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Debía seguir el camino opuesto: apuntar a un retrato de superficie, manifiesto, unívoco, que no esquivara la apariencia convencional, estereotipada, de la máscara. La máscara, por ser ante todo un producto social, histórico, contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser «verdadera»; lleva consigo una cantidad de significados que se revelarán poco a poco. ¿No era justamente con esta intención con la que Antonino había montado ese estudio destartalado?

Observó a Bice. Tenía que partir de los elementos exteriores de su aspecto. En la forma que tenía Bice de vestirse y de arreglarse -pensó- se reconocía la intención entre nostálgica e irónica, extendida en el gusto de aquellos tiempos, de remitirse a la moda de hacía treinta años. La fotografía hubiera debido acentuar esa intención: ¿cómo no lo había pensado?

Antonino fue a buscar una raqueta de tenis; Bice estaría de pie, de tres cuartos, con la raqueta debajo del brazo y una expresión de postal sentimental. A Antonino, desde debajo de la manta negra, la imagen de Bice -en lo que tenía de esbelto y de adaptado a la pose, y en lo que tenía de inadaptado y casi incongruente y que la pose acentuaba- le pareció muy interesante. La hizo cambiar varias veces de posición, estudiando la geometría de las piernas y de los brazos en relación con la raqueta y con un elemento de fondo. (En la tarjeta ideal en que estaba pensando, debía figurar la red de la cancha de tenis, pero no podía pretenderse demasiado y Antonino se contentó con una mesa de ping pong.)

Pero todavía no se sentía en terreno seguro: ¿no estaba acaso tratando de fotografiar recuerdos, más aún, vagos ecos de recuerdos que afloraban en la memoria? Su negativa a vivir el presente como recuerdo futuro, a la manera de los fotógrafos domingueros, ¿no lo llevaba a intentar una operación igualmente irreal, es decir, a dar un cuerpo al recuerdo para sustituir el presente que tenía delante de sus ojos?

– ¡Muévete, qué haces ahí como un palo, alza la raqueta, demonios! ¡Haz como si jugaras al tenis! -dijo de pronto furioso.

Había comprendido que sólo exasperando la pose se podía alcanzar una extrañeidad objetiva; sólo fingiendo un movimiento interrumpido por la mitad podía darse la impresión de lo detenido, de lo no viviente.

Bice se prestaba dócilmente a ejecutar sus órdenes aunque resultaran imprecisas y contradictorias, con una pasividad que era también como declararse fuera del juego, y sin embargo insinuando de alguna manera, en ese juego que no era suyo, los movimientos imprevisibles de un misterioso partido. Lo que Antonino esperaba ahora de Bice, al decirle que pusiera las piernas y los brazos de esta forma y de aquélla, no era tanto la simple ejecución de un programa como la respuesta de ella a la violencia que él le hacía con sus requerimientos, una imprevisible, agresiva respuesta a la violencia a que Antonino la sometía cada vez más.

Era como en los sueños, pensó Antonino contemplando sepultada en la oscuridad a aquella tenista improbable que se filtraba en el rectángulo de vidrio: como en los sueños, cuando una presencia venida de las profundidades de la memoria se adelanta, se deja reconocer y de pronto se transforma en algo desperado, en algo que aun antes de la transformación asusta porque no se sabe en qué irá a transformarse.

¿Quería fotografiar los sueños? Esa sospecha lo hizo enmudecer, escondido en su refugio de avestruz, la perilla del disparador en la mano, como un idiota; y mientras tanto Bice, entregada a sí misma, continuaba una especie de danza grotesca, inmovilizándose en exagerados gestos de tenista, revés, drive, levantando en alto la raqueta o bajándola hasta el suelo, como si la mirada que salía de aquel ojo de vidrio fuera la pelota que ella seguía rechazando.

– Basta, ¿qué comedia es ésa? No era eso lo que yo quería decir -y Antonino cubrió la máquina con el paño, empezó a pasearse por la habitación.

La culpa de todo la tenía el vestido, con sus evocaciones de tenis y preguerra… Era preciso reconocer que con vestido de calle una foto como la que él quería no se podía hacer. Se necesitaba cierta solemnidad, cierta pompa, como las fotos oficiales de las reinas. Sólo en traje de noche Bice se convertiría en un tema fotográfico, con el escote que marca un límite neto entre el blanco de la piel y lo oscuro de la tela, subrayado por el centelleo de las joyas, un límite entre una esencia de mujer atemporal y casi impersonal en su desnudez y la otra abstracción, social ésta, del vestido, símbolo de un papel igualmente impersonal, como el drapeado de una estatua alegórica.

Se acercó a Bice, empezó a desabotonarle el cuello, el busto, a deslizarle el vestido por los hombros.

Se le habían ocurrido ciertas fotografías decimonónicas de mujeres en las que del cartón blanco emerge el rostro, el cuello, la línea de los hombros descubiertos, y todo lo demás se desvanece en el blanco.

Ese era el retrato fuera del espacio y del tiempo que ahora quería: no sabía bien cómo, pero estaba decidido a conseguirlo. Situó el reflector encima de Bice, acercó la máquina, se agitó bajo el paño para regular la apertura del objetivo. Miró. Bice estaba desnuda.

El vestido se había deslizado hasta los pies; debajo no llevaba nada; había dado un paso adelante; no, un paso atrás, que era como si avanzara toda entera en el cuadro; estaba erguida, alta delante de la máquina, tranquila, mirando hacia adelante, como si estuviera sola.

Antonino sintió que la visión de ella le entraba por los ojos ocupaba todo el campo visual, lo sustraía al flujo de las imágenes casuales y fragmentarias, concentraba tiempo y espacio en forma finita. Y como si esta sorpresa de la visión y la impresión de la placa fueran dos reflejos ligados entre sí, apretó en seguida el disparador, volvió a cargar la máquina, disparó, puso otra placa, disparó, siguió cambiando placas y disparando, mientras farfullaba, ahogado por el paño:

– Eso es, ahora sí, así está bien, eso es, otra vez, así sales bien, otra vez.

No tenía más placas. Salió de debajo del paño. Estaba contento. Delante de él, Bice, desnuda, esperaba.

– Ahora puedes taparte -dijo, eufórico pero ya con prisa-, salgamos.

Ella lo miró desconcertada.

– Ahora sí que te he cogido -dijo Antonino.

Bice se echó a llorar.

Ese mismo día Antonino descubrió que se había enamorado de ella. Se pusieron a vivir juntos y él compró los más modernos aparatos, teleobjetivos, equipo perfeccionado, instaló un laboratorio. Tenía también dispositivos para poder fotografiarla de noche mientras dormía. Bice se despertaba con el flash, contrariada; Antonino seguía disparando instantáneas de Bice despegándose del sueño, Bice enfadada con él, Bice tratando inútilmente de volver a dormirse hundiendo la cara en la almohada, Bice reconciliándose, Bice que reconocía como actos de amor esas violencias fotográficas.

En el laboratorio de Antonino, empavesado de películas y pruebas, Bice se asomaba en todos los fotogramas como en la retícula de un panal se asoman miles de abejas que son siempre la misma abeja: Bice en todas las actitudes, escorzos, maneras, Bice en pose o fotografiada sin saberlo, una identidad fragmentada en un polvillo de imágenes.

– Pero, ¿qué es esa obsesión con Bice? ¿No puedes fotografiar otra cosa? -era la pregunta que escuchaba continuamente de los amigos y también de ella.

– No se trata simplemente de Bice -contestaba-. Es una cuestión de método. Cualquiera que sea la persona que decidas fotografiar, o la cosa, has de seguir fotografiándola siempre y sólo a ella, a todas horas del día y de la noche. La fotografía tiene un sentido únicamente si agota todas las imágenes posibles.

Pero no decía lo que le interesaba por encima de todo: atrapar a Bice por la calle cuando no sabía que él la veía, tenerla a tiro de objetivos ocultos, fotografiarla no sólo sin dejarse ver sino sin verla, sorprenderla tal como era en ausencia de su mirada, de cualquier mirada. No es que quisiera descubrir algo en particular; no era celoso en el sentido corriente de la palabra. La que quería poseer era una Bice invisible, una Bice absolutamente sola, una Bice cuya presencia entrañase la ausencia de él y de todos los demás.

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