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– ¿Ve esta mancha roja que tengo en el brazo? ¿No habrá sido una medusa? -Amedeo palpó el punto, un poco más arriba del codo, y dijo que no. Estaba un poco rojo porque se había apoyado en el codo mientras estaba echada.

Con eso, todo se terminó. Se saludaron, ella volvió a su lugar, él al suyo y reanudó la lectura. Había sido un intermedio que duró el tiempo justo, ni mucho ni poco, una relación humana no antipática (la señora era cortés, discreta, dócil) justamente porque apenas había comenzado. Pero en el libro encontraba una adhesión a la realidad mucho más plena y concreta, donde todo tenía un significado, una importancia, un ritmo. Amedeo se sentía en una disposición perfecta: la página escrita le abría la verdadera vida, profunda y apasionante, y alzando la vista encontraba una conjunción casual pero placentera de colores y sensaciones, un mundo accesorio y decorativo que no podía comprometerlo en nada. La señora bronceada, desde su colchoneta, le sonrió y le hizo un gesto de saludo, él respondió también con una sonrisa y un gesto vago y bajó en seguida la mirada. Pero la señora había dicho algo.

– ¿Cómo dice?

– ¿Lee, sigue leyendo?

– Eh…

– ¿Es interesante?

– Sí.

– ¡Que siga bien!

– Gracias.

No debía alzar más los ojos. Por lo menos hasta el final del capítulo. Lo leyó de un tirón. Ahora la señora tenía un cigarrillo en la boca y se lo señalaba con un gesto. Amedeo tuvo la impresión de que desde hacía ya un momento ella trataba de llamar su atención.

– ¿Cómo?

– … cerillas, disculpe…

– Ah, no, no fumo…

El capítulo había terminado, Amedeo leyó rápidamente las primeras líneas del siguiente, que encontró sorprendentemente apasionantes, pero para abordar el nuevo capítulo sin preocupaciones, había que solucionar cuanto antes la cuestión de las cerillas.

– ¡Espere!

Se levantó, salió saltando entre los escollos, medio aturdido por el sol, hasta encontrar un grupito de gente que fumaba. Pidió prestada una caja de cerillas, corrió hasta la señora, le encendió el cigarrillo, volvió corriendo a devolver la caja, le dijeron:

– Quédesela, quédesela, por favor -corrió de nuevo hasta la señora para dejarle la caja, ella le dio las gracias, él esperó un momento antes de irse, pero comprendió que después de aquella pausa tenía que decir algo más y dijo:

– ¿No se baña?

– Dentro de un rato -dijo la señora-, ¿y usted?

– Yo ya me he bañado.

– ¿Y no vuelve a meterse en el agua?

– Sí, leo otro capítulo y nado otro poco.

– Yo también, fumo el cigarrillo y me zambullo.

– Hasta luego, entonces.

– Hasta luego.

Esta especie de cita le devolvió una calma que -ahora se daba cuenta- no conocía desde que había advertido la presencia de la veraneante solitaria: ahora ya no le pesaba sobre la conciencia la idea de mantener con aquella señora una relación cualquiera; todo quedaba postergado al momento del baño -baño que de todos modos él se hubiera dado, aunque ella no estuviera- y ahora podía abandonarse sin remordimientos al placer de la lectura. Al punto de no advertir que en cierto momento -cuando aún no había llegado al final del capítulo- la veraneante, terminado el cigarrillo, se había levantado y se le había acercado para invitarlo a bañarse. Vio los zuecos y las piernas rectas a poca distancia del libro, alzó la mirada, volvió a bajarla a la página -el sol era deslumbrante- y leyó de prisa algunas líneas, miró nuevamente hacia arriba y la oyó:

– ¿No le estalla la cabeza? ¡Yo me zambullo!

Sin embargo, se estaba bien allí, leyendo y alzando la vista entre párrafo y párrafo. Pero como no podía seguir postergando, Amedeo hizo algo que no hacía nunca: se saltó casi media página hasta el final del capítulo, que en cambio leyó con mucha atención, y después se levantó.

– ¡Vamos! ¿Se zambulle desde la punta?

Después de tanto hablar de zambullirse, la señora bajó al mar con cautela desde un peldaño al ras del agua. Amedeo se arrojó de cabeza desde una roca más alta de lo habitual. Era la hora en que el sol todavía declina lentamente. El mar estaba dorado. Nadaron en aquel oro, un poco separados; por momentos Amedeo se hundía unas brazadas bajo el agua y se divertía pasando por debajo de la señora para asustarla. Decimos que se divertía: cosa de niños, claro está, pero por lo demás, ¿qué se podía hacer? El baño de a dos era ligeramente más aburrido que a solas; pero la diferencia era mínima. Fuera de los reflejos de oro, el azul del agua se ensombrecía, como si del fondo aflorase una oscuridad de tinta. Era inútil, nada igualaba el sabor a vida que hay en los libros. Mientras nadaba entre ciertos escollos hirsutos, semisumergidos, y dirigía a la señora asustada (para hacerla subir a un islote le rodeó las caderas y el pecho, pero de tanto estar en el agua, sus manos se habían vuelto casi insensibles, las yemas de los dedos estaban blancas y onduladas), Amedeo miraba cada vez más seguido hacia la orilla donde se distinguía la tapa del libro en colores. No había otra historia, otra espera posible que la que había dejado en suspenso entre las páginas donde estaba la señal, y todo lo demás era un intervalo vacío.

Pero de regreso a la orilla, el ayudarse a subir, secarse, frotarse mutuamente los hombros, terminó por crear una especie de intimidad, de modo que a Amedeo le pareció que en ese momento volver a su rincón sería poco elegante.

– Bueno -dijo-, me quedo a leer aquí; voy a buscar el libro y el cojín.

A leer, había tenido buen cuidado de advertir. Y ella:

– Sí, muy bien, yo también fumo un cigarrillo y leo un poco Annabella.

Tenía una revistilla de ésas de mujeres, y así los dos se pusieron a leer cada uno por su lado. La voz de ella le llegó como una gota fría en la nuca, pero sólo decía:

– ¿Por qué se queda ahí, que es duro?, venga a la colchoneta, le dejo lugar.

La propuesta era amable, en la colchoneta se estaba bien y Amedeo asintió de buen grado. Estaban echados, él en un sentido y ella en el otro. La señora no hablaba, hojeaba las páginas ilustradas y Amedeo consiguió sumergirse por entero en la lectura. El ocaso era lento, de esos en que el calor y la luz casi no disminuyen sino que se van atenuando suavemente. La novela que leía Amedeo había llegado a ese momento en que se revelan los mayores secretos de los personajes y del ambiente, y uno se mueve en un mundo familiar, y se alcanza una especie de paridad, de confianza entre el autor y el lector y se avanza al mismo paso, y uno no se detendría nunca.

En la colchoneta de goma se podían hacer también esos pequeños movimientos que los miembros necesitan para no entumecerse, y una pierna de él, en un sentido, se adhirió a una pierna de ella, en el otro. A Amedeo la cosa no le desagradaba y se quedó así; a ella por lo visto tampoco, porque no se movió. La dulzura del contacto se sumaba a la lectura y, en lo que respecta a Amedeo, la hacía más completa; en cambio para la veraneante debía de ser diferente, porque se incorporó, se sentó y dijo:

– Pero…

Amedeo tuvo que levantar la cabeza del libro. La mujer lo miraba y sus ojos eran amargos.

– ¿Le pasa algo? -preguntó él.

– ¿Pero no se cansa nunca de leer? -dijo la mujer-. ¡No se puede decir que sea usted un tipo sociable! ¿No sabe que a las señoras hay que darles conversación? -añadió con una semisonrisa que tal vez quería ser sólo irónica pero que a Amedeo, que en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por no despegarse de la novela, le pareció francamente amenazadora. «¡Quién me manda meterme en esto!», pensó. Ahora estaba claro que con aquella mujer al lado no podría leer ni una línea más. «Habría que hacerle entender que se ha equivocado», pensó, «que soy el tipo menos indicado para hacer de galán de playa, que soy un tipo al que es mejor no darle ninguna confianza.»

– ¿Conversación? -dijo en voz alta-. ¿Qué conversación? -y estiró una mano hacia ella. «Bueno, si ahora le pongo las manos encima, se sentirá ofendida por un gesto tan fuera de lugar, quizá me dé una bofetada y se vaya.» Pero tal vez fuera su natural reserva, tal vez un deseo diferente, más dulce, lo que en realidad lo impulsaba, el hecho es que la caricia, en vez de brutal y provocativa, fue tímida, melancólica, casi suplicante: le rozó el cuello con los dedos, levantó una cadenita que ella llevaba y la dejó caer. La respuesta de la mujer consistió en un gesto primero lento, como resignado y un poco irónico -bajó la barbilla de costado, para retener la mano-, después, rápido, como en un calculado impulso de agresividad, le mordió el dorso de la mano.

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