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– Anda, Lilín, guapo -salió arrastrando la manta por el pasillo. Soddu se revolvía ya entre las sábanas.

En el cuarto de baño Gim veía por los cristales del ventanuco el cielo que se iba poniendo verde. Había olvidado los cigarrillos sobre la mesita de noche, eso era lo malo. Y ahora el otro se metía en la cama y él tenía que quedarse encerrado hasta que llegara el día entre aquel bidé y las cajas de talco, sin poder fumar. Se había vestido en silencio, se peinó con cuidado mirándose en el espejo del lavabo, al otro lado del cerco de perfumes, colirios, perillas, medicinas, insecticidas que bordeaban el estante. Leyó algunas etiquetas a la luz de la ventanita, robó una caja de pastillas, despues siguió examinando el cuarto de baño. No había mucho que descubrir: ropas en una palangana, otras tendidas. Se puso a probar los grifos del bidé; el agua salpicó con ruido. ¿Y si Soddu le oyera? Al diablo con Soddu y la cárcel. Gim estaba aburrido, volvió al lavabo, se perfumó con colonia la chaqueta, se puso brillantina. Claro, si no lo detenían hoy lo detenían mañana, pero no en flagrante delito, si todo iba bien lo dejaban salir en seguida. Esperar allí otras dos o tres horas sin cigarrillos, en aquel cuchitril… ¿quién le obligaba? Claro: lo dejarían salir en seguida. Abrió un armario: chirrió. Al diablo con el armario y todo el resto. Dentro había colgados vestidos de Armanda. Gim metió el revólver en el bolsillo de un abrigo de piel. «Pasaré a buscarlo», pensó, «de todos modos hasta el invierno no se lo pondrá.» Sacó la mano blanca de naftalina. «Mejor: no se apolilla», se rió. Se lavó otra vez las manos, las toallas de Armanda le daban asco y se secó en un abrigo del armario.

Desde la cama Soddu había oído ruidos. Tocó a Armanda con una mano.

– ¿Qué hay? -Ella se volvió, le echó uno de sus brazos grande y blando alrededor de la cabeza.

– Nada… Qué quieres que sea… -Soddu no quería liberarse, pero sentía que algo se movía y preguntaba, como jugando:

– Qué hay, ¿eh?… ¿eh, qué hay?

Gim abrió la puerta.

– Vamos, sargento, no te hagas el tonto, deténme.

Soddu estiró la mano hasta el revólver metido en la chaqueta colgada, pero sin despegarse de Armanda.

– ¿Quién anda ahí?

– Gim Bolero.

– Arriba las manos.

– Estoy desarmado, sargento, no seas tonto. Me entrego.

Estaba de pie junto a la cabecera de la cama, con la chaqueta sobre los hombros y las manos alzadas a media altura.

– Oh, Gim -dijo Armanda.

– Dentro de unos días paso a verte, Anda -dijo Gim.

Soddu se levantaba lamentándose, se ponía los pantalones.

– Maldito servicio… No se puede estar nunca tranquilo…

Gim tomó los cigarrillos de la mesita de noche, encendió uno, metió el paquete en el bolsillo.

– Dame uno, Gim -dijo Armanda, y se incorporó alzando el pecho blando.

Gim le puso un cigarrillo en la boca, lo encendió, ayudó a Soddu a ponerse la chaqueta.

– Vamos, sargento.

– Otra vez será, Armanda -dijo Soddu.

– Hasta pronto, Angelo -le contestó ella.

– Hasta pronto, eh, Armanda -dijo de nuevo Soddu.

– Chao, Gim.

Salieron. En el pasillo Lilín dormía aferrado al borde del desvencijado sofá; ni siquiera se movió.

Armanda fumaba sentada en la gran cama; apagó la lámpara porque una luz gris entraba ya en la habitación.

– Lilín -llamó-. Ven, Lilín, ven a la cama, anda, Lilín guapo, ven.

Lilín recogía ya la almohada, el cenicero.

La aventura de una bañista

Mientras se bañaba en la playa de ***, la señora Isotta Barbarino sufrió un penoso contratiempo. Nadaba en mar abierto y cuando le pareció que era hora de regresar y se volvía hacia la orilla, se dio cuenta de que había ocurrido algo irremediable. Había perdido el bañador.

No podía decir si se le había caído en ese mismo momento, o si hacía un rato que nadaba sin él; de su nuevo dos piezas, le quedaba sólo el sujetador. Un movimiento de la cadera probablemente le había hecho saltar unos botones, y el «slip», reducido a un trapito informe, se le había deslizado por la otra pierna. Tal vez todavía se estaba hundiendo a pocos palmos de profundidad; trató de sumergirse bajo el agua para buscarlo, pero en seguida le faltó el aire y sólo vio unas confusas sombras verdes vacilando ante sus ojos.

Sofocó la creciente ansiedad, trató de ordenar con calma sus ideas. Era mediodía, había gente dando vueltas por el mar, en canoas y patines o nadando. No conocía a nadie; había llegado el día anterior con su marido que había tenido que regresar en seguida a la ciudad. Ahora no quedaba otra solución, pensó la señora, maravillándose de su propio razonar nítido y tranquilo, sino encontrar entre las barcas la de un bañero, que alguno habría desde luego, o de una persona que inspirase confianza, y llamarlo, o mejor acercársele y arreglárselas para pedirle al mismo tiempo ayuda y discreción.

La señora Isotta pensaba estas cosas mientras flotaba casi en cuclillas, agitando los brazos, sin atreverse a mirar alrededor. Sólo sacaba la cabeza y sin darse cuenta bajaba la cara hasta el ras del agua, no para escudriñar su secreto, que ahora consideraba inviolable, sino con un gesto como el de quien se frota los párpados y las sienes contra la sábana o la almohada para secarse las lágrimas suscitadas por un pensamiento nocturno. Y en verdad, las lágrimas estaban ahí esperando, le presionaban las comisuras de los ojos, y tal vez la posición instintiva de su cabeza era justamente para verter en el mar esas lágrimas: tan perturbada se sentía, tanta era en ella la separación entre razonamiento y sentimiento. No estaba tranquila, pues: estaba desesperada. En aquel mar inmóvil, recorrido a largos intervalos por la giba de una ola apenas insinuada, ella también permanecía inmóvil y, en lugar de lentas brazadas, agitaba las manos en medio del agua con un movimiento de súplica, y la señal más alarmante de su situación, que quizá ni ella misma percibía, era esa economía de fuerzas que debía respetar, casi como si la esperara un tiempo larguísimo y extenuante.

El bañador de dos piezas se lo había puesto aquella mañana por primera vez y, en la playa, en medio de tantos desconocidos, tuvo una sensación un poco incómoda. En cambio, apenas en el agua, se sintió contenta, más libre de movimientos y con más ganas de nadar. A la señora le gustaban los largos baños en mar abierto, pero no por placer de deportista, pues era un poco regordeta e indolente, y lo que más le interesaba era la confianza con el agua, sentirse parte de aquel mar sereno. El nuevo bañador le dio justamente esa sensación; más aún, lo primero que pensó mientras nadaba fue: «Es como si estuviera desnuda». Lo único molesto era la idea de aquella playa abarrotada de gente, no por nada, sino porque ese bañador podía dar a sus futuras relaciones sociales de balneario una idea de ella que en cierto modo tendrían que cambiar después: no tanto un juicio sobre su seriedad, porque ahora en la playa todas andaban así, sino porque la creyeran, por ejemplo, deportista, o a la última moda, cuando en realidad era una señora realmente sencilla y de su casa. Quizá porque tenía ya esta sensación de sí misma, diferente de la habitual, no había notado nada cuando la cosa ocurrió. Ahora la incomodidad que había sentido en la playa, y la novedad del agua en la piel desnuda, y la vaga preocupación de que tendría que regresar a la orilla, todo lo agrandaba esta preocupación nueva y mucho más grave.

Lo que nunca hubiera debido mirar era la playa. Y la miró. Daban las doce y en la arena los parasoles con sus círculos concéntricos negros y amarillos arrojaban sombras negras donde los cuerpos se achataban, y la hormigueante multitud de bañistas se lanzaba al mar, y no había más patines en la orilla, y apenas regresaba uno era tomado por asalto antes de tocar tierra, y el borde negro de la superficie azul se movía en continuas salpicaduras blancas, especialmente entre las cuerdas donde bullía el hervidero de niños, y a cada ola blanda se levantaba un griterío cuyas notas eran tragadas súbitamente por el estruendo. En el mar abierto, frente a la playa, ella estaba desnuda.

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