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– Porque una vez que has empezado -predicaba-, no hay razón alguna para detenerse. El paso entre la realidad que ha de ser fotografiada porque nos parece bella y la realidad que nos parece bella porque ha sido fotografiada, es brevísimo. Si fotografías a Pierluca mientras levanta un castillo de arena, no hay razón para no fotografiarlo mientras llora porque el castillo se ha desmoronado, y después mientras la niñera lo consuela mostrándole una concha en medio de la arena. Basta empezar a decir de algo: «¡Ah, qué bonito, habría que fotografiarlo!» y ya estás en el terreno de quien piensa que todo lo que no se fotografía se pierde, es como si no hubiera existido, y por lo tanto para vivir verdaderamente hay que fotografiar todo lo que se pueda, y para fotografiarlo todo es preciso: o bien vivir de la manera más fotografiable posible, o bien considerar fotografiable cada momento de la propia vida. La primera vía lleva a la estupidez, la segunda a la locura.

– Más loco y estúpido serás tú -le decían los amigos-, y además un pesado.

– Para quien quiere recuperar todo lo que pasa ante sus ojos -explicaba Antonino aunque nadie siguiera escuchándolo-, el único modo de actuar con coherencia es disparar por lo menos una foto por minuto, desde que abre los ojos por la mañana hasta el momento de irse a dormir. Sólo así los rollos de película impresionada constituirán un diario fiel de nuestros días, sin que nada quede excluido. Si yo me pusiera a hacer fotografías, seguiría este camino hasta el final, a costa de perder la razón. En cambio, vosotros todavía pretendéis hacer una elección. Pero, ¿cuál? Una elección en sentido idílico, apologético, de consolación, de paz con la naturaleza, la nación, los parientes. La vuestra no es sólo una elección fotográfica; es una elección de vida que os lleva a excluir los contrastes dramáticos, los nudos de las contradicciones, las grandes tensiones de la voluntad, de la pasión, de la aversión. Creéis salvaros así de la locura, pero caéis en la mediocridad, en la imbecilidad.

Una tal Bice, ex cuñada de alguien, y una tal Lydia, ex secretaria de algún otro, le pidieron por favor que les tomara una instantánea mientras jugaban a la pelota entre las olas. Asintió, pero como entretanto había elaborado una teoría contra las instantáneas, se apresuró a comunicarla a las dos amigas.

– ¿Qué es lo que os lleva, chicas, a extraer de la móvil continuidad de vuestra jornada estas tajadas de tiempo, del espesor de un segundo? Mientras os lanzáis la pelota vivís en el presente, pero apenas la escansión de los fotogramas se insinúa entre vuestros gestos no es ya el placer del juego el que os mueve, sino el de veros en el futuro, de encontraros dentro de veinte años en un cartón amarillento (sentimentalmente amarillento, aunque los procedimientos modernos de fijación lo preserven inalterado). El gusto por la foto espontánea, natural, tomada de lo vivo mata la espontaneidad, aleja el presente. La realidad fotografiada asume en seguida un carácter nostálgico, de alegría desaparecida en alas del tiempo, un carácter conmemorativo, aunque sea una foto de anteayer. Y la vida que vivís para fotografiarla es ya desde el comienzo conmemoración de sí misma. Creer más verdadera la instantánea que el retrato con pose es un prejuicio…

Mientras hablaba, Antonino iba brincando en el mar alrededor de las dos amigas para enfocar los movimientos del juego y excluir del encuadre los reflejos deslumbradores del sol en el agua. En una lucha por la pelota, Bice, que se abalanzaba sobre la otra ya sumergida en el agua, fue fotografiada con el trasero en primer plano volando sobre las olas. Para no perder este escorzo, Antonino se echó de espaldas en el agua con la máquina en alto y estuvo a punto de ahogarse.

– Han salido todas muy bien, y ésta es magnífica -comentaron ellas unos días después, arrancándose las pruebas de las manos. Le habían citado en la tienda del fotógrafo-. Eres un excelente fotógrafo, tienes que tomarnos otras.

Antonino había llegado a la conclusión de que había que volver a los personajes en pose, en actitudes representativas de su situación social y de su carácter, como en el siglo pasado. Su polémica antifotográfica sólo podía desarrollarse desde el interior de la caja negra, contraponiendo un tipo de fotografía a otro.

– Me gustaría tener una de esas viejas máquinas de fuelle -dijo a las amigas- apoyada en un trípode. ¿Os parece que se podrán encontrar?

– Bueno, tal vez en algún mercado de ocasión…

– Vamos a buscar.

Las amigas encontraron divertida la caza del objeto curioso: juntas pasaron revista a los vendedores de baratijas, interpelaron a los viejos fotógrafos ambulantes, los siguieron a sus cuchitriles. En aquellos cementerios de materiales en desuso se juntaban columnitas, biombos, telones con desvaídos paisajes pintados; todo lo que evocaba un viejo estudio de fotógrafo Antonino lo compraba. Al final consiguió echar mano a una cámara de cajón, con el disparador en forma de pera. Parecía funcionar perfectamente. Antonino la compró junto con un surtido de placas. Ayudado por las amigas, en una habitación de su casa instaló el estudio, todo con objetos anticuados, salvo dos reflectores modernos.

Ahora estaba satisfecho.

– Hay que partir de aquí -explicó a las amigas-. La forma en que nuestros abuelos se ponían en pose, la convención según la cual se disponían los grupos, revelaba un significado social, una costumbre, un gusto, una cultura. Una fotografía oficial o matrimonial o familiar o escolar daba la idea de cuánto tenía de serio e importante cada papel o institución, pero también cuánto tenía de falso y de forzado, de autoritario, de jerárquico. Esta es la cuestión: hacer explícitas las relaciones con el mundo que cada uno de nosotros lleva consigo, y que hoy hay tendencia a esconder a volver inconscientes, creyendo que de este modo desaparecen, cuando en realidad…

– Pero, ¿a quién quieres hacer posar?

– Venid mañana y empezaré a haceros fotos como digo yo.

– Dime, ¿qué te propones? -dijo Lydia con súbita desconfianza. Sólo en ese momento, en el estudio instalado, veía que allí todo tenía un aire siniestro, amenazador-. ¡Estás soñando si crees que vendremos a hacerte de modelos!

Bice se rió burlona, pero al día siguiente volvió a casa de Antonino, sola.

Llevaba un vestido de lino blanco, con bordados de colores en los bordes de las mangas y de los bolsillos. Una raya le dividía el pelo recogido sobre las sienes. Se reía un poco como con disimulo, inclinando la cabeza hacia un lado. Mientras la hacía pasar, Antonino estudiaba en sus gestos, entre remilgados e irónicos, cuáles eran los rasgos que definían su verdadero carácter.

La hizo sentar en una gran butaca y metió la cabeza bajo el paño negro que envolvía el aparato. Era una de esas cajas con la pared posterior de vidrio, donde la imagen se refleja ya casi como en una placa, espectral, un poco lechosa, separada de toda contingencia en el espacio y en el tiempo. Antonino tuvo la impresión de que veía a Bice por primera vez. Había una docilidad en la caída un poco pesada de los párpados, en el cuello tendido hacia adelante, que prometía algo escondido, así como su sonrisa parecía esconderse detrás del acto mismo de sonreír.

– Eso es, así, no, la cabeza más para allá, alza los ojos, no, bájalos.

Antonino perseguía dentro de aquella caja algo de Bice que de pronto le parecía preciosísimo, absoluto.

– Ahora te haces sombra, acércate más a la luz, no, antes estaba mejor.

Había muchas fotografías posibles de Bice y muchas Bice imposibles de fotografiar, pero lo que él buscaba era la fotografía única que contuviera unas y otras.

– No te cojo -su voz salía ahogada y quejumbrosa de debajo de la capa negra-, ya no, no lo consigo.

Se liberó del paño y se incorporó. Se había equivocado en todo desde el principio. La expresión, el acento, el secreto que se creía a punto de captar en el rostro de ella era algo que lo arrastraba a las arenas movedizas de los estados de ánimo, de los humores, de la psicología: él también era uno de los que persiguen la vida que huye, un cazador de lo inasible, como los fotógrafos de instantáneas.

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