Литмир - Электронная Библиотека

Firmó unos despachos y mandó llamar a Giovanni, era la única persona en la que podía confiar. Llevaba tantos años con él que ni tan sólo recordaba con precisión el tiempo transcurrido. Conservaba la imagen de un jovencito muy atractivo, casi un niño. Su propia familia, gente de la baja nobleza con ínfulas aristocráticas, se lo habían entregado a cambio de algunos favores. Lo había moldeado a su gusto, educado bajo una estricta supervisión para que sirviera fielmente sus intereses privados y públicos. Y aquel experimento había funcionado con Giovanni, se había convertido en su perro más leal, sin más ambiciones que satisfacer a su amo. En cambio, con D'Arlés, aquel maldito bastardo del demonio…

– Monseñor. -Giovanni entró en la estancia con un breve saludo de cabeza.

– Mi querido Giovanni, tenemos un problema grave. Uno de esos problemas que tú siempre solucionas a la perfección.

– ¿Un problema, Monseñor? ¿Uno solo?

– Veo que no pierdes el sentido del humor y me alegro, Giovanni. En esta situación, otros ya se habrían ahorcado. ¿Sabes algo de D'Arlés?

– Si éste es el problema, Monseñor, todos mis hombres están trabajando en él, y tengo noticias que seguramente os agradarán. Los hombres de D'Arlés le están abandonando. Corren rumores de que está loco, algunos de ellos han partido hacia Provenza con graves quejas contra él.

– Sus hombres le abandonan. ¿Qué significa esto? -Monseñor no podía disimular su asombro.

– He estado hablando con uno de ellos, antes de que huyera, y ni siquiera ha querido cobrar la confidencia. Según él, D'Arlés se ha vuelto completamente loco, parece que mató a dos de sus propios hombres sin causa aparente. Este hombre asegura que la causa fue el desagrado de D'Arlés ante las noticias que traían.

– ¿Son de confianza esos hombres, Giovanni? ¿No podría tratarse de una trampa de ese bastardo?

– También lo pensé al principio, Monseñor, pero conozco a Dubois hace tiempo y nunca hemos perdido el contacto. No es de los que mienten. Estaba realmente atemorizado y os puedo asegurar que jamás le faltó el valor. Me contó que D'Arlés se encarnizó con su compañero, y que casi tuvieron que enterrarlo a trozos.

– ¿Está Carlos d'Anjou al corriente?

– No sé si ya ha llegado a sus oídos, Monseñor, pero os aseguró que no tardará en hacerlo.

– ¡Ese bastardo enloquecido se está buscando la ruina! ¿Cómo ha podido llegar a este punto? -Monseñor estaba perplejo ante las noticias, no se esperaba algo así.

– Tendréis que perdonarme, Monseñor, pero no sé de qué os asombráis. Siempre fue un loco asesino, la sangre derramada le producía placer y sus métodos… aunque en un tiempo trabajó para vos, sus prácticas siempre fueron especiales.

– Ni siquiera tendré que darle un empujón si sigue así. -Monseñor parecía decepcionado, incluso abatido-. Bien, Giovanni, tengo otra cosa para ti. Tendrás que hacerlo solo, en estos momentos no puedo confiar en nadie más. Estoy convencido de que alguien habla más de la cuenta en nuestro nido, en la corte pontificia corren rumores que me afectan gravemente, rumores que sólo pueden salir de nuestra propia casa.

– ¿Un traidor, Monseñor? ¿Aquí? Eso es difícil de creer, ninguno de mis hombres se atrevería a algo parecido.

– Es tiempo de cambios, Giovanni, grandes cambios. Lo que antes no tendría lugar, sucede en tiempo de mudanzas. Hay un traidor, créeme, alguien que intenta precipitar mi caída, mis informes lo aseguran.

– Entonces no debéis preocuparos, Monseñor, yo personalmente me ocuparé de ello. -Giovanni inclinó la cabeza al comprobar que Monseñor se había refugiado en una profunda meditación y salió de la habitación.

Monseñor contemplaba fijamente el cuadro que tenía delante: un obispo, en un pedestal, exhortaba a los fieles, una muchedumbre anónima y confusa, casi sin rostro, que se agolpaba entre banderas y armas. Detrás del obispo, unos caballeros montados en sus corceles, rendían el poder temporal ante la fuerza divina de la iglesia. Aquel cuadro siempre había inspirado sus mejores proyectos, lo llevaba consigo allí donde fuera y en aquel momento todas sus energías se concentraban en pedirle un milagro, una estrategia perfecta que acabara con sus enemigos. Oyó un murmullo a sus espaldas, pero siguió inmerso en su contemplación.

– Padre.

– ¿Habrá un solo momento del día en que me permitáis medit… -La pregunta quedó en el aire y el estupor más profundo apareció en su cara.

– Padre amadísimo.

D'Arlés se hallaba postrado ante él, el cuerpo estirado en el suelo formando una cruz, la cabeza oculta entre los brazos extendidos.

– Perdóname, padre -casi en un susurro íntimo. -¡Levántate maldito bastardo del demonio! ¿Acaso crees que vas a engañarme con tus miserables representaciones? -Sin embargo, Monseñor se había quedado paralizado, incapaz de reaccionar.

– Tenéis razón, soy un bastardo sin nombre, padre. -D'Arlés se había incorporado, quedando de rodillas, con el rostro inundado de lágrimas-. ¡Matadme! He venido para que me matéis. Sólo vos, eminencia, sólo vos habéis sido un padre y yo os traicioné con la peor de las traiciones. Merezco la muerte, padre, y sólo vos podéis hacerlo. Sólo me quedáis vos.

Monseñor vacilaba ante aquella imagen, nunca antes había visto a alguien tan sinceramente arrepentido, y mucho menos a D'Arlés, arrogante traidor, el hombre que había traspasado su alma y la había arrojado el infierno de la desesperación y la oscuridad.

– Me han abandonado, padre, por mis muchos pecados y errores. Me buscan para matarme, porque así me lo merezco. He sido ruin y vil, mi orgullo es la causa de mi perdición. ¡Lo merezco, padre, lo merezco! ¡Abrazadme, limpiad mi alma de pecado!

– Me han dicho que os habéis vuelto loco. Acaso vuestro arrepentimiento sea causa de vuestra locura, y un demente no tiene conciencia, hijo mío. -Monseñor estaba roto por la duda, quería creer en él, en su arrepentimiento, en sus lágrimas, pero algo retenía aquel deseo.

– Jamás dejé de pensar en vos, en la seguridad de vuestro abrazo, como un pequeño que busca el consuelo que le es negado, pero temía vuestra legítima ira, decían que vos ya no me amabais.

– Levantaos, hijo mío, levantaos. -El tono había cambiado, la cólera luchaba con el deseo, la esperanza borraba lentamente la duda.

D'Arlés intentó incorporarse, con dificultad, pero los sollozos le obligaron a arrodillarse de nuevo, escondiendo la cara entre las manos. Monseñor corrió hacia él, como un padre turbado ante el dolor de su hijo, y le cogió entre sus brazos, levantándolo del suelo. El hombre se aferró a su abrazo, entre lágrimas, y así permanecieron durante unos minutos, Monseñor acariciando la cabeza del sufriente, transmitiéndole todo el deseo y la alegría por la llegada del hijo pródigo. Transcurrido ese tiempo, su rostro experimentó un cambio, de nuevo el asombro y el estupor aparecieron, sin aviso alguno que los provocara. Monseñor caía con lentitud, sus ropas formando una danza -circular de destellos de seda, todavía abrazado al hijo que lo sostenía.

– Eres el padre de todos los demonios del Averno -le susurraba D'Arlés al oído, en voz muy baja, todavía abrazado a él con fuerza-, mi mejor maestro, y yo soy tu engendro especial, también el mejor engendro, el más hermoso. Padre, he venido en tu ayuda.

Monseñor se deslizó hasta el suelo, suavemente. El dolor comenzaba a aparecer tras aquel golpe seco, duro, que había conmocionado su rostro. Sus hermosas ropas empezaron a empaparse del fluido vital que corría, libre, lejos de sus cauces, y un sopor profundo le invadió. Su mirada se detuvo, por un instante, en los ojos de aquel al que había amado tanto, y vio la locura en sus pupilas, en el fino estilete que le mostraba con una sonrisa. Se le otorgó una última gracia, algún dios oscuro y olvidado se apiadó de él y le sumió en la inconsciencia que precede a la agonía, borrando la imagen de aquel rostro y de su cuchillo. Cuando D'Arlés, empapado en sangre, iniciaba su macabro ritual, Monseñor se alejaba, perdido en sueños de grandeza y ambición.

58
{"b":"100471","o":1}