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May sonrió otra vez. -Digamos que eso pertenece a mi conciencia y es mi problema. No estoy hablando de eso. Lo que quiero decir es que me dirigí a la gente de CÍA porque pensé que el gobierno de los Estados Unidos todavía era un gobierno cristiano y que tomaría alguna medida en contra. Que haría algo para… impedir esta contaminación última. Todo lo que hicieron los Estados Unidos de Norteamérica fue meterse en esto. Se metieron lo mismo que lo hicieron en Vietnam.

– May, es un mundo de realidades duras y sin piedad. Sabes que existe una cosa llamada equilibrio de poder. Ningún presidente de los Estados Unidos puede permitir que el bloque comunista, para no mencionar a China, gobierne al mundo, lo que indudablemente harían si les permitimos que nos sobrepasen en el campo de la energía. No tenemos alternativa.

– Sí, equilibrio de poder -musitó amargamente y, por primera vez, desde que Starr la conocía, tenía una nota de odio en la voz.

Se encogió de hombros.

– Todo lo que puedo repetir es que eres libre. No tienes por qué venir aquí nunca más. Los Estados Unidos de Norteamérica…

Starr rió.

– ¡Oh, diablos! En el mismo momento que el tono serio se apodera de mi voz, sé que ya estoy postergado para ser ascendido. Me veo a mí mismo hablando con algún agente, detrás del escritorio, con firmeza paternal… Sólo déjame saber si realmente has terminado, May, o si no es más que un desahogo verbal.

Un rayo de sol alcanzó a las naranjas que estaban sobre las rodillas haciéndolas brillar.

El departamento de dos habitaciones en donde se encontraban dos veces a la semana, estaba situado en la Ile St. Louis. Se subía por la escalera hasta el sexto piso. El departamento estaba enteramente decorado en chintz de tonos rosas y celestes. Starr se lo alquilaba a un viejo camarada inglés. Sobre el techo, el arrullo pegajoso de las palomas de París era el complemento de los cupidos voladores del papel que cubría las paredes y el interior estaba lleno de frágiles bibelots, una especie de angustia de porcelana.

Ahora había lágrimas en los ojos de May.

– Desearía ayudar. Tarde o temprano, Jack, te ordenarán matarlo y querrás que te ayude.

– Vamos. Si hay algo que el mundo ha aprendido, es que es imposible detener el avance implacable de la ciencia. La investigación pertenece a la naturaleza del cerebro humano. La aventura es llevarla hasta el final.

– Como se lo proponen -agregó.

– Querida, los agentes de inteligencia norteamericanos somos gente sencilla. No hemos sido preparados para considerar a Dios como subversivo.

Miró a la muchacha y se encontró enredado en una mezcla de azul y de lágrimas.

– Vamos, May, vamos…

– Jack, ¿alguna vez has sentido inclinación por esos objetos?

– Claro. En MIT ya han fabricado unos cuantos.

– ¿No encuentras que son cautivantes?

Starr se congeló.

– Tonterías.

Su deber de hermano mayor estaba en parecer irónico y dar confianza; pero la muchacha tenía razón. Cada vez que había estado cerca de uno de los artefactos, invariablemente había experimentado una tristeza extraña, un momento de angustia, casi desesperación. Lo había atribuido a su aversión por lo desconocido, reacción de un hombre altamente racional.

– ¿Qué es cautivante?

– La cosa de adentro que se las arregla para comunicarse…

– Necesitas descansar.

– Tiene un escape.

– ¿QUÉ?

– El sufrimiento allí dentro es tan grande que parte del mismo consigue escaparse y llegar hasta uno…

– Escucha, May…

La voz de Starr tenía un tono agudo y de enojo.

– A través del mundo, millones de seres viven en el sufrimiento y en la angustia, que no tienen un escape. Quiero decir, no llega hasta nadie. No es cautivante, como dices. Así que basta. Puede que haya algunos perniciosos efectos secundarios. Puede que haya algún filtraje químico, envenenamiento de plomo o algo parecido, que sea dañino para el sistema nervioso; sin embargo es parte del problema general de la contaminación que hoy en día estamos contemplando y que conseguiremos dominar. Son modelos experimentales y se los podrá mejorar.

Mientras se cubría los ojos con una mano, ahora sollozaba, en silencio, histéricamente y sin lágrimas.

Entonces, Starr advirtió el reloj pulsera. Nunca había visto que May lo llevase puesto antes. Era nuevo y diferente. Hecho torpemente con una aleación de un perlado pálido, que conocía bien. Es que sería…

– Será mejor que te vayas. Toupoff está esperando.

May miró el reloj.

– Es nuevo, ¿verdad? -le preguntó Starr con indiferencia.

– Me lo dio Marc ayer. No es preciso darle cuerda.

– Muy bonito.

– Pero algo sucede con el vidrio. No se puede ver a través de él. Como si lo impidiera una especie de humedad.

– Dámelo. Haré que te cambien el vidrio.

Se lo sacó y se lo dio. Starr la besó en la frente, odiando el despliegue de falsedad paternal. De pronto sintió odio de su propio rostro, de su chata y endurecida tirantez, de los labios angostos, de los pálidos ojos fríos, de su inercia. Destrucción. Era lo que mostraba su cara. Destrucción. El matadero. Uno trata firmemente, con demasiada fuerza, de librarse del romanticismo juvenil que se lleva dentro y, entonces, ¿qué sucede? Uno lo consigue, es lo que sucede. Y en la cara se nota para siempre. Se vuelve de piedra.

– Saludos a nuestro amigo ruso.

Le sonrió.

Era la primera vez que CIA y KGB cooperaban y la cosa no andaba bien.

– Ten cuidado.

– ¿Estás bromeando?

Se dio vuelta a mirarlo desde la puerta y se encogió de hombros. Luego se fue y Starr se quedó solo, allí, de pie, entre todo el conjunto de cupidos color rosa y el murmullo de las palomas.

No había ninguna duda de que la aleación de pascalita de los envases dejaba mucho que desear, y que parte de la exhalación se filtraba. Los científicos del MIT lo sabían. Un problema de la radiación o lo que fuese. Física. Y era perjudicial. Habían ocurrido casos de alucinaciones, visiones, efectos colaterales religiosos y culturales, obras de arte que surgían de la nada, ecos de sinfonías, irrupciones de sonido y de color… En realidad, peor que el LSD. Actuaba como una extravagante droga cultural y había que ponerle fin antes de que la juventud se apoderara de ella.

¡Oh, bien! Supongo que lo arreglarán de alguna manera, pensó. Le harán una hendidura, y nadie sentirá nada, y a nadie le importará un bledo.

En la calle, sacó el reloj del bolsillo y se agachó para tirarlo dentro de la alcantarilla. Pero, entonces, ocurrió un hecho gracioso. No podía decidirse a tirarlo. Una especie de instinto, última etapa de su propia estimación. Física o no, la maldita cosa tenía algo de humano, arrojarlo en la cloaca sería como cometer una atrocidad. Como la destrucción de los civiles en Vietnam. Otra vez el efecto colateral, pensó Starr. Trató de volverse de acero. Un militar no podía permitirse vuelos de imaginación. Empero no podía decidirse a tirar el reloj en la cloaca. No tenía nada que ver con el sentimentalismo. Era más bien una cuestión de buenos modales -sí, buenos modales- como quitarse el sombrero cuando había damas presentes. Dejó el reloj sobre la mesa de un café de la calle des Écoles y se fue. Enseguida se sintió mejor.

No había ninguna duda al respecto. La maldita cosa era cautivante.

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