Литмир - Электронная Библиотека

Entretanto el sol, en vez de cobrar más fuerza al acercarse el mediodía, se atería hasta desaparecer, como absorbido por un papel secante. El aire se llenó de ligeros cristales incoloros que volaban oblicuos. Era la nevisca: no se veía a dos pasos. Los muchachos esquiaban a ciegas, gritando y llamándose, y a cada momento se salían de la pista, y zas, se caían. El aire y la nieve eran ahora del mismo color, blanco opaco, pero aguzando en él la vista, apenas disminuía la densidad, divisaban la sombra celeste-cielo suspendida en medio, volando de aquí para allá como en una cuerda de violín.

La nevisca había dispersado la cola del telesilla. El muchacho de las gafas verdes se encontró sin darse cuenta cerca de la caseta de la estación de salida. A los compañeros no se los veía. La chica de la capucha celeste-cielo ya estaba allí. Esperaba el ancla que ahora se desenroscaba de la rueda.

– ¡Pronto! -le gritó el hombre del telesilla, atrapando al vuelo el ancla y reteniéndola para que la chica no se fuera sola.

Bajando torpemente en cuña, consiguió sentársele al lado, apenas a tiempo para partir con ella, y estuvo a punto de hacerla caer al agarrarse a la madera. La chica mantuvo el equilibrio por los dos, hasta que él consiguió acomodarse bien, farfullando quejas a las cuales respondió con una suave risa como un gluglú de pintada, que el anorak, estirado hasta cubrirle la boca, sofocaba. La capucha celeste-cielo, como el yelmo de una armadura, sólo le descubría la nariz que era un poco aguileña, los ojos, algún rizo en la frente y los pómulos. Así la veía, de perfil, el muchacho de las gafas verdes, y no sabía si alegrarse de estar con ella en la misma ancla del telesilla, o avergonzarse de verse allí todo embadurnado de nieve, con el pelo colgando sobre las sienes, la camisa que se le embolsaba entre la tricota y el cinturón y que por no perder el equilibrio al mover los brazos no se atrevía a acomodarse, y ya la miraba de reojo, ya estaba atento a la posición de los esquíes para que no salieran del sendero de hormigón en los momentos de tracción demasiado lenta o demasiado tensa, y era siempre ella la que salvaba el equilibrio, riendo con su gluglú de pintada, mientras él no sabía qué decir.

Había dejado de nevar. El aire neblinoso también se abrió y en el desgarrón apareció un cielo finalmente azul y el sol resplandeciente y las montañas nítidas, heladas, una por una, sólo aquí y allá emplumadas las crestas por los suaves jirones de la nube de nieve. La chica encapuchada dejó asomar la boca y el mentón.

– Se ha puesto bueno otra vez -dijo-, ya lo decía yo.

– Sí -dijo el muchacho de las gafas verdes-, muy bueno. Y la nieve está bien.

– Un poco blanda.

– Ah, sí.

– Pero a mí me gusta -dijo ella-, y la bajada en la niebla tampoco está mal.

– Cuando se conoce la pista… -dijo él.

– No, así -dijo ella-, adivinándola.

– Yo ya la hice tres veces -dijo el muchacho.

– ¡Bravo! Yo una sola, pero subí sin telesilla.

– La vi. Se había puesto las pieles de foca.

– Sí. Ahora que hay sol subo a la montaña.

– ¿A qué montaña?

– Más allá de la estación de telesilla. A la cresta.

– ¿Y qué hay allá arriba?

– Se ve el glaciar como si lo tocaras. Y las liebres blancas.

– ¿Las qué?

– Las liebres. A esa altura las liebres en invierno tienen el pelo blanco. Las perdices también.

– ¿Hay perdices?

– Perdices blancas. Con las plumas blanquísimas. En verano en cambio tienen las plumas café con leche. ¿Usted de dónde es?

– Italiano.

– Yo soy suiza.

Habían llegado. En la terminal habían bajado del telesilla, él torpemente, ella acompañando con la mano el ancla durante toda la vuelta. La chica se quitó los esquíes, los puso rectos, del bolsito que llevaba en la cintura sacó las pieles de foca y las ató debajo de los esquíes. El la miraba, frotándose los dedos helados en los mitones. Después, cuando la muchacha empezó a subir, la siguió.

La subida del telesilla a la cima de la montaña era difícil.

Al muchacho de las gafas verdes le costaba subir ya en cuña, ya por peldaños, ya haciendo un esfuerzo para avanzar y resbalando de nuevo hacia atrás, apoyándose en los palos como un inválido en las muletas. Y la chica ya estaba arriba y él no la veía.

Llegó a la cima sudando, con la lengua afuera, medio cegado por el centelleo que irradiaba todo alrededor. Allí empezaba el mundo del hielo. La chica rubia se había quitado el anorak celeste-cielo y se lo había anudado a la cintura. También ella se había puesto un par de grandes gafas.

– ¡Allá! ¿Ha visto? ¿Ha visto?

– ¿Qué hay? -preguntaba él aturdido. ¿Había saltado una liebre blanca?, ¿una perdiz?

– Ya no está -dijo ella.

Abajo, sobre el valle, revoloteaban los habituales pájaros negros que graznan a dos mil metros. El mediodía se había puesto muy límpido y desde lo alto la mirada abarcaba las pistas, los campos atestados de esquiadores, de niños con trineos, la estación del telesilla con la cola que se había vuelto a formar en seguida, el hotel, los autocares parados, el camino que entraba y salía del negro bosque de abetos.

La muchacha se había lanzado por la pendiente y bajaba con sus tranquilos zigzags, ya había llegado al lugar donde las pistas eran más frecuentadas por los esquiadores, pero, en medio de siluetas confusas e intercambiables que se entrecruzaban como flechas, su figura apenas dibujada como un paréntesis oscilante no se perdía, era la única que se podía seguir y distinguir, sustraída al azar y al desorden. El aire era tan nítido que el muchacho de las gafas verdes adivinaba sobre la nieve la retícula apretada de las huellas de los esquíes, rectas y oblicuas, de los resbalones, los salientes, los agujeros, el pisoteo de las raquetas, y le parecía que en el informe embrollo de la vida se escondía la línea secreta, la armonía que sólo se podía encontrar en la muchacha celeste-cielo, y que éste era el milagro de ella: el escoger en cada instante, en el caos de los mil movimientos posibles, aquel y sólo aquel que era justo y límpido y leve y necesario, aquel y sólo aquel que, entre los mil gestos perdidos, contaba.

La aventura de un automovilista

Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.

He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que queria romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros-no recuerdo si ella o yo mismo cortó la comunicación. Na había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.

32
{"b":"100396","o":1}