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– Yo tardé media hora, Dalmau. Ese rufián de clérigo es un bastardo, pero no se esconde ni del obispo. Los hombres de D'Arlés le hubieran encontrado en tres segundos. Piénsalo, ese desinterés es extraño.

– ¿Estás insinuando que D'Arlés no tiene ningún interés en el traductor?

– La siguiente pregunta, frey Dalmau -intervino Guillem sin dejar que Jacques respondiera-, es el motivo de esa desidia. Sabemos que está tan interesado como nosotros y Monseñor en los pergaminos, pero no se apresura tras Mateo para arrebatárselos. ¿Por qué?

– Corrió tras él, cuando Mateo apareció por mi taberna por casualidad. Pero juraría que no se esforzó mucho en darle alcance -añadió Jacques.

– ¿De qué demonios estáis hablando? -Dalmau fue puesto al corriente de la entrevista con el clérigo y de su desenlace. Parecía preocupado y confundido. Los últimos acontecimientos se estaban precipitando de forma desordenada y confusa, y las piezas de aquel complicado rompecabezas se negaban a ocupar su lugar en el espacio. Meditó unos breves segundos y pasó a contar a sus compañeros, a su vez, la forma de las piezas que poseía: la visita de fray Berenguer y sus absurdas acusaciones, la charla con el asustado y joven fraile, y el traslado de Abraham y Arnau a sus aposentos de la Torre.

Los tres quedaron en silencio, absortos y perplejos. Jacques se sentó en una silla, estirando sus largas piernas sobre la mesa. Sus compañeros le imitaron sin decir una sola palabra. Finalmente, frey Dalmau rompió el silencio.

– ¿Sospecháis que estos pergaminos son un engaño? -Por lo menos hay que contemplar esta posibilidad, Dalmau. Dime, ¿tienes alguna idea acerca del interés de D'Arlés por Abraham?

– Sólo se me ocurre una cosa y a buen seguro, es la misma que estáis pensando vosotros. Es posible que crea que Abraham sepa o tenga algo relacionado con los pergaminos. El único nexo de unión entre el anciano y este asunto es su relación con Bernard, que estuviera a su lado en sus últimos momentos. Quizá D'Arlés cree que Guils le confió algo en su agonía.

– Si D'Arlés sospecha que éstos no son los pergaminos auténticos, es que sabe mucho más que nosotros -sugirió Guillem.

– Sí, ése es un buen principio. -Jacques parecía despertar-. Supongamos que D'Arlés ha tenido bajo vigilancia a Bernard desde el principio de este asunto, desde Tierra Santa. Supongamos que Bernard ha sido consciente de esa vigilancia a la que está sometido, y hagamos un esfuerzo para pensar en cómo lo haría Bernard en esta situación.

– Distracción -saltó Guillem-. Pondría en movimiento estrategias de distracción, concentrar la vista de los demás en el punto más alejado del objeto realmente interesante. Eso es lo que haría, desde luego.

– Estoy de acuerdo, chico. No tenemos más remedio que volver a la fuente y en esto, Dalmau, tú tienes toda la información. ¿Qué hizo Bernard desde el momento en que le entregaron los documentos?

– No lo sé -confesó Dalmau desconcertado-. Os creéis que estoy al mando de esta operación y os equivocáis. Sé casi tanto como vosotros.

– Entonces, cuéntanos este «casi», Dalmau, ¡maldita sea!

– Se le entregaron los pergaminos en San Juan de Acre y desapareció. Lo único que sé es que le esperábamos en la ciudad tres días antes de su llegada y que durante estos tres días estuvimos convencidos de que le había pasado algo grave. No era normal en Bernard una demora parecida.

– Estáis equivocado, frey Dalmau -intervino Guillem-. Yo estaba citado con él el mismo día de su llegada, no hubo atraso ni demora. Me hizo llegar un aviso una semana antes.

– Tres días -reflexionó Jacques-. No sabemos qué hizo en estos tres días y no hay tiempo de pedir información a San Juan de Acre. Podía haber estado en cualquier lugar, montando una de sus operaciones especiales.

– Quizá D'Arlés sí lo sabe -dijo Guillem en un susurro. -Si es así, vuelve a colocarse en ventaja. -Jacques se había puesto en pie, caminando a grandes zancadas por la estrecha habitación, las manos en la cabeza.

– Tengo una idea, una espantosa idea. He recordado la nota que dejó Guillem en casa del clérigo.

– Estaba pensando en lo mismo, Jacques. -Guillem le miraba fijamente, un escalofrío se había apoderado de su estómago. -¿De qué diablos estáis hablando? -Dalmau no entendía nada.

– ¿Quién está enterado de la muerte de Guils?

– Toda la Casa, Jacques, no es cosa que pueda ocultarse mucho tiempo. ¿Qué pretendéis?

– Propagar un rumor, Dalmau, y de eso sabemos mucho, ¿no crees?

La perplejidad de frey Dalmau dio paso a una certeza terrible. Observó a sus compañeros que esperaban su confirmación, su beneplácito, y en tanto recogía los pergaminos de la mesa y los ocultaba en las profundidades de su capa, se levantó, resignado, asintiendo con un golpe de cabeza.

Giovanni estaba situado detrás de unas bellas columnas, entre cascotes y material de construcción. «Iba a ser un hermoso claustro -pensó-. Todas las innovaciones de Occidente se hallaban allí, con sus arcos apuntados hacia el firmamento.» «Se acabó el arco de medio punto -reflexionó aburrido-. Todos se lanzarán a la nueva idea y destruirán para construir de nuevo… y vuelta a empezar.» Se rió de su ocurrencia, los años le estaban convirtiendo en un filósofo. Pero estaba satisfecho, había conseguido localizar al escurridizo D'Arlés sin que él se percatara, y eso significaba que aquel maldito engreído estaba realmente preocupado. Le había seguido hasta allí, donde se había reunido con aquel gordo fraile, y le había visto desaparecer por una cripta, seguro. Al maldito bastardo le encantaban los lugares lóbregos y húmedos, como una alimaña en busca de madrigueras profundas.

A1 poco rato, desde su improvisada garita de vigilancia observó, asombrado, a un joven fraile jugando a espías, saltando de columna en columna, agachándose de repente para volver a aparecer unos metros más adelante. ¿Qué demonios estaba haciendo? No pudo evitar una corriente de simpatía, estaba haciendo las mismas insensateces que un jovencísimo Giovanni había cometido años antes, y parecía estar gritando a todo pulmón: «¡Eh, perversos del mundo, aquí estoy para que me matéis con todas las facilidades!». Lo vio caer y desaparecer de la faz de la tierra. Esperaba que no se hubiera lastimado en su improvisada bajada a la cripta, no debía de ser muy alto, de lo contrario aquel fraile gordinflón hubiera sido incapaz de descender.

La cita con Monseñor se había convertido en un infierno. Su cólera había hecho temblar las paredes del palacio. «¡Tráeme a ese hijo de mala madre, estúpido inútil! ¡Quiero a D'Arlés vivo, si deseas mantener tu cuello en su lugar, Giovanni, maldito asno toscano!» Sí, quería a D'Arlés mucho más que aquellos pergaminos del demonio que medio mundo parecía buscar, y ya no podía disimularlo, estaba obsesionado con su cacería. Su pasión era peor que su cólera, mucho peor, y su despecho temible. Monseñor no olvidaba, y ésa era la gran equivocación de D'Arlés, el estúpido engreído estaba convencido de ser un encantador de serpientes, incapaz de contemplar el odio acumulado en su camino. Sí, incapaz era la palabra exacta, la soberbia le cegaba, y perecería igual, asombrado de que la muerte le tratara con tan poco respeto. Porque la maldita Sombra iba a morir, Giovanni no tenía ninguna duda al respeto, los problemas se le estaban acumulando peligrosamente.

Se agachó tras la columna con rapidez, D'Arlés y el fraile gordo salían de la cripta, enzarzados en una discusión. El dominico parecía asustado. Después de unos minutos, la Sombra emprendió una veloz carrera en dirección a las viejas murallas romanas de la ciudad y Giovanni hizo una seña a sus hombres, agazapados para que no le perdieran de vista. Esperó a que el fraile se decidiera a iniciar la marcha hacia su convento y siguió atento, con la mirada fija en el ábside. Sin embargo, nadie salió. ¿Dónde se había metido el joven aprendiz de espía?

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