– Yo no dije que usted fuera el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, sino que, ahora mismo, en este momento, ese Maestro es usted.
– ¿Y el profesor Von Bülov? ¿Dónde está el profesor Von Bülov? ¿Quién es el profesor Von Bülov?
Eva no respondió. Me dirigí a los presentes.
– Si yo no soy el profesor Von Bülov, sino su doble, el
verdadero profesor debe estar, a estas horas, en el restaurante de la universidad. Pero, si alguno de ustedes quiere telefonear al Rector, le dirá que, hace dos días, me ausenté para resolver en Berlín unos asuntos. Y aquí estoy, en Berlín. El doble será el otro.
– No es un doble, sino un suplantador que elimina al suplantado.
El coronel Peers levantó la cabeza.
– Nada de lo que dice me convence, profesor. La existencia de esa serie de metamorfosis anula la validez de cualquier razonamiento, nos remite a los hechos. ¿Dónde estaba el capitán de navío De Blacas mientras alguien lo sustituía? Parece ser que en un sanatorio escasamente conocido y, además, ilegal, si bien afecto al servicio del espionaje. El verdadero Von Bülov puede también estar en un lugar semejante.
Todo lo que decía Peers, como lo que había dicho Miss Gradner, era irreprochablemente irrazonable, pero indiscutiblemente cierto, aunque también fuera increíble: por eso esperaba mi esperanza. Pero, de momento, carecía de hechos que oponer a hechos, aunque podía dilatar la situación con una fantasía verbal más o menos deslumbrante, dar tiempo a que cierta ocurrencia cuajase en decisión, a que sus líneas generales quedasen mentalmente establecidas y a que llegase un momento teatralmente efectista, la hora H de mi defensa, de mi salvación, de mi victoria: un germen como un relámpago había interrumpido un instante mi coloquio de amor en el parque, aquella mañana de niebla, y se me había clavado en la mente como una desesperada solución. En cierto modo era también una metáfora, no menos que otras veces, pero sólo en cierto modo no muy aproximado.
– Sus argumentos, coronel Peers, así como los de Miss Gradner, son tan sólidos como ese fantasma que viene desde hace tiempo alterando el statu quo del espionaje, tanto en el Este como en el Oeste; que viene vulnerando sus leyes tácitas, leyes que admiten la muerte y la traición, jamás el juego. Y lo que hasta ahora se sabe de ese Maestro, tan genial como fantástico, es que juega, pero sus juegos son, por lo pronto, sospechosamente inverosímiles. No voy a repetir los relatos tan cumplidos que hizo Miss Gradner de sus hazañas, porque coinciden ce por be con las versiones que todos conocemos; pero existe un aspecto del que no saben más que yo, aunque sepan mucho: el tema escueto del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, no en cuanto autor de esas hazañas, sino en cuanto personaje histórico. Vengo acopiando datos desde hace tiempo, con la intención de escribir uno de mis folletos acerca de esta cuestión: confío en que su lectura ayude a descubrir cierto tipo de realidades, que en el fondo no lo son, tanto a ustedes como a sus colegas del Este. Mis convicciones están hace tiempo establecidas. A mi sistema de pruebas, no obstante, todavía le falta algo para ser convincente. Les aseguro, caballeros, que no admito, en un sólo momento de mi razonamiento, la existencia de nada inexplicable, menos aún de nadie, y en esto me aparto, si bien respetuosamente, de Miss Gradner y del coronel Peers. Lo que pretendo demostrar con ese trabajo es, ante todo, que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla no es más que un conjunto de palabras, quiero decir, una denominación en el vacío.
Garnier, después de leída mi nota, había doblado el papel, y ahora le daba vueltas en los dedos. La volvió a leer rápidamente, hizo una pelota y la arrojó al fuego con la elevación necesaria para que la mano de Eva no pudiera atraparla.
– Sea más explícito, Von Bülov, se lo ruego. Es mucho lo que nos estamos jugando.
– Coronel Garnier, lo que intento decir, de lo que quiero convencerles a ustedes, es de que no existe nada ni nadie en este mundo a quien se pueda llamar, con mínima propiedad, el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. Pero no me detengo en eso. El razonamiento de Miss Gredner fue como una guirnalda de luces a la veneciana que se sostiene en postes de madera; pero, si esos postes pierden su consistencia, si se hunden o doblan, los farolillos caen, y no hay nada más grotesco que unos farolillos a la veneciana caídos y pisoteados. Pues bien: estoy en condiciones de afirmar que, por lo pronto, no hay una sola palabra de verdad en el asunto ese del Plan Estratégico robado, porque ese Plan no ha existido jamás. Si reúnen ustedes a cierto grupo de personas, todas ellas dirán que sí, que ellas lo han elaborado; pero, ¿dónde están las pruebas? ¡Dirán que lo han quemado! Pero, ¿por qué se quema un trabajo tan delicado y de tanta importancia para el porvenir de la paz o de la guerra? Y, en cuanto al robo, ¿de dónde salió ese bulo? ¿Tiene alguien pruebas de que haya sido copiado, de que lo hayan entregado a un destinatario que lo desconoce? ¡Una maniobra de desconcierto dirigida al enemigo, quiero decir, una falsa alarma ordenada por el mando! ¡Eso es, ni más ni menos, el asunto del Plan Estratégico! El primero que la dio fue, precisamente, el capitán de navío De Blacas. ¿No resulta sospechoso?
– ¡Un De Blacas que no lo era!
– ¿Qué sabe usted, coronel Peers? Más aún, ¿puede dar su testimonio personal, puede jurar sobre la Biblia, que el sargento Maxwell le haya suplantado, o lo sabe porque se lo dijeron? ¿Recuerda lo que fue de usted durante la suplantación? ¡Hasta ahora, caballeros, no hay más que palabras de unos y de otros, ni un solo hecho fiable!
– La hija de De Blacas testimonió cómo a su padre…
– ¿La hija? ¿Usted da por válido el testimonio de su hija? ¿Fue un testimonio tajante, o una serie de conjeturas, de suposiciones? Me gustaría que me lo dijese, coronel: es uno de los datos que me faltan, la declaración de la señorita De Blacas.
– No fue una declaración propiamente, fue…
Le interrumpió Eva Gredner.
– Yo estuve delante: dijo textualmente que sospechaba que su padre no era su padre.
– Miss Gradner, una hija de Madame De Blacas puede decir eso en cualquier ocasión con bastante fundamento.
Mientras los demás reían, Eva Gradner confesó:
– No lo entiendo.
– Carece de la información indispensable, que no viene en los boletines confidenciales, ni en las guías de la nobleza francesa, pero que puede obtenerse en cualquier salón distinguido de París. Para lo mío, no es menester que lo entienda. Prosigo, pues. Pieza importante del razonamiento de Miss Gradner son las diez hazañas del fantasmal Maestro, esas diez operaciones cuyo relato anonada y asombra, pero sólo por su inverosimilitud, por su imposibilidad material, por repugnar a la razón cuando no por su irresistible comicidad. Caballeros, sólo un estado de ánimo propicio, creado artificialmente, puede hacernos creer que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla mantiene preso en un juego de palabras a un colega enviado en su persecución. Pero, señores, ¿es que a esa frase, preso en un juego de palabras, le corresponde algo verificable en la realidad? Se dice que al cerebro del espionaje japonés, complicado en el asunto de los príncipes laosianos, lo envió en busca de la Flor de loto Azul, convencido de que en ella hallaría al perseguido. ¿Se dan cuenta de que sólo son palabras, más o menos poéticas? Pero, además, ¿ignoran ustedes que el asunto de los príncipes laosianos es totalmente falso, una serie de noticias de Prensa organizadas como las peripecias de una novela, que los propios príncipes se cuidaron de no desmentir, porque les convenía? ¿Y el que llamamos «affaire» del general Gekas? ¿Se cuidó alguien de comprobar su existencia? ¿Tomó alguien en cuenta las protestas del Kremlin cuando se le acusaba de haberlo secuestrado? ¡El general Gekas no existió nunca, caballeros!