Литмир - Электронная Библиотека

– ¡Ay! -exclamó Amedeo. Se separaron.

– ¿Así es cómo da usted conversación? -dijo la señora.

«Está bien», razonó velozmente Amedeo, «esta manera mía de dar conversación no le gusta, de modo que basta de conversación y a leer», y ya se arrojaba sobre un nuevo párrafo. Pero trataba de engañarse a sí mismo: se daba perfecta cuenta de que habían llegado demasiado lejos, que entre él y la señora bronceada se había creado una tensión que no se podía interrumpir; sentía que él era el primero en no querer interrumpirla, de todas maneras no conseguiría volver a la única tensión de la lectura, toda recogida e interior. Podía en cambio tratar de que esa tensión externa siguiera, por así decirlo, un curso paralelo a la otra, para no tener que renunciar ni a la señora ni al libro.

Como la señora se había sentado apoyando la espalda en un escollo, él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros,con el libro sobre las rodillas. Se volvió hacia ella y la besó. Se separaron y volvieron a besarse. Después él bajó la cabeza hacia su libro y reanudó la lectura.

Mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes.

El sol se ponía poco a poco detrás del promontorio cercano, y detrás del siguiente y del siguiente, dejándolos sin colores, a contraluz. De las anfractuosidades del cabo habían desaparecido todos los bañistas. Ahora estaban solos. Amedeo ceñía los hombros de la veraneante con un brazo, leía, la besaba en el cuello y en las orejas -le parecía que a ella le gustaba- y cada tanto, cuando la mujer se giraba, en la boca; después volvía a leer. Quizás esta vez había encontrado el equilibrio ideal: hubiera continuado así durante un centenar de páginas. Pero una vez más fue ella la que quiso cambiar la situación. Empezó a ponerse tiesa, casi a rechazarlo, y entonces dijo:

– Es tarde. Vamos. Yo me visto.

Esta brusca decisión abría perspectivas completamente distintas. Amedeo se quedó un poco desorientado, pero no se detuvo a sopesar el pro y el contra. Había llegado a un punto culminante del libro y la frase de ella: «Yo me visto», apenas oída, se había traducido en su cabeza en esta otra: «Mientras se viste, tendré tiempo de leer algunas páginas seguidas».

Pero ella:

– Ten en alto la toalla, por favor -le dijo, tuteándolo quizá por primera vez-, que nadie me vea.

La precaución era inútil porque la escollera había quedado desierta, pero Amedeo asintió de buen grado, ya que podía sostener la toalla sentado y leyendo el libro que tenía apoyado en las rodillas.

Al otro lado de la toalla la señora se había soltado el sujetador sin preocuparse de que él la mirase o no. Amedeo no sabía si mirarla fingiendo que leía o si leer fingiendo que la miraba. Las dos cosas le interesaban, pero mirarla le parecía mostrarse demasiado indiscreto, seguir leyendo, demasiado indiferente. La señora no practicaba el sistema habitual de las bañistas que se cambian al aire libre, que consiste en ponerse primero el vestido y después quitarse el bañador por abajo; no: ahora que tenía el pecho desnudo se quitaba también el «slip». Entonces fue cuando por primera vez ella volvió la cara hacia él: y era una cara triste, con un pliegue amargo en la boca, y meneaba la cabeza y lo miraba.

«¡Ya que tiene que suceder, que suceda en seguida!», pensó Amedeo echándose hacia adelante con el libro en la mano, un dedo entre las páginas, pero lo que leyó en aquella mirada -reproche, conmiseración, desaliento, como si quisiera decir: «Estúpido, hagámoslo ya que hay que hacerlo, pero no entiendes nada, como todos los otros…»-, es decir, lo que no leyó, porque no sabía leer en la mirada, pero advirtió confusamente, le provocó tal arrebato que, al abrazarla y caer junto a ella en la colchoneta, giró apenas la cabeza hacia el libro para comprobar que no acabara en el mar.

Cayó en cambio justo al lado de la colchoneta, abierto, pero habían pasado algunas páginas y Amedeo, aunque siempre en el arrebato de sus abrazos, trató de liberar una mano para poner la señal en la página justa: no hay nada más fastidioso, cuando uno quiere reanudar rápidamente la lectura, que tener que estar allí pasando hojas sin volver a encontrar el hilo.

El entendimiento amoroso era perfecto. Podía tal vez prolongarse más; pero, ¿acaso no había sido todo fulminante en ese encuentro suyo?

Oscurecía. Abajo los escollos se abrían en tobogán, formando una pequeña cala. Ahora ella había bajado y había metido la mitad del cuerpo en el agua.

– Ven tú también, démonos un último baño… -Amedeo, mordiéndose un labio, contaba las páginas que faltaban para el final.

La aventura de un miope

Amilcare Carruga era todavía joven, no carente de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales: nada le impedía pues gozar de la vida. Y, sin embargo, observó que desde hacía un tiempo la vida para él iba perdiendo, imperceptiblemente, su sabor. Cosas de nada, como por ejemplo mirar a las mujeres por la calle; en otros tiempos solía comérselas con los ojos, ávido; ahora tal vez trataba instintivamente de mirarlas, pero en seguida le parecía que pasaban como ráfagas, sin producirle ninguna sensación, y bajaba indiferente los párpados. De las ciudades nuevas, que en otros tiempos le exaltaban -como estaba en el comercio, viajaba a menudo-, ahora sólo notaba las molestias, la confusión, la desorientación. Antes, por las noches -vivía solo-, solía ir al cine: se divertía, cualquiera que fuese el film; el que va al cine todas las noches es como si viese un único gran film todo seguido: conoce a todos los actores, inclusive los característicos y los extras, y ya eso de reconocerlos cada vez es divertido. Bueno, pues ahora también en el cine todas esas caras le parecían descoloridas, chatas, anónimas; se aburría.

Por fin comprendió. Es que era miope. El oculista le recetó un par de gafas. A partir de ese momento su vida cambió, se volvió mil veces más rica de interés que antes.

El solo hecho de calarse las gafas era cada vez una emoción. Estaba, pongamos por caso, en una parada de tranvía, y le asaltaba la tristeza de que todo a su alrededor, personas y objetos, fuesen tan comunes, triviales, gastados por ser como eran, y él allí, a tientas en medio de un blando mundo de formas y colores casi deshechos. Se ponía las gafas para leer el número del tranvía que llegaba y entonces todo cambiaba; las cosas más corrientes, un poste eléctrico, se dibujaba con tantos detalles minúsculos con líneas tan nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pequeños signos, puntitos de barba, granos, matices de expresión antes insospechados; y se sabía de qué tela estaban hechos los vestidos, se adivinaba el tejido, se espiaba el desgaste de los bordes. Mirar se convertía en una diversión, un espectáculo; no el hecho de mirar esto o aquello: mirar. Así Amilcare Carruga olvidaba fijarse en el número del tranvía, dejaba pasar uno tras otro, o bien subía en uno equivocado. Veía tal cantidad de cosas que era como si no viese ninguna. Poco a poco tuvo que hacerse a la costumbre, aprender desde el principio lo que era inútil mirar y lo que era necesario.

Además, las mujeres que cruzaba por la calle y que se le habían reducido a impalpables sombras desenfocadas, ahora el poder verlas con el juego exacto de llenos y vacíos que hacen sus cuerpos al moverse dentro de los vestidos, y evaluar la frescura de la piel, y la calidez contenida de la mirada, ya no le parecía sólo una manera de verlas sino francamente de poseerlas. Caminaba a veces sin gafas (no siempre se las ponía, para no fatigarse inútilmente, sino sólo para mirar de lejos) y entonces, más allá, en la acera se perfilaba una chaqueta de colores vivos. Con un gesto ya automático, Amilcare sacaba rápidamente las gafas del bolsillo y se las calaba en la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones era a menudo castigada: podía ser una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. Y a veces una mujer que se acercaba le parecía, por los colores, por la manera de andar, modesta, insignificante, indigna de consideración; no se ponía las gafas; pero cuando se cruzaban y se rozaban se daba cuenta de que había en ella algo que lo atraía fuertemente, quién sabe que, y le parecía que percibía en aquel instante una mirada de ella como de espera, quizá la mirada que ya desde su aparición le había echado y él no lo había advertido; pero ahora era tarde, había desaparecido en el cruce, había subido al autobús, se alejaba más allá del semáforo, y él no sabría reconocerla más. Así, través de la necesidad de las gafas, iba aprendiendo lentamente a vivir.

24
{"b":"100396","o":1}