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Barcelona, la gran potencia marítima, que hacía la competencia a venecianos, pisanos y genoveses, que construía grandes naves en sus atarazanas, tardaría casi dos siglos en poseer un puerto en condiciones. La urbe, que se expandía fuera de sus viejos límites, tenía una población que ya excedía los treinta mil habitantes.

Bernard Guils oyó los gritos de los marineros, anunciando la llegada a la ciudad. Intentó levantarse del jergón donde había permanecido los últimos días, deshecho, vomitando lo que ya no tenía en el cuerpo, escondido de los demás pasajeros y de la tripulación para que nadie pudiera contemplar su debilidad. Le fallaba la vista de su único ojo, como si una fina cortina de tul se hubiera descolgado de algún lugar misterioso. Sentía cómo sus entrañas se retorcían produciéndole un dolor agudo y, a veces, insoportable.

«Dios mío -pensó-, dame fuerzas para llegar a puerto y después haz conmigo lo que te plazca, pero necesito llegar a tierra.»

Sabía que no se trataba de un simple mareo. En sus numerosos viajes le habían informado de aquel mal que convertía a los hombres más fuertes en pobres criaturas inútiles e incapaces del mínimo esfuerzo. No, lamentablemente, no era ése el mal que le hacía sufrir de aquella manera, era peor. Mucho peor.

Se obligó a levantarse, y consiguió caminar casi a rastras, con los labios apretados en una fina línea recta, intentando controlar la náusea, el dolor de un hierro candente en sus entrañas. Angustiado, palpó el paquete que todavía guardaba en su camisa comprobando que seguía allí, empapado del sudor que transpiraba todo su cuerpo.

La realidad se impuso con toda su fuerza en la mente de Guils. Se estaba muriendo, ninguna nueva vida le estaría esperando al bajar a tierra, ya no sabría nunca qué se había hecho de su familia, de sus hermanos carnales, de la gran casa rural donde había nacido. Todo se desvanecía con rapidez, finalmente aquellos que le perseguían habían dado con él, pero se había enterado demasiado tarde. Lo único que le quedaba por hacer era un esfuerzo sobrehumano antes de morir, pensar rápidamente y con claridad.

Cerró los ojos con fuerza, casi sin aliento, pero la única imagen que aparecía en su mente con diáfana nitidez era Alba, su hermosa yegua árabe que tantos años había compartido con él, tantos sufrimientos y victorias. Vio su mirada cuando cayó herida de muerte, la mirada más dulce que jamás nadie pudo imaginar y sintió el mismo dolor que le traspasó en el momento de sacrificarla para que no sufriera. Y parecidas lágrimas a las de entonces inundaron su rostro. Allí estaba, moviendo la crin en un gesto de reconocimiento.

– ¿A qué esperas, amigo Bernard? Aquí estoy, aguardando tu llegada -parecía decir, con la misma dulzura en la mirada. Subió a cubierta, arrastrándose, como un borracho perdido en sus fantasías alcohólicas. Respiró el aire puro intentando reponer unas fuerzas que le abandonaban y vio, entre nieblas, la cara del anciano judío, inclinado sobre él con expresión preocupada.

– Guils, Guils, Guils…, parecéis enfermo, necesitáis ayuda. Abraham le pasó un brazo por la espalda intentando que se incorporara y Guils comprobó que el anciano todavía conservaba una gran fuerza en los brazos. Pensó que la Providencia le proporcionaba un inesperado, si bien extraño, camino.

– Debéis ayudarme a llegar a tierra, amigo mío, es imprescindible que desembarque… llegar a tierra… -Sus palabras sonaron confusas, le costaban esfuerzo y dolor. Tenía que confiar en Abraham, no había elección.

– Os ayudaré, podéis estar seguro, Guils.

– Creo que me han envenenado, Abraham, no me queda mucho tiempo de vida, ayudadme a bajar a tierra.

Abraham dejó a Guils apoyado en el castillo de popa y corrió en busca de agua. Después, abrió con rapidez su bolsa y mezcló unos polvos de color dorado en el líquido.

– Tomad esto, Guils, os ayudará a calmar el dolor para que podáis desembarcar. Después os llevaré a mi casa, soy médico, os pondréis bien.

Bcrnard Guils bebió el remedio despacio. Tenía que pensar, sólo quería pensar con claridad. Su brazo apretaba con fuerza el paquete que llevaba consigo, como si toda su energía se concentrara en aquel gesto de protección. Oyó a uno de los tripulantes avisar de la llegada de una barca para recoger a los pasajeros y llevarlos a la playa y, ayudado por Abraham, logró incorporarse a medias.

– Ánimo Guils, apoyaos en mí, podéis hacerlo. -El anciano le sostuvo con fuerza y le obligó a dar unos pasos. Guils sintió las piernas entumecidas, muertas, pero siguió adelante, hacia el lado de estribor, donde los pasajeros hacían cola para desembarcar.

Fray Berenguer de Palmerola, en primera fila, contempló cómo Guils se aproximaba con dificultad, casi llevado en volandas por el judío.

– Mercenarios borrachos y herejes judíos -dijo sin un asomo de piedad-, qué puede esperarse de una ralea maldecida por el propio Dios. Es indigno que me obliguen a viajar en compañía de tanta escoria, tendría que escribir al propio rey para que solucione tan espantoso dilema.

A fray Pere de Tever, sin embargo, no le impresionaron los comentarios de su viejo hermano, no creía que Guils estuviera borracho, ni mucho menos. Parecía enfermo, muy enfermo. Cuando aquellas dos tristes figuras se acercaron a ellos, fray Pere se ofreció a ayudar a Abraham con su pesada carga y su espontánea decisión le costó una horrorizada y furiosa mirada de fray Berenguer. Pero el joven fraile estaba realmente harto del comportamiento de su superior, de su furia destructora. Aquellos últimos días, la ciega rabia de su hermano contra el judío le había hecho reflexionar y se juró a sí mismo que jamás, pasara lo que pasase, se convertiría en alguien tan desagradable como fray Berenguer.

Bajar a Guils hasta la barca fue una operación difícil y complicada que exigió la colaboración de pasajeros, tripulantes y del propio barquero. Incluso Camposines ayudó, olvidando por unos momentos su preciosa carga. La embarcación se dirigió a la costa, en tanto Bernard Guils perdía el conocimiento en brazos de Abraham. D'Aubert, en la proa, no pudo evitar sentir la satisfacción de la malicia. Menudo mercenario, rió para sí, tan orgulloso y prepotente, borracho perdido en brazos de un judío, eso sí que tenía gracia. Se alegraba de la desgracia de Guils, le hacía sentirse realmente bien y, aderezada con un poco de imaginación, aquella historia podía convertirse en una buena narración de taberna. Sí, él y Guils enfrentados en una competición para probar su resistencia con el vino, vaso tras vaso, él sereno y sin perder la compostura, bebiendo sin vacilaciones, Guils, hecho un guiñapo al tercer vaso, tambaleante y balbuciente… sí, realmente, sería una buena historia.

Al llegar a tierra, la operación de desembarcar a Guils volvió a ser ardua. No había recobrado el conocimiento y su alta estatura requirió la ayuda de todos los que pudieron correr a auxiliar, a parte de los pasajeros que se afanaban en la tarea. Todos menos fray Berenguer que, sin esperar a su joven ayudante, saltó de la embarcación sin detenerse ni un momento. Bernard Guils, tendido en la playa con Abraham a su lado, era la imagen del desvalimiento.

El anciano judío contempló al moribundo con compasión y preocupación a la vez. Miraba a su alrededor, buscando a algún compañero de Guils, alguien que esperara su llegada. La urgencia del enfermo por bajar a tierra le había hecho pensar que había alguien para recibirle, pero no encontró a nadie, únicamente la frenética actividad que la llegada de una nave producía.

«Bien -pensó-, hay que llevar a este hombre a un lugar adecuado, quizás aún es posible que le queden esperanzas de vida.» Desconocía el tipo de veneno que le habían suministrado, pero podía intentar encontrar un antídoto, algún remedio que devolviera a aquel hombre a la vida. Sin embargo, no se hacía muchas ilusiones, aquella ponzoña hacía días que atacaba el organismo de Guils, mientras permanecía tirado en el jergón, sin pedir ayuda, muriendo en la más completa soledad.

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