Ahora encontraba el portal cerrado, estaba allí sola, en la calle desierta, en la luz de la primera mañana, más transparente que
a cualquier otra hora del día, en la que todo parecía visto a través de una lente. Sintió una punzada de temor y el deseo de estar en su cama durmiendo desde hacía muchas horas, con el sueño profundo de todas las mañanas, el deseo de la cercanía del marido, aún más, de su protección. Pero fue cosa de un instante, quizá ni siquiera: quizá sólo había esperado sentir ese temor y en realidad no lo había experimentado. Que la portera todavía no hubiese abierto la puerta era un fastidio, un gran fastidio, pero había algo en el aire de la primera mañana, en ese estar allí sola a aquella hora, que le removió la sangre de un modo no desagradable. Ni siquiera lamentó haber despachado a Fornero: con él hubiera estado un poco nerviosa; sola, en cambio, sentía un desasosiego diferente, un poco como cuando era muchacha, pero de una manera completamente distinta.
Tenía que reconocerlo: no le causaba ningún remordimiento haber pasado la noche fuera. Tenía la conciencia tranquila. ¿Pero estaba tranquila justamente porque había dado el salto, porque finalmente había dejado de lado sus deberes conyugales, o bien al contrario, porque había resistido, porque a pesar de todo se había mantenido fiel? Stefania se lo preguntaba, y esa incertidumbre, esa inseguridad en cuanto a lo que fuesen realmente las cosas, unida a la frescura de la mañana, era lo que le producía un ligero estremecimiento. En una palabra: ¿debía considerarse una adúltera o no? Dio unos pasos arriba y abajo, las manos metidas en las mangas del largo abrigo. Stefania R. se había casado hacía un par de años y nunca había pensado en traicionar a su marido. Había, sí, en su vida de mujer casada algo como una espera, la conciencia de que le faltaba todavía algo. Era casi una continuación de su espera de muchacha soltera, como si ella todavía no hubiese salido del todo de la minoría de edad y que ahora tuviera incluso que salirse de otra nueva, la minoría ante el marido, para ser finalmente iguales ante el mundo. ¿Era el adulterio lo que esperaba? Y el adulterio, ¿era Fornero?
Vio que a un par de manzanas de distancia, en la otra acera, el bar había levantado la cortina metálica. Necesitaba un café caliente, en seguida. Cruzó. Fornero era un chico. No se podía pensar en él con grandes palabras. La había paseado en su cochecito toda la noche, habían dado vueltas por la colina arriba y abajo, por la orilla del río, hasta despuntar el alba. En cierto momento se quedaron sin gasolina, tuvieron que empujar el coche, despertar al encargado de una gasolinera. Había sido una noche de muchachos. En tres o cuatro ocasiones las tentativas de Fornero pasaron a ser más peligrosas y una vez la llevó hasta la pensión donde vivía y se plantó allí, con obstinación: «Vamos, déjate de historias y sube conmigo». Stefania no había subido. ¿Era justo proceder así? ¿Y qué? Ahora no quería pensarlo, había pasado la noche en blanco, tenía sueño. O mejor: todavía no sentía que tenía sueño porque su estado de ánimo era fuera de lo corriente, pero apenas se acostara se dormiría instantáneamente. Escribiría en la pizarra de la cocina, para la asistenta, que no la despertase. Tal vez la despertara su marido, más tarde, al llegar. ¿Todavía quería a su marido? Claro, le tenía afecto. ¿Y entonces? No se preguntaba nada. Estaba un poco enamorada de ese Fornero. Un poco. Pero, ¿cuándo abrirían ese maldito portal?
En el bar las sillas estaban apiladas, el suelo cubierto de serrín. Sólo había un camarero en el mostrador. Stefania entró; no se sentía nada incómoda, allí, a esa hora insólita. ¿Quién iba a saberlo? Podía acabar de levantarse, podía ir rumbo a la estación, o haber llegado en ese momento. En todo caso, allí no tenía que rendir cuentas a nadie. Pensó que le gustaba sentirse así.
– Un café cargado, doble, bien caliente -dijo al camarero. Le había salido un tono de confianza, de seguridad en sí misma como si hubiera una vieja familiaridad entre ella y el hombre del bar, donde en realidad no entraba nunca.
– Sí, señora, un momento que calentamos la máquina y lo
hacemos en seguida -dijo el camarero. Y añadió-: Por la mañana tardo más en calentarme yo que en calentar la máquina.
Stefania sonrió, metió la cara entre las solapas e hizo:
– Brrr…
Había otro hombre en el bar, un cliente, de pie, mirando hacia afuera por la vidriera. Se giró al oír el estremecimiento de Stefania y sólo entonces ella lo vio, y como si la presencia de los dos hombres le devolviera de pronto la conciencia de sí misma, se miró con atención en el cristal detrás del mostrador. No, no se veía que había pasado la noche por ahí; estaba sólo un poco pálida. Sacó del bolso el neceser, se empolvó.
El hombre se había acercado al mostrador. Llevaba un abrigo oscuro con una bufanda de seda blanca y debajo un traje azul.
– A esta hora -dijo, sin dirigirse a nadie-, los que están despiertos se dividen en dos categorías: los todavía y los ya.
Stefania esbozó una sonrisa, sin detener en él la mirada. Lo había visto bien: tenía una cara un poco patética y un poco trivial, de esos hombres que a fuerza de indulgencia consigo mismos y con el mundo han llegado, sin ser viejos, a un estado entre la sabiduría y la imbecilidad.
– …Y cuando uno ve a una mujer bonita, después de decirle «Buenos días»… -y se inclinó hacia Stefania quitándose el cigarrillo de la boca.
– Buenos días -dijo Stefania, con un poco de ironía pero sin acritud.
– …Uno se pregunta: ¿todavía?, ¿ya?, ¿ya?, ¿todavía? Ese es el misterio.
– ¿Cómo? -dijo Stefania, con el aire de quien ha entendido pero no quiere seguir el juego. El hombre la miraba fijo, indiscreto, pero a Stefania no le importaba nada aunque se viera que ella era de las despiertas «todavía».
– ¿Y usted? -dijo, maliciosa; había comprendido que el señor tenía la retórica del noctámbulo y que, si no se lo reconocía como tal a primera vista, se ofendía.
– ¡Yo: todavía! ¡Siempre todavía! -después lo pensó-: ¿por qué? ¿No se había dado cuenta? -y le sonrió, pero sólo quería burlarse de sí mismo. Se quedó un momento tragando saliva como si tuviera la boca amarga-. La luz del día me ahuyenta, me hace buscar refugio como un murciélago -dijo distraído, como si recitase un papel.
– Aquí está su leche, el expreso para la señora -dijo el camarero.
El hombre se puso a soplar en el vaso, a beber muy despacio.
– ¿Está buena? -dijo Stefania.
– Un asco -contestó. Y añadió-: Desintoxica, dicen. ¿Pero yo de qué me desintoxico a estas alturas? Si me muerde una serpiente venenosa se queda seca.
– Mientras haya salud… -dijo Stefania. Quizá bromeaba demasiado.
Tanto que el hombre dijo la frase:
– El único antídoto lo conozco, si quiere que se lo diga… -quién sabe adonde iría a parar.
– ¿Cuánto es? -preguntó Stefania al camarero.
– …Esa mujer que he buscado siempre… -continuaba el noctámbulo.
Stefania salió a ver si habían abierto el portal. Dio unos pasos por la acera. No, seguía cerrado. Entretanto el hombre también había salido del bar con aire de querer seguirla. Stefania volvió sobre sus pasos, entró de nuevo en el bar. El hombre, que no se lo esperaba, dudó un poco, estuvo por entrar él también, después, cediendo a la resignación, siguió su camino, tosiendo.
– ¿Tiene cigarrillos? -preguntó Stefania al camarero. No le quedaban más y hubiera querido fumar uno apenas estuviera en casa. Los estancos estaban todavía cerrados.
El camarero sacó un atado. Stefania lo tomó y pagó.
Volvió al umbral del bar. Un perro casi se le echó encima, arrastrando por la trailla a un cazador con fusil, cartuchera, morral.
– ¡Quieta, Frisette, sentada! -exclamó el cazador. Y al camarero-: ¡Un café!
– ¡Espléndido! -dijo Stefania, acariciando al perro-. ¿Es un setter?