– Ya me escribisteis un larguísimo informe, fray Berenguer, que por cierto, llegó antes que vos. Una vez leído, creí que ya habíais expresado todo cuanto queríais decir. Dudo que pudierais añadir algo interesante. No veo razón para que no volváis a vuestro trabajo. Y ahora, podéis retiraros, no tengo nada más que deciros.
Fray Berenguer se levantó con el rostro congestionado por la rabia. A duras penas consiguió controlarse. Cuando se dirigía hacia la puerta, la voz de su superior le detuvo.
– Por cierto, ¿qué tiene que ver frey Dalmau o la Casa del Temple, en lo que nos ocupa? -La pregunta paralizó a fray Berenguer junto a la puerta, su mente bullía de actividad en busca de la respuesta adecuada.
– Veréis, padre, como habéis dicho, me conocéis bien. Es por culpa de mi carácter. Tropecé con frey Dalmau esta mañana, en la calle, y la cólera me cegó. No fui cortés con él, me enfadé y… Creí que habían presentado una queja por mi conducta. Lo siento, padre. En cuanto le vea pediré disculpas. Si no queréis nada más, iré a los rezos.
El superior le observó detenidamente, con desconfianza, haciéndole un gesto de despedida. Sin embargo, se quedó pensativo, la reacción de fray Berenguer contra el templario había sido desmesurada, y la excusa era irrisoria. También estaba la extraña visita que había recibido. «Extraña», así la había definido el hermano portero. Temía que Berenguer volviera a crear problemas. ¿Qué estaría tramando ahora? Porque de eso estaba seguro, le conocía lo suficiente para saber que tanta humildad sólo escondía algún manejo turbio.
Llamó de nuevo a la puerta y empezó a preocuparse: tenían órdenes estrictas de no salir de casa. Probó el pomo de la puerta y se sorprendió de que girara con suavidad: también tenían órdenes de cerrar con los dos pestillos. Entró con precaución. La joven del pelo rojo estaba en el suelo, abrazada a su madre que parecía inconsciente, meciéndola de lado a lado, como en una olvidada ceremonia pagana, susurrando una melodía casi ininteligible.
Guillem se detuvo, en silencio, contemplando la escena. El clérigo había desaparecido, no había rastro ni de él ni de sus pertenencias. Se acercó lentamente a la joven y se inclinó, intentando encontrar un signo de vida en el cuerpo de la mujer yacente, aunque el color de su rostro dejaba adivinar que la muerte ya hacía unas horas que la había visitado. Se sentó en un rincón, sin dejar de mirar a la joven que parecía ajena a su presencia, como si estuviera en un mundo tan lejano como su madre. ¡El maldito bastardo de Mateo había huido y las había abandonado a su suerte! Hubiera tenido que pensar en aquella posibilidad, hacer caso a las sabias palabras de Santos. «Será difícil tener atado a ese hijo de mala madre», le había dicho. Aún le costaba trabajo pensar en él como Jacques: Santos era un buen nombre. Se centró en la resolución de este nuevo problema. ¿Valía la pena perder el tiempo buscando a Mateo? En realidad, él mismo había firmado su sentencia de muerte, la Sombra no dejaría un cabo suelto como aquél, no era su estilo. Pero ¿qué iba a hacer con la muchacha? Quizás D'Arlés no se contentara con el clérigo y estuviera dispuesto a acabar con sus mujeres, por si acaso. ¿Debía abandonar a la chica a su suerte? La estudió con atención, era una muchacha muy hermosa, tras aquellos harapos informes se adivinaba un cuerpo joven, de formas armónicas y redondeadas. Sacudió la cabeza con fuerza. Bernard siempre había sido muy confuso a este respecto. Recordó a la bella dama de Tolosa, las escapadas de Bernard cuando creía que estaba dormido, su negativa a hablar del tema. «Son cosas muy complejas, Guillem, tú eres un crío y debes dejar de preguntar, ya hablaremos cuando tengas pelos en la cara, bribón, ahora tienes otras cosas en qué pensar.» Pero ni siquiera cuando el vello apuntaba en su barbilla quiso entrar en polémicas, a pesar de que seguía con sus escapadas, de dos o tres días, en que a Bernard se lo tragaba la tierra, aunque Guillem estaba seguro de que estaba en Tolosa. En realidad, más que excitación, Guillem había sentido curiosidad, sabía que su orden prohibía incluso besar a la madre o a la hermana y que la Regla era muy estricta en este tema, pero también había visto muchas cosas y no se atrevía a juzgar el comportamiento ajeno. Como le había enseñado Bernard, creía que era mejor observar que criticar, mucho más saludable para el cuerpo y la mente y también para el alma.
Se había quedado abstraído en la contemplación de la muchacha, preguntándose qué demonios iba a hacer ahora. No tenía muchas opciones. Se levantó y cogió a la muchacha por un brazo, con desgana. Ella se resistía a abandonar el cuerpo de su madre.
– Está muerta, ya nada podéis hacer por ella. Debemos irnos. Guillem la arrastró hasta la salida, intentando que se alejara de su pesadilla de muerte. Ella, finalmente, se dejó arrastrar, sin resistirse, muda a cualquier pregunta. Antes de llegar a la puerta, el joven encontró una vieja capa con capucha y se la colocó; después, le pasó un brazo por los hombros y ambos desaparecieron. Una espesa neblina caía sobre aquella parte de la ciudad, húmeda y fría. Los escasos viandantes se convertían en espectros de humo que aparecían y se esfumaban en medio de la bruma. El olor de los deshechos se mezclaba con un aire plomizo y mojado que parecía salir de los suspiros de una tumba vacía.
– No os conozco, no sé lo que queréis de mí.
Mateo intentaba controlar el miedo. Estaba atado de pies y manos con una soga áspera de marinero, sentado en el alféizar de la ventana que daba a un patio interior repleto de ropa tendida. La visión de la ropa, más abajo, lavada cien veces hasta parecer un harapo, le convenció del engaño que representaba el precio de aquella habitación. ¿Qué pretendía aquel hombre, tirarle por la ventana? Calculó que no habría más de tres metros, lo peor que le podía pasar era romperse una pierna o quedar atrapado entre aquellos paños impresentables. Pensó que su atacante estaba fanfarroneando y decidió que él no estaba dispuesto a colaborar. No quería admitir que le conocía, que sabía perfectamente que era el hombre de la ballesta, el de la taberna de Santos.
– Quiero que me expliquéis qué representa esto. -D’Arlés esgrimía un papel en la mano, el mismo que Guillem había dejado en casa del clérigo.
– No tengo la menor idea de lo que me estáis hablando -contestó Mateo, enfadado.
D’Arlés sacó una gruesa soga de su capa, estirándola, dándole unos golpes secos, como si comprobara su resistencia. Mientras hablaba, sus manos no dejaban de tironear la cuerda.
– No me gusta perder el tiempo, Mateo, soy un hombre muy ocupado. Encontré esta nota en tu casa. Está dirigida a mí. ¿Quién la dejó allí?
– Vinieron dos hombres a buscarme, se llevaron los pergaminos de D'Aubert. No los tengo, si son los que buscáis. Me los robaron.
– No me interesan tus papeluchos, Mateo, y no ha sido ésa la pregunta, o sea que te la repetiré: ¿quién dejó esta nota?
– No me fijé. Me pegaron, me torturaron… Uno de ellos, supongo.
D'Arlés había acabado de trenzar la cuerda. Se acercó al clérigo y se la puso alrededor del cuello; después dio un paso atrás, fascinado por su obra. Mateo empezó a sudar copiosa mente, había comprendido que aquel hombre no tenía intención de tirarlo por la ventana, sino que ¡quería colgarlo! Procuró pensar con rapidez, no sabía qué respuesta esperaba de él, ni tampoco recordaba nada parecido a una nota. Tenía que intentar engañarle, decirle precisamente lo que deseaba oír.
– ¿Dos hombres? ¿Y cómo eran esos dos hombres? -Recuerdo a uno de ellos, era un gigante, muy alto, con una horrible cicatriz.
– ¿Santos? ¿El patrón de El Delfín Azul? -preguntó D'Arlés, poniéndose en tensión.
– Sí, era Santos. -Mateo hablaba con precaución, temiendo provocar la cólera del intruso-. Y el otro, no sé… era más joven.