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– Mire, señor director -explicó por teléfono Gnei-. La casa Giuseppieri, en fecha de 6 de marzo… -y quería decir:

"Y cuando ella me dijo lentamente: ¿Ya se va?…yo comprendí que no debía soltarle la mano…".

– Sí, señor director, la reclamación es por mercancía ya facturada… -y creía decir:

"Hasta que la puerta se cerró a nuestras espaldas, yo seguía dudando…".

– No -explicaba-, la reclamación no se hizo a través de la agencia… -y pensaba:

"Pero sólo entonces entendí que era completamente distinta de lo que había creído, fría y altanera…".

Apoyó el auricular. Tenía la frente perlada de sudor. Se sentía cansado ahora, muerto de sueño. Había hecho mal en no pasar por casa para refrescarse y cambiarse: hasta la ropa interior le molestaba.

Se acercó a la ventana. Había un gran patio rodeado de paredes altas y pobladas de balcones, pero era como estar en un desierto. El cielo se veía sobre los techos no ya límpido sino blanquecino, invadido por una pátina opaca, así como en la memoria de Gnei una blancura opaca iba borrando todo recuerdo de sensaciones, y una indistinta, quieta mancha de luz indicaba la presencia del sol como una sorda punzada de dolor.

Se acercó a la ventana. Había un gran patio rodeado de paredes altas y pobladas de balcones, pero era como estar en un desierto. El cielo se veía sobre los techos no ya límpido sino blanquecino, invadido por una pátina opaca, así como en la memoria de Gnei una blancura opaca iba borrando todo recuerdo de sensaciones, y una indistinta, quieta mancha de luz indicaba la presencia del sol como una sorda punzada de dolor.

La aventura de un fotógrafo

Con la primavera, cientos de miles de ciudadanos salen el domingo con el estuche en bandolera. Y se fotografían. Vuelven contentos como cazadores con el morral repleto, pasan los días esperando con dulce ansiedad las fotos reveladas (ansiedad a la que algunos añaden el sutil placer de las manipulaciones alquímicas en la cámara oscura, vedada a las intrusiones de los familiares y acre de ácidos al olfato), y sólo cuando tienen las fotos delante de los ojos parecen tomar posesión tangible del día transcurrido, sólo entonces el torrente alpino, el gesto del nene con el cubo, el reflejo del sol en la pierna de la esposa adquieren la irrevocabilidad de lo que ha sido y ya no puede ser puesto en duda. Lo demás puede ahogarse decididamente en la sombra insegura del recuerdo.

En la frecuentación de los amigos y colegas, Antonino Paraggi, no-fotógrafo, advertía un creciente aislamiento. Cada semana descubría que en las conversaciones de los que magnifican la sensibilidad de un diafragma o discurren sobre el número de dinas se unía la voz de alguien a quien hasta ayer había confiado, seguro de compartirlos, sus sarcasmos hacia una actividad para él tan poco excitante y tan pobre en imprevistos.

Como profesión, Antonino Paraggi desempeñaba funciones ejecutivas en los servicios de distribución de una empresa productiva, pero su verdadera pasión era comentar con los amigos los acontecimientos pequeños y grandes, desentrañando de los embrollos particulares el hilo de las razones generales; era, en suma, por actitud mental, un filósofo y ponía todo su amor propio en conseguir explicarse incluso los hechos más alejados de su experiencia. Ahora bien, sentía que algo en la esencia del hombre fotográfico se le escapaba, el secreto llamamiento en respuesta al cual nuevos adeptos seguían enrolándose bajo la bandera de los aficionados al objetivo, elogiando algunos los progresos de sus habilidades técnicas y artísticas, otros por el contrario atribuyendo todo el mérito a la calidad del aparato que habían comprado capaz (según ellos) de producir obras maestras aunque fuera confiado a manos ineptas (como calificaban las propias, porque cuando el orgullo se ponía en exaltar las virtudes de los artefactos mecánicos, el talento subjetivo estaba dispuesto a humillarse en la misma proporción). Antonino Paraggi entendía que lo decisivo no era ni un motivo de satisfacción ni el otro: el secreto residía en otra cosa.

Es preciso decir que este buscar en la fotografía las razones de su descontento -como el de quien se siente excluido de algo- era en parte también una artimaña de Antonino consigo mismo para no tener que tomar en cuenta otro proceso más evidente que iba separándolo de los amigos. Lo que estaba ocurriendo era que sus coetáneos iban casándose uno tras otro, fundaban una familia, mientras Antonino seguía soltero. Pero entre los dos fenómenos existía un lazo innegable, ya que a menudo la pasión del objetivo nace de manera natural y casi fisiológica como efecto secundario de la paternidad. Uno de los primeros instintos de los progenitores, después de haber traído un hijo al mundo, es el de fotografiarlo; y dada la rapidez del crecimiento, resulta necesario fotografiarlo a menudo, porque nada es más lábil e irrecordable que un niño de seis meses, borrado en seguida y sustituido por el de ocho meses y después por el de un año; y toda la perfección que a los ojos de los progenitores puede haber alcanzado un hijo de tres años no basta para impedir que se insinúe, para destruirla, la nueva perfección de los cuatro, quedando sólo el álbum fotográfico como lugar donde todas esas fugaces perfecciones pueden salvarse y yuxtaponerse, aspirando cada una a un absoluto propio, incomparable. En el frenesí de los progenitores recientes por encuadrar la prole en el visor para reducirla a la inmovilidad del blanco y negro o de la diapositiva en color, Antonino, no-fotógrafo y no-procreador, veía sobre todo una fase de la carrera hacia la locura que se incubaba en aquel negro instrumento. Pero sus reflexiones sobre el nexo iconoteca-familia-locura eran expeditivas y reticentes: de lo contrario hubiera comprendido que en realidad el que corría el mayor peligro era él, el soltero.

En el círculo de amigos de Antonino era habitual pasar juntos los fines de semana en las afueras, siguiendo una costumbre que para muchos de ellos venía de los años estudiantiles y que se había extendido a las novias y después a las esposas y a la prole, además de las niñeras y gobernantas, y en algunos casos a los nuevos parientes y conocidos de ambos sexos. Pero como la continuidad de las frecuentaciones y de los hábitos nunca había disminuido, Antonino podía hacer como si nada hubiese cambiado con el paso de los años y como si aquélla fuese todavía la panda de muchachos y de chicas de antes, y no un conglomerado de familias en el que él seguía siendo el único soltero sobreviviente.

Era cada vez más frecuente que en esas excursiones al mar o a la montaña, en el momento de la foto de grupo familiar o interfamiliar, se pidiera la intervención de un operador extraño, a veces un transeúnte, que se prestara a apretar el disparador del aparato ya enfocado y apuntando en la dirección deseada. En esos casos Antonino no podía negar sus servicios: tomaba la máquina de las manos de un progenitor o de una progenitura que corría a ubicarse en segunda fila, estirando el cuello entre dos cabezas o acuclillándose entre los más pequeños; y concentrando todas sus fuerzas en el dedo destinado a tal uso, apretaba el disparador. Las primeras veces una involuntaria rigidez de los brazos desviaba la mira y captaba arboladuras de embarcaciones o agujas de campanarios, o decapitaba a tíos y abuelos. Fue acusado de hacerlo a propósito, criticado por gastar ese tipo de broma pesada. No era cierto: su intención era prestar el dedo como dócil instrumento de la voluntad colectiva, pero al mismo tiempo servirse de la momentánea posición de privilegio para exhortar a fotógrafos y fotografiados sobre el significado de sus actos. Apenas la yema del dedo alcanzó la deseada separación de su persona e individualidad, fue libre de comunicar sus teorías con razonados argumentos, encuadrando entretanto logradas escenas de conjunto. (Algunos éxitos casuales habían bastado para darle desenvoltura y confianza con los visores y los fotómetros.)

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