso individualismo y el espíritu indomable de los franceses es sólo un disparate. Son iguales a los rusos y a los chinos. Una vez que se conoce la fórmula no existe ninguna diferencia. Y los norteamericanos… Todos hablan sobre su individualismo rudo, pero la forma en que se los convierte es una hermosura.

– ¿Por qué te ríes, Marc?

– Justicia poética -murmuró-. Tenía que llegar a eso.

– ¿A qué?

– Nada. Dios es severo pero es justo. Les concedió dos mil años y luego me los dio a mí. Se les permitió toda clase de oportunidades y las desperdiciaron. Así que ahora.

Tenía que tener cuidado. Demasiado Chianti. No había por qué despertar otra vez las sospechas de May. Estaba feliz y creía firmemente que Mathieu bebía porque había fracasado. Pensaba que el asunto de la exhalación había resultado ser la vieja y conocida energía nuclear. Sonriente y alegre. La luz de Italia se comportaba como si hubiera robado alguna de las aureolas brillantes que los santos llevan sobre la cabeza. May manejaba, sabía que Albert era solamente el nombre que le habían dado al auto y no había nada de humano -es decir, nada de inhumano- al respecto.

Regresaron a Venecia bajo una de esas tormentas de la primavera italiana que son tan luminosas, tan exageradamente expresivas en su despliegue operístico, tanto que siempre se está esperando que se transformen en un aria de Puccini. Toda la tormenta era Puccini, y el estampido de un trueno resonó tan hermoso, en un basso profundo, que Mathieu sintió la necesidad de tomar el programa para buscar el nombre del cantante.

Habían alquilado una góndola, estilo siglo dieciocho, que tenía una cabina para el amore cubierta por un dosel negro, destinada a los amantes que tenían mentalidad histórica. Estaban por embarcarse después de haber visitado la Academia -a Mathieu le era imposible saber si el revolcarse en la cultura y en la belleza producida por el hombre, era un esfuerzo que hacía buscando una coartada para calmar su conciencia atormentada, o si era puro masoquismo -cuando May le tocó el hombro suavemente. Debajo del dosel estaba sentado Starr vestido con un horrible impermeable verde espinaca y comiendo maníes. La cara tenía el encanto de un puño cerrado. Llevaba el pelo cortado casi al rape y la chatura de los rasgos hacía que las orejas pequeñas y caprichosamente curvadas sobresalieran en forma particularmente notoria y desagradable. Los ojos eran tan pálidos que cortaban las sombras como si fueran vidrio. La primera reacción de Mathieu fue de simpatía. Le gustaba la gente que lo odiaba francamente. Resultaba grato tener algo en común.

– Hola, señorita Devon.

May se tomó del brazo de Mathieu. La góndola se mecía suavemente. Los vapórenos la salpicaban. Llevaban carteles que decían: SALVE A VENECIA DEL HUNDIMIENTO. Starr tomó una revista que tenía sobre las rodillas.

– Profesor, escuche esto -dijo-. Es un editorial. "El equilibrio del poder es precario; está siempre a merced de un nuevo avance tecnológico, de un nuevo descubrimiento. Un científico de genio representa un peligro potencial para las grandes potencias…"

Starr dejó la revista y mordió un maní.

– Actualmente, Francia, Norteamérica, Rusia y Gran Bretaña utilizan aproximadamente veinte agentes que están en actividad y completamente dedicados a protegerlo. El viajecito por Italia les cuesta doscientos mil dólares a los contribuyentes norteamericanos. Sin embargo, incluso así, usted sigue siendo un riesgo.

No se sabe qué es lo que piensa hacer, o para quién. Hasta ahora ha jugado limpio brindando información sobre su labor a todas las grandes potencias. Bien. Pero, repentinamente, ha dejado de hacer eso y está tramando algo. No sabemos de qué se trata. Presumimos que tuvo éxito en fraccionar la exhalación, desintegrándola, es decir consiguiendo la escisión y el control absoluto. Con tiempo, y la ayuda de nuestras mentes científicas más calificadas, conseguiremos alcanzarlo, pero ahora cualquier país que usted elija para trabajar tendrá una ventaja inmensa sobre los demás. Por supuesto, su elección inclinará de inmediato la balanza del poder a favor de Occidente o de Oriente, según su capricho… Ninguno de nosotros puede sentarse a esperar que esto suceda.

– Per piacere, ¿Hacia dónde vamos? -preguntó la voz del gondolero desde afuera.

Starr partió un maní. Mathieu miró a May de reojo, sin girar la cabeza. Su cara le recordó a la Desconocida del Sena, la máscara mortuoria de una muchacha desconocida que habían encontrado ahogada en el Sena y que formaba parte de la leyenda de París… Tenía la serenidad del más allá; más allá del miedo y de la angustia; más allá de toda incertidumbre y dolor. El rostro estaba vacío y helado. Su falta de expresión -una calidad de ausencia, de heladas desolaciones- llevaba consigo una sorprendente, improbable pero inequívoca sugestión de paz interna, casi de serenidad, como si al verse liberada de la duda y habiendo alcanzado por fin el reino que está más allá de los límites de las emociones y de la tolerancia, estuviera descubriendo la secreta fuente de la fuerza que aguarda a menudo a los que llegan al final del sendero.

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