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La aventura de un empleado

Una vez, Enrico Gnei, empleado, pasó una noche con una mujer guapísima. Al salir de la casa de la señora, temprano, el aire y los colores de la mañana primaveral se desplegaron ante él, frescos, tonificantes y nuevos, y le parecía que caminaba al son de una música.

Es preciso decir que Enrico Gnei debía aquella aventura sólo a un afortunado cúmulo de circunstancias: una fiesta de amigos, una disposición particular y pasajera de la señora -por lo demás mujer controlada y que no se abandonaba con facilidad-, una conversación en la que él se había sentido insólitamente cómodo, la ayuda -por una y otra parte- de una ligera exaltación alcohólica, fuese real o simulada, y también una combinación logística apenas forzada en el momento de la despedida: todo esto, y no la atracción personal de Gnei -o en todo caso sólo su apariencia discreta y un poco anónima que podía designarlo como compañero no comprometedor o llamativo-, había determinado la inesperada conclusión de la noche. De esto él tenía plena conciencia y, modesto por naturaleza, apreciaba aún más su buena suerte. Sabía sin embargo que lo ocurrido no se repetiría; y no lo lamentaba, porque una relación continuada comportaría problemas demasiado embarazosos para su tren de vida habitual. La perfección de la aventura residía en que había comenzado y terminado en el espacio de una noche. Aquella mañana, pues, Enrico Gnei era un hombre que había tenido lo mejor que se podía desear en el mundo.

La casa de la señora estaba en la colina. Gnei bajaba por una avenida verde y olorosa. Todavía no era la hora en que solía salir de su casa para ir a la oficina. La señora lo había despachado en ese momento para que los criados no lo vieran. El no haber dormido le pesaba, y hasta le daba una lucidez como artificial, una excitación no ya de los sentidos sino del intelecto. Un moverse del viento, un zumbido, un olor de árboles le parecían cosas de las que en cierto modo debía adueñarse y disfrutar; y no se readaptaba a modos más discretos de gustar la belleza.

Como era un hombre metódico -el haberse levantado en casa ajena, vestirse de prisa, no afeitarse, le dejaban la impresión de haber trastornado sus hábitos-, pensó por un momento en dar un salto hasta su casa, antes de ir a la oficina, para rasurarse la barba y cambiarse. Tiempo hubiera tenido, pero Gnei descartó enseguida la idea, prefirió convencerse de que era tarde, porque le asaltó el temor de que su casa, la repetición de gestos cotidianos disolvieran la atmósfera de excepción y de riqueza en que ahora se movía.

Decidió que su jornada seguiría una curva calma y generosa para conservar lo más posible la herencia de esa noche. La memoria, capaz de reconstruir con paciencia las horas pasadas, segundo por segundo, le abría paraísos infinitos. Así, vagando con el pensamiento, sin prisa, Enrico Gnei se encaminaba hacia la estación del tranvía.

El tranvía esperaba, casi vacío, la hora de salida. Los conductores estaban en la acera y fumaban. Gnei subió silbando, los faldones del abrigo revolotearon y se sentó sin compostura, pero enseguida adoptó una posición más urbana, contento de haberse enmendado rápidamente pero no descontento de la actitud desenvuelta que había adoptado espontáneamente.

La zona no era populosa ni madrugadora. En el tranvía había un ama de casa de cierta edad, dos obreros que discutían, y él, un hombre contento. Buena gente matinal. Le caían simpáticos; él, Enrico Gnei, era un señor misterioso para ellos, misterioso y contento, que nunca habían visto en ese tranvía, a esa hora. ¿Adónde iría?, se preguntaban quizás en ese momento. Y él no mostraba nada: miraba las glicinas. Era un hombre que mira las glicinas como hombre que sabe mirar las glicinas: de esto Enrico Gnei era consciente. Era un pasajero que le da al cobrador el dinero del billete y entre él y el cobrador había una relación perfecta de pasajero y cobrador, nada podía ser mejor. El tranvía bajaba hacia el río; buena vida aquélla.

Enrico Gnei se apeó en el centro y entró en un café. No el habitual. Un café todo de mosaicos. Acababan de abrir; la cajera todavía no había llegado; el camarero preparaba la máquina. Gnei dio unos pasos de propietario por el centro del local, se arrimó al mostrador, pidió un café, eligió un bizcocho en la vitrina de pasteles y lo mordió, primero con avidez, después con la expresión de quien tiene la boca cambiada por una noche fuera de lo común.

Sobre el mostrador había un periódico abierto, Gnei lo hojeó. No había comprado el periódico aquella mañana, y pensar que al salir de casa era siempre lo primero que hacía. Era un lector consuetudinario, minucioso; seguía hasta los hechos más nimios y no había página que pasara sin leer. Pero aquel día su mirada corría por los titulares sin despertar ninguna asociación de ideas. Gnei no conseguía leer; tal vez, suscitada por el bizcocho, por el café caliente o porque el efecto del aire matinal se iba atenuando, una ola de sensaciones de la noche lo asaltó de nuevo. Cerró los ojos, alzó la barbilla y sonrió.

Atribuyendo la expresión satisfecha a una noticia deportiva del periódico, el camarero le dijo:

– Ah, ¿está contento de que el domingo vuelva Boccadasse? -y señaló el titular que anunciaba la curación de un centro medio.

Gnei leyó, se contuvo y en vez de exclamar como hubiera querido: "¡Qué Boccadasse ni qué cuentos, amigo!", se limitó a decir:

– Ah, sí, sí… -y como no quería que una conversación sobre el próximo partido desviara la plenitud de sus sentimientos, se dirigió a la caja donde entretanto se había instalado una cajera joven y de aire desilusionado-. Bueno, pago un café y un bizcocho -dijo Gnei, confidencial.

La cajera bostezó.

– ¿Tan temprano y con sueño? -dijo Gnei.

La cajera, sin sonreír, asintió. Gnei adoptó un aire cómplice:

– ¡Ah, ah! Anoche durmió poco, ¿eh? -Reflexionó un momento, y después, convencido de que estaba con alguien que lo comprendería, añadió-: Yo no me he acostado todavía. Después calló, enigmático, discreto. Pagó, saludó a todos, salió. Fue a la peluquería.

– Buenos días, señor, tome asiento, señor -dijo el peluquero en un falsete profesional que a Enrico Gnei le sonó como un guiño.

– ¡A ver si nos afeitamos! -contestó con escéptica condescendencia, mirándose en el espejo.

Su cara, con la toalla anudada al cuello, parecía un objeto aislado y algunas señales de cansancio, que el porte general de la persona ya no corregía, cobraban relieve; pero seguía siendo una cara completamente normal, como la de un viajero que se apeara del tren al alba, o de un jugador que ha pasado la noche jugando a las cartas, de no ser, para distinguir la índole particular de su fatiga, por cierto aire -observó complacido Gnei- distendido e indulgente, de hombre que ha tenido lo suyo y está preparado tanto para lo malo como para lo bueno.

"¡A caricias muy distintas", parecían decir las mejillas de Gnei a la brocha que las cubría de espuma caliente, "a caricias muy distintas alas tuyas estamos acostumbradas!"

"¡Raspa, navaja", parecía decir su pie "no rasparás lo que he sentido y sé!"

Era, para Gnei, como si se desarrollase una conversación llena de alusiones entre él y el barbero, que también callaba, manejando con atención sus instrumentos. Era un barbero joven, poco locuaz más por falta de fantasía que por reserva de carácter, tanto que, por conversar, dijo:

– Este año, ¿eh? Qué buen tiempo hace ya, ¿eh? La primavera…

La frase le llegó a Gnei justo en plena conversación imaginaria, y la palabra "primavera" se cargó de significados y sobreentendidos.

– ¡Aaah! La primavera… -dijo, con una sonrisa de experto que le quedó en los labios enjabonados. Y ahí la conversación se agoto.

Pero Gnei sentía la necesidad de hablar, de expresar, de comunicar. Y el barbero no decía nada más. Gnei estuvo dos o tres veces por abrir la boca mientras el otro levantaba la navaja, pero no encontraba palabras, y la navaja volvía a posarse sobre el labio y el mentón.

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