– Épagneul breton -dijo el cazador-. Hembra. -Era joven, un poco brusco, pero más por timidez que otra cosa.
– ¿Cuántos años tiene?
– Va a cumplir diez meses. Quieta, Frisette, muy bien.
– Entonces, ¿esas perdices? -dijo el camarero.
– Oh, es sólo para hacer correr al perro… -dijo el cazador.
– ¿Lejos? -preguntó Stefania.
El cazador dijo el nombre de un lugar que no quedaba lejos.
– En coche es un salto. A las diez estoy de vuelta. El trabajo…
– Es un sitio agradable -dijo Stefania. Sin quererlo, no dejaba caer la conversación, aunque no hablaran de nada.
– El valle es abierto, limpio, todo de matorrales bajos, de brezales, y por la mañana no hay nada de niebla, se ve bien… Si el perro levanta alguna presa…
– Ojalá pudiera yo ir a trabajar a las diez, dormiría hasta las diez menos cuarto -dijo el camarero.
– Bueno, a mí también me gusta dormir -dijo el cazador- y sin embargo estar allá mientras todos los demás duermen todavía, no sé, me atrae, es una pasión…
Stefania sentía que con ese aire de justificarse, el joven ocultaba un orgullo mordaz, un encono contra la ciudad dormida a su alrededor, la obstinación de sentirse diferente.
– No se ofenda, pero para mí ustedes los cazadores están locos -dijo el camarero-. Aunque sólo sea por esa manía de
levantarse a semejantes horas.
– En cambio yo lo comprendo -dijo Stefania.
– Bueno, ¿quién sabe? -decía el cazador-. Una pasión como cualquier otra. -Ahora miraba a Stefania y la poca convicción que había puesto antes cuando hablaba de la caza parecía haberse perdido, y era como si la presencia de Stefania le hiciese sospechar que toda su forma de pensar estaba equivocada, que tal vez la felicidad era algo distinto de lo que él andaba buscando.
– De veras, lo comprendo, una mañana como ésta… -dijo Stefania.
Por un instante el cazador se quedó como quien tiene ganas de hablar pero no sabe qué decir.
– Cuando el tiempo está así, seco y fresco, el perro puede trabajar bien -dijo.
Había bebido el café, había pagado, el perro tironeaba para salir y él seguía allí, vacilante. Dijo torpemente:
– Dígame, ¿y por qué no viene usted también, señora?
Stefania sonrió.
– Digamos que otra vez que nos encontremos quedamos en algo, ¿eh?
El cazador hizo:
– Eh… -Echó otra vez una mirada alrededor para ver si encontraba otro pretexto para seguir conversando. Después dijo-: Bueno, me voy. Buenos días. -Se saludaron y él se dejó arrastrar por el perro.
Había entrado un obrero. Pidió un aguardiente.
– A la salud de todos los que madrugan -dijo alzando el vaso-, sobre todo de las mujeres bonitas. -Era un hombre no demasiado joven, de aire alegre.
– A su salud -dijo Stefania, amable.
– Por la mañana temprano te sientes dueño del mundo -dijo el obrero.
– ¿Y por la noche no? -preguntó Stefania.
– Por la noche tienes demasiado sueño -contestó- y no piensas en nada. Si no, cuidado…
– Yo por la mañana suelto tantas maldiciones una tras otra -dijo el camarero.
– Porque antes de trabajar hay que salir a dar una vuelta. Si hiciera como yo, que voy a la fábrica en velomotor, y el aire frío que da en la cara…
– El aire barre las preocupaciones -dijo Stefania.
– La señora me comprende -dijo el obrero-. Y ya que me comprende debería beberse una grapita conmigo.
– No, gracias, no bebo, de veras.
– Por la mañana es lo que se necesita. Dos grapitas, jefe.
– No bebo, en serio, beba usted a mi salud, por favor.
– ¿No bebe nunca?
– A veces, por la noche.
– ¿Ve? Ahí se equivoca.
– Una se equivoca tanto…
– A su salud -y el obrero se bebió un vasito y después el otro-. Uno y dos. Mire, le voy a explicar…
Stefania estaba sola, allí, entre esos hombres, esos hombres diferentes, y conversaba con ellos. Estaba tranquila, segura de sí misma, no había nada que la turbara. Este era el hecho nuevo de esa mañana.
Salió del bar para ver si habían abierto el portal. El obrero también salió, montó en el velomotor, se calzó los mitones.
– ¿No tiene frío? -preguntó Stefania. El obrero se golpeó el pecho; se oyó ruido de periódicos.
– Llevo la coraza puesta. -Y añadió en dialecto-: Adiós, señora. -También Stefania saludó en dialecto, y él partió.
Stefania comprendió que había sucedido algo y que ya no podía volver atrás.
Esta manera nueva de estar entre los hombres, el noctámbulo, el cazador, el obrero, la cambiaba. Había sido éste su adulterio, estar sola entre ellos, así, de igual a igual. De Fornero ni siquiera se acordaba ya.
El portal estaba abierto. Stefania R. entró en su casa muy de prisa. La portera no la vio.
La aventura de un matrimonio
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
– ¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.