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– ¿Cómo dice? -preguntó el barbero, que había visto moverse los labios de Gnei sin que saliera ningún sonido.

Y Gnei, con todo su fervor:

– ¡EI domingo Boccadasse regresa al equipo!

Lo había gritado casi; los otros clientes volvieron hacia él las caras medio enjabonadas; el barbero se quedó con la navaja en el aire.

– Ah, ¿usted es del ***? -dijo, un poco disgustado-. Yo, sabe, soy del *** -y nombró el otro equipo de la ciudad.

– Oh, los del *** el domingo tienen un partido fácil, seguro… -pero su fervor ya se había apagado.

Afeitado, salió. La ciudad estaba animada y sonora, recorrían los cristales relámpagos de oro, el agua volaba en las fuentes, los trotes de los tranvías sacaban chispas a los cables. Enrico Gnei estaba como en la cresta de una ola, ímpetus y languideces se alternaban en su corazón.

– ¡Pero si eres Gnei!

– ¡Y tú Bardetta!

Había encontrado a un antiguo compañero de la escuela, a quien no veía desde hacía diez años. Se dijeron las frases acostumbradas, el tiempo que había pasado, cómo no habían cambia- do. En realidad, Bardetta estaba bastante canoso y la expresión de zorro, un poco viciosa, de su cara, se había acentuado. Gnei sabía que Bardetta estaba en los negocios, pero había tenido percances poco claros y hacía tiempo que vivía en el extranjero.

– ¿Sigues en París?

– En Venezuela. Estoy a punto de regresar. ¿Y tú?

– Siempre aquí -ya pesar suyo se sonrió incómodo, como si se avergonzase de su vida sedentaria, y al mismo tiempo le dio fastidio no ser capaz de dar a entender a primera vista que su existencia era en realidad la más plena y satisfactoria que cupiera imaginar.

– ¿Y te casaste? -preguntó Bardetta.

A Gnei le pareció que ésta era la ocasión de rectificar la primera impresión.

– ¡Soltero! -dijo-. ¡Yo siempre soltero, eh, eh! ¡Resistimos!

Así era: Bardetta, hombre sin prejuicios, en vísperas de marcharse a América, sin más vínculos con la ciudad y sus habladurías, era la persona ideal para que Gnei pudiera dar rienda suelta a su euforia, el único a quien podía confiar su secreto. Más aún, con él hubiera podido exagerar un poco, hablar de su aventura aquella noche como de un hecho para él habitual.

– Así es -insistió-, nosotros somos la vieja guardia de los solteros, ¿no? -queriendo remitirse a la fama de frecuentador de bailarinas que había tenido Bardetta en una época.

Y ya estudiaba la frase que le hubiera servido para entrar en el tema, algo como: "Mira, justamente anoche, por ejemplo…".

– Yo, en realidad, sabes -dijo Bardetta con una sonrisa un poco tímida-, soy padre de familia, tengo cuatro hijos…

A Gnei le llegó la respuesta mientras estaba creando a su alrededor la atmósfera de un mundo absolutamente sin prejuicios y epicúreo, y se quedó un poco desorientado. Miró a Bardetta; sólo entonces percibió su aspecto raído, mal entrazado, su aire de preocupación y cansancio.

– Ah, cuatro hijos… -dijo, en tono opaco-, ¡te felicito! ¿y allá, cómo te las arreglas?

– Bueno… nada demasiado brillante… Es como en todas partes… Ir tirando… mantener a la familia… -y separó los brazos con aire de vencido.

Gnei, con su humildad instintiva, sintió compasión y remordimiento: ¿cómo había podido jactarse de su propia suerte para impresionar a un pobre diablo como aquél?

– Ah, aquí también, si supieras -se apresuró a decir, cambiando nuevamente de tono-, uno va tirando así, día a día…

– Bueno, esperemos que alguna vez las cosas vayan mejor…

– Esperemos que sí…

Se desearon buena suerte, se saludaron y se separaron uno por un lado y el otro por otro. De pronto Gnei se sintió apesadumbrado: la posibilidad de confiarse a Bardetta, a aquel Bardetta que él imaginaba antes, le pareció un bien incalculable, ahora perdido para siempre. Entre los dos -pensaba Gnei- hubiera podido entablarse una conversación de hombre a hombre, afable, sin fanfarronería, el amigo se habría marchado a América conservando un recuerdo inmutable; y Gnei confusamente se veía proyectado en los pensamientos de aquel Bardetta imaginario cuando, allá en Venezuela, recordando la vieja Europa -pobre pero siempre fiel al culto de la belleza y del placer-, pensara instintivamente en él, el compañero de escuela encontrado después de tantos años, siempre con esa apariencia cauta y sin embargo bien seguro de sí mismo: el hombre que no se había separado de Europa y personificaba casi su antigua sabiduría de vida, sus mesuradas pasiones… Gnei se exaltaba: la aventura de la noche hubiera podido dejar una seña, asumir un significado definitivo, en vez de desaparecer como arena en un mar de días vacíos e iguales.

Tal vez hubiera debido hablar de todos modos con Bardetta, aunque Bardetta fuese un pobre tipo con otros pensamientos en la cabeza, aun a costa de humillarlo. Y además, ¿quién le aseguraba que Bardetta fuera realmente un fracasado? Quizá lo decía por decir y seguía siendo el viejo zorro de siempre… "Le alcanzo", pensó, "reanudo la conversación, se lo digo." Corrió por la acera, desembocó en la plaza, dobló bajo los soportales. Bardetta había desaparecido. Gnei miró la hora; se le hacía tarde; se dio prisa para llegar al trabajo. Para tranquilizarse, pensó que ponerse como un chico a contar a los demás sus historias era algo demasiado ajeno a su carácter, a sus costumbres; y por eso se había abstenido de hacerlo. Así, reconciliado consigo mismo, en paz con su orgullo, marcó la tarjeta en el reloj de la oficina.

Gnei alimentaba hacia su trabajo esa pasión amorosa que, incluso inconfesada, enciende el corazón de los empleados no bien saben de qué dulzura secreta y de qué furioso fanatismo se puede cargar la práctica burocrática más corriente, el despacho de correspondencia ordinaria, el mantenimiento puntual de un registro. Tal vez su inconsciente esperanza aquella mañana era que la exaltación amorosa y la pasión oficinesca formaran un todo único, pudieran fundirse la una en la otra para seguir ardiendo sin apagarse. Pero le bastó con ver su escritorio, el aspecto usual de una carpeta verdosa con el rótulo "Pendientes", para hacerle sentir el agudo contraste entre la belleza vertiginosa de la que acababa de separarse, y sus días de siempre.

Dio varias vueltas alrededor del escritorio, sin sentarse. Le había asaltado un repentino, urgente enamoramiento por la señora guapa. Y no podía tener paz. Entró en la oficina contigua donde los contables tecleaban con atención y disgusto.

Pasó delante de cada uno, saludándolos, nerviosamente risueño, solapado, regodeándose en el recuerdo, sin esperanza en el presente, loco de amor entre los contables. "Así como ahora me muevo entre vosotros en esta oficina", pensaba, "así me revolvía hace poco entre las sábanas de ella."

– ¡Así es, Marinotti! -dijo dando un puñetazo en los papeles de un colega.

Marinotti alzó las gafas y preguntó lentamente:

– Dime, Gnei, ¿a ti también te han descontado cuatro mil liras más del sueldo de este mes?

– No, amigo, ya en febrero -empezó a decir Gnei, y entretanto recordó un gesto de la señora, a última hora, por la mañana, que a él le había parecido una revelación nueva y que abría inmensas y desconocidas posibilidades de amor-, no, ya me las habían descontado -siguió con voz acariciadora y tendía las manos con dulzura, frunciendo los labios-, me habían descontado el total del sueldo de febrero, Marinotti.

Hubiera querido añadir otros detalles y explicaciones con tal de seguir hablando, pero no fue capaz.

"El secreto es ése", decidió volviendo a su oficina, "que en cada momento, en cada cosa que haga o diga, esté implícito todo lo que he vivido." Pero lo corroía un ansia de no poder estar jamás a la altura de lo que había sido, de no poder expresar, ni con alusiones y aún menos con palabras explícitas, ni siquiera con el pensamiento, la plenitud que tenía conciencia de haber alcanzado.

Sonó el teléfono. Era el director. Preguntaba por los antecedentes de la reclamación de la casa Giuseppieri.

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