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Por las ventanillas se veía desplegarse la anchura del campo romano. Federico permaneció un instante con las manos sobre las rodillas, sonriendo siempre, después con un gesto pidió permiso para tomar el diario que tenía sobre el regazo el pasajero de enfrente. Recorrió los titulares, tuvo como siempre la impresión de estar en un país remoto, miró olímpico los arcos de los acueductos que se sucedían al otro lado de la ventanilla, devolvió el periódico, se levantó a buscar en la bolsa el neceser.

En la estación Termini el primero en saltar del vagón, fresco como una rosa, era él. En la mano apretaba la ficha telefónica. En los nichos entre las pilastras y los puestos, los teléfonos grises le aperaban sólo a él. Metió la ficha, marcó el número, escuchó con eI corazón palpitante el timbre lejano, oyó el «Dígame…» de Cinzia que emergía todavía oloroso de sueño y de suave tibieza, y él estaba ya en la tensión de los días que pasarían juntos, en la lanosa guerra de las horas, y comprendió que nunca lograría decirle nada de lo que había sido para él esa noche que ya se le iba desvaneciendo, como toda perfecta noche de amor, ante la cruel irrupción de los días.

La aventura de un lector

En el cabo la carretera del litoral pasaba por la parte más alta; abajo, en el fondo del acantilado y todo alrededor, el mar se extendía hasta el horizonte alto y esfumado. También el sol estaba en todas partes, como si el cielo y el mar fueran dos lentes de aumento. Allá abajo, contra la melladura irregular de los escollos del cabo, el agua batía tranquila, sin espuma. Amedeo Oliva bajó por una rampa de peldaños empinados con la bicicleta al hombro y la dejó en un lugar a la sombra, después de poner la cadena antirrobo. Siguió bajando la escalerilla entre desmoronamientos de tierra amarilla y seca y agaves suspendidos en el vacío, e iba buscando con la mirada el pliegue rocoso más cómodo para tenderse. Llevaba bajo el brazo una toalla enrollada y en medio de la toalla, el bañador y un libro.

El cabo era un lugar solitario: unos pocos grupos de bañistas se zambullían o tomaban el sol escondidos unos de otros por las anfractuosidades del terreno. Entre dos rocas que lo ocultaban a la vista, Amedeo se desvistió, se puso el bañador y empezó a saltar de una cresta a otra de los escollos. Atravesó así, brincando con sus piernas flacas, la mitad de la escollera, por momentos volando casi sobre las narices de parejas de bañistas semiocultas, tendidas sobre toallas de baño. Después de un bloque de arenisca, de superficie porosa e irregular, empezaban los escollos lisos, de contornos redondeados; Amedeo se quitó las sandalias y llevándolas en la mano siguió corriendo descalzo, con la seguridad del que sabe calcular a ojo las distancias entre roca y roca y tiene unos pies cuyas plantas no le temen a nada. Llegó a un lugar donde la pared rocosa caía a pico sobre el mar: la pared estaba atravesada a media altura por una especie de escalón. Allí Amedeo se detuvo. Sobre un saliente plano acomodó su ropa bien doblada, y encima puso las sandalias con la suela hacia arriba, para que una ráfaga de viento no se lo llevara todo (en realidad apenas soplaba una ligerísima brisa del mar, pero ese gesto de precaución debía de ser habitual en él). Llevaba consigo una bolsita que era un cojín de goma; sopló hasta inflarlo, lo apoyó en un punto, y desde allí hacia abajo, en un tramo del borde rocoso en ligero descenso, tendió la toalla. Se dejó caer boca arriba y ya abría con las manos el libro en la página señalada. Así pasó largo rato tendido en la roca, bajo el sol que reververaba por todas partes, la piel seca (tenía el bronceado opaco, irregular, de quien toma el sol sin método pero es resistente a las quemaduras), apoyó en el cojín de goma la cabeza cubierta con una gorra de tela blanca, mojada (sí: había bajado hasta un escollo al nivel del agua para empaparla), inmóvil, sólo los ojos (invisibles detrás de las gafas oscuras) seguían por las líneas blancas y negras el caballo de Fabrizio del Dongo. A sus pies se abría una pequeña cala de agua verdeazul, transparente casi hasta el fondo. Los escollos, según la exposición, eran de un blanco calcinado o estaban cubiertos de algas. En el fondo había una playita de guijarros. Cada tanto Amedeo alzaba los ojos hacia el espectáculo circundante, los posaba en un centelleo de la superficie y en la marcha oblicua de un cangrejo; después volvía absorto a la página donde Raskolnikof contaba los peldaños que lo separaban de la puerta de la vieja o Lucien de Rubempré, antes de meter la cabeza en el nudo corredizo, contemplaba las torres y los techos de la Conciergerie.

Desde hacía un tiempo Amedeo tendía a reducir al mínimo su participación en la vida activa. No es que no le gustara la acción; más aún, del gusto por la acción se alimentaban todo su carácter y sus preferencias; y sin embargo, de año en año, el furor de ser él quien actuaba iba disminuyendo, disminuyendo tanto que era como para preguntarse si alguna vez lo había sentido realmente. No obstante, el interés por la acción sobrevivía en el placer de la lectura: su pasión eran siempre las narraciones de hechos, las historias, la trama de las vicisitudes humanas. Novelas del siglo XIX, ante todo, pero también memorias y biógrafías y así sucesivamente hasta llegar a las novelas policíacas y a la ciencia ficción, que no desdeñaba pero que le daban menos satisfacción aunque sólo fuera porque eran libritos breves: a Amedeo le gustaban los volúmenes gruesos y sentía al abordarlos el placer físico que da hacer frente a un gran esfuerzo. Sopesarlos en la mano, apretados, espesos, sólidos, observar con un poco de aprensión el número de páginas, la vastedad de los capítulos; después entrar en ellos: un poco reticente al principio, sin ganas de hacer el primer esfuerzo de recordar los nombres, de seguir el hilo de la historia; después confiar en ellos, deslizándose por los renglones, atravesando el enrejado de la página uniforme, y más allá de los caracteres de plomo aparecía entonces la llama y el fuego de la batalla y la bala que silbando en el cielo caía a los pies del príncipe Adrei, ahora es la tienda atestada de estampas, de estatuas y Frédéric Moreau palpitante hacía su aparición en casa de los Arnoux. Más allá de la superficie de la página se entraba en un mundo en el que la vida, antes era más vida que la de aquí, de este lado: como la superficie del mar que nos separa del mundo azul y verde, grietas hasta perderse de vista, extensiones de fina arena ondulada, seres mitad animales mitad plantas.

El sol era ardiente, el escollo quemaba y al cabo de un momento Amedeo se sentía uno con la roca. Llegaba al final del capítulo, cerraba el libro poniendo como señal el folleto publicitario, se quitaba la gorra de tela y las gafas, se ponía de pie medio atontado, y con grandes saltos llegaba a la punta extrema del escollo donde a toda hora un grupo de chiquillos se zambullía y volvía a trepar. Amedeo se erguía en un peldaño a pico sobre el mar, no demasiado alto, a un par de metros del agua, contemplaba con ojos todavía deslumbrados la transparencia luminosa que se extendía bajo sus pies y de golpe se tiraba. Su zambullida era siempre igual, de pez, bastante correcta, pero con cierta rigidez. El paso del aire asoleado al agua tibia habría sido casi imperceptible si no fuese brusco. No reaparecía en seguida, le gustaba nadar debajo del agua, cada vez más hondo, rozando casi el fondo, hasta faltarle la respiración. Le daba mucho placer el esfuerzo físico, imponerse tareas difíciles (por eso iba a leer su libro en el cabo, al que subía en bicicleta, pedaleando furiosamente bajo el sol meridiano): nadando bajo el agua, trataba siempre de llegar a una pared de roca que emergía en cierto lugar de la arena del fondo, cubierta de un espeso matorral de hierbas marinas. Volvía a la superficie entre esas rocas y nadaba un poco alrededor; empezaba practicando el crawl con método, pero gastando más fuerzas de lo necesario; en seguida, cansado de tener la nariz metida en el agua como un ciego, pasaba a una brazada más libre, «marinera»; la vista le daba más satisfacción que el movimiento, y poco después de la «marinera» pasaba a nadar de espaldas, cada vez de manera más irregular y con interrupciones, hasta detenerse para hacer el muerto. Giraba y se revolvía en aquel mar como en un lecho sin orillas, y se proponía como objetivo o bien llegar a un islote, o bien dar algunas brazadas, y no cejaba hasta no llevar a buen término su propósito; unas veces se dejaba estar indolentemente, otras avanzaba hacia mar abierto deseoso de tener el cielo y el agua a su alrededor, a veces volvía a acercarse a los escollos que emergían alrededor del cabo para no perder ninguno de los itinerarios posibles del pequeño archipiélago. Pero mientras nadaba se daba cuenta de que la curiosidad que iba creciendo en él era la de conocer la continuación -pongamos- de la historia de Albertine. ¿La encontraría o no Marcel? Nadaba furiosamente o hacía el muerto, pero su corazón estaba entre las páginas del libro que había dejado en la orilla. Entonces, con rápidas brazadas alcanzaba su escollo, buscaba el punto donde se treparía, y así casi sin darse cuenta se encontraba arriba, frotándose los hombros con la toalla de esponja. Volvía a encasquetarse la gorra de tela, se tendía de nuevo al sol y comenzaba el nuevo capítulo.

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