– ¿Es aquí? ¿Por qué aquí, qué tiene de diferente éste de los demás? ¿Esto es lo que buscabas, Mauro, un estanque?
– Si hay algo que no soporto de la juventud es la avalancha de preguntas sin sentido -respondió el viejo templario.
– No es igual a los demás, Guillem -apuntó Abraham-. Éste tiene una peana en el centro, y estoy seguro de que los demás carecían de ella.
– Y su forma es diferente, muchacho, éste es redondo y los demás eran cuadrangulares o cuadrados -añadió Arnau observando con atención el estanque.
– Está bien, está bien, me rindo ante la perspicacia de la senectud. Y ahora, mis sabios amigos, ¿qué se supone que hay que hacer?
– No me ha gustado nada lo de senectud, muchacho -respondió Mauro-. Y se supone que eres tú, y no nosotros, quien sabe lo que hay que hacer.,
Los tres viejos se lo quedaron mirando con curiosidad, un tanto divertidos ante la perplejidad del joven.
– Siempre tienes la posibilidad de quedarte con tu enfado y melancolía, Guillem, pero si nos dices lo que hay que hacer, quizá nosotros… -Abraham lo contemplaba con afecto y ternura.
– ¿Qué te ha dicho Bernard? -interrogó Mauro.
– ¡Maldita sea, Mauro! Bernard está muerto, no puede decirme nada.
– Estás equivocado, te escribió una carta, yo te la hice llegar. Y también te mandó algo más.
– ¿Por qué no nos lo cuentas, Guillem? Es posible que podamos ayudarte, puedes confiar en nosotros. -El boticario intentaba convencerlo.
– ¿No has aprendido nada allá arriba, en el Santuario Madre, Guillem? -inquirió Mauro con firmeza-. Qué importa la vida o la muerte: Bernard te escribió, te dio instrucciones. No eran las palabras de un hombre muerto, y tú te obstinas en el dolor de la pérdida, en el dolor de tu propia soledad. Bernard está vivo, esté donde esté, y te sigue hablando, muchacho, y seguirás ciego en tanto no puedas escucharlo. Está aquí, con nosotros. ¿Por qué yo puedo percibirlo y tú no?
Guillem se sentó en la orilla del estanque, mirando sus aguas, y de repente empezó a hablar de Timbors y de su muerte, de la carta de Bernard, del Santuario Madre. Los tres hombres se acercaron a él, rodeándolo, escuchándole con atención, sin interrumpirle, comprendiendo su tristeza.
– Eso es todo. Lo único que no puedo explicaros es la naturaleza de los pergaminos. Bernard echó sobre mis espaldas esa responsabilidad.
– ¡Mi pobre muchacho! Qué desgraciada muerte la de esa hermosa joven, qué extraña liberación y cuánto dolor para ti. -El boticario tenía lágrimas en sus ojos.
– Guillem, Guils confiaba en ti, sabía que tus espaldas soportarían el peso de la responsabilidad. No debes estar enfadado con él. Yo descargaré ese peso y llevaré la mitad, muchacho. -Mauro intentaba transmitirle algo, cogía su brazo con calidez y le miraba con tristeza. Guillem se dio cuenta, de repente, de que Mauro sabía la verdad, conocía la naturaleza de los pergaminos. Comprendió que aquella mirada le comunicaba el mismo dolor que él sentía, que Bernard había recurrido a su viejo Maestro en busca de consejo y guía, y que lo había encontrado. Ahora se lo ofrecía a él, sin interferir en sus decisiones, regalándole la libertad de una confianza absoluta. Sí, el viejo Mauro tenía razón, el dolor le había cegado completamente, Bernard estaba allí, más vivo que nunca, con la mano tendida, esperando simplemente que él alargara la suya.
La enfermería del convento era una luminosa sala cerca del huerto, tres camas se alineaban de forma ordenada en el muro, recibiendo la luz que entraba por los ventanales de la pared contraria. Fray Pere de Tever yacía en una de ellas, con una de sus piernas rígidas por los vendajes.
– Os agradezco mucho vuestra visita, frey Dalmau, sois muy amable.
– Quería tranquilizaros, poneros al corriente de los últimos acontecimientos. -Dalmau estaba sentado en una silla, delante del enfermo.
– ¿El anciano Abraham está bien? -Fray Pere tenía los ojos excitados.
– Podéis descansar tranquilamente, mi querido joven, Abraham está perfectamente bien y no hay ningún peligro que le aceche.
– ¿Aquel hombre perverso, el caballero francés…?
– Ha muerto, fray Pere, ya no podrá perjudicar a nadie, pero decidme, ¿cómo os encontráis?
– Me siento mucho mejor, pero el hermano enfermero desea que esté aquí unos días más, sin mover la pierna. Es muy aburrido. Frey Dalmau, ¿qué le han hecho al pobre fray Berenguer? Nadie quiere decirme nada.
– Está en un buen lío, me temo -contestó Dalmau.
– ¡Dios mío, todo es por mi culpa! -Las lágrimas asomaron a los ojos del joven fraile.
– No, fray Pere, vos no tenéis ninguna culpa de lo que ocurre, su desmedida ambición ha sido la única causante de su desgracia. He hablado con vuestro superior, fray Berenguer fue utilizado por gente perversa que se aprovechó de su orgullo, y ése es su único pecado, joven. Merece un castigo, aunque no sea el que le tenían reservado, por lo tanto no creo que tarden mucho en sacarlo de la mazmorra en que se halla. Su castigo será consecuente con su pecado. Me han dicho, aunque sólo son rumores, que sus superiores tienen la intención de enviarlo a un convento alejado, tan alejado que ni siquiera recordaban el nombre.
– ¡Pobre fray Berenguer! -exclamó fray Pere.
– Vuestra misericordia os honra, pero tengo entendido que fray Berenguer va a salir de la mazmorra con su orgullo muy menguado, lo cual es una buena noticia.
– Quiero que me hagáis un favor, frey Dalmau. Deseo que comuniquéis mi agradecimiento al templario que me salvó la vida en la cripta. Si no hubiera sido por él, estaría muerto en aquellos laberintos. Decidle que rezaré por él hasta el día en que me muera.
– ¿Un templario os salvó la vida? ¿Cómo fue eso?
Fray Pere de Tever pasó a explicarle, con todo lujo de detalles, su odisea por la cripta de la nueva iglesia. Dalmau le escuchaba con atención, perplejo ante aquella nueva historia. ¿Giovanni haciéndose pasar por un templario?, ¿perdiendo el tiempo en salvar a un mozalbete? Porque no había ninguna duda, por la descripción del joven fraile, sólo podía tratarse de Giovanni. «Los caminos del Señor son muy oscuros», pensó Dalmau.
– No os preocupéis. Comunicaré a frey Giovanni vuestro agradecimiento. ¿Tenéis pensado lo que haréis en cuanto estéis bien?
– Volveré a mi convento, frey Dalmau. Me gusta mi trabajo e incluso encuentro a faltar a mis hermanos. Ayer vinieron a visitarme, hicieron un largo viaje sólo para comprobar que estaba bien y para mostrarme su afecto.
Dalmau salió del convento con aspecto pensativo, el comportamiento humano siempre había sido un enigma difícil de resolver. Sonrió al pensar en el astuto espía papal, Giovanni, en socorro de jóvenes frailes perdidos en subterráneos. Giovanni, cuyo único precio era convertirse en templario. Giovanni, convertido en un Bernard sediento de venganza… ¡Por los clavos de…! Detuvo la maldición en su mente, Jacques le había contagiado el gusto por las blasfemias y se temía que alguna otra cosa más. Lanzó un profundo suspiro de satisfacción al pensar en el día siguiente, se levantaría temprano, como siempre, pasearía hasta su mesa del alfóndigo, disfrutando del aire frío del alba, ordenaría sus papeles y no dejaría de vigilar a sus competidores. ¡Bendita rutina, que lo alejaba de la tentación! Jacques tenía razón, alguien tenía que hacer el trabajo sucio, alguien que supiera hacerlo sin que su espíritu se atormentase. Simplemente, en muchas ocasiones, él daba las órdenes. ¿No era esto también una forma de mancharse las manos? Bernard se lo había aconsejado hacía ya muchos años, «aléjate de esto, Dalmau, te está matando por dentro, dedícate a lo que sabes hacer. Organiza nuestro trabajo, desde lejos, conviértete en cabeza y deja para nosotros las manos y los pies». Y le había hecho caso, aunque siempre les echó de menos, las atronadoras carcajadas del Bretón y Bernard, irreverentes y, en ocasiones, obscenas. Sí, cada uno a su trabajo, Dios los protegería igual a todos, sin diferencias. Los hombres eran los únicos que las establecían.