– Ponte a salvo con el niño.
– ¿Tienes pistola?
– No pienso usarla.
Me abrazó, llevó una mano a la boca, emitió un silbido largo. De alguna parte, surgieron dos que se acercaron de prisa.
– Al coche. Cubridme la retirada si hace falta. Entrad conmigo.
Se volvió hacia mí.
– Si no vuelvo a verte, tendré que pensar en Dios de otra manera.
Cogió al niño por el brazo. Los otros la siguieron. Pronto oí el motor del coche; me pareció que, desde otro lugar, alguien iba en su seguimiento. Los que venían por mí se habían aproximado, casi codo con codo, pero llegó un momento en que se detuvieron. Entonces, por la vereda que estaba frente a mí, apareció un cochecillo rojo que se detuvo al borde de la plazoleta. Eva Gredner descendió. Llevaba puesto un abrigo, como correspondía a aquella mañana de niebla fría. ¿Es que sentía la niebla la piel suave de Eva Gradner? Caminó con aplomo y la habitual provocación de las caderas.
– ¿Es usted el agente Maxwell? -me dijo.
– Soy el profesor Von Bülov, ciudadano libre de un país libre.
– Es igual. Venga conmigo.
La mano izquierda la llevaba suelta y al aire, con ella me ordenaba; la diestra la guardaba en el bolsillo y seguramente apretaba una culata.
2
No es de creer que el sobrecogimiento fuese una de las respuestas a la realidad programada por los constructores de Eva Gradner a aquella impecable, impasible y sandunguera muñeca que caminaba a mi lado y, en cierto modo, bastante peligroso, me conducía: habituada como estaba a transitar por pasillos más imponentes que los del Cuartel General (por los que yo no sabía bien si buscábamos un despacho, un jefe o una mazmorra), parecía mirarlo todo desde arriba, pero sin engallarse, sin necesidad de encaramarse más que a su propia prestancia. Algún soldado de origen visiblemente mediterráneo chasqueó los dedos al pasar, y un marinero francés se le cuadró: no sé si alguien me habrá envidiado durante aquella caminata. Después de varias idas y venidas, subidas en ascensores sospechosos y descensos por escaleras resabiadas, resultó que nuestra meta era una habitación fríamente decorada y deliberadamente incómoda, algo así como el vestíbulo de la cámara de tortura psicodélica. Allí la Espía Prodigiosa me dejó de momento, encerrado, sin decirme palabra, ni un mal «¡Espere!», menos aún «¿Quiere usted un cigarrillo?» ¡Y menos mal que había ceniceros! Tenía fumado ya el segundo de los míos, había comprobado varias veces, a través de una ventana con rejas, que la niebla persistía, y empezaba ya a pensar si debía empezar a maldecir, cuando entró un oficial de uniforme y me rogó, en alemán, que le siguiese. Fuera, esperaban dos soldados que nos escoltaron (espero que con pistolas amartilladas) a través de más pasillos, de nuevas escaleras, de disimulados ascensores, todo igualmente funcional, pero menos amenazante que lo anterior. En su conjunto, no me causaba ya sorpresa, menos aún molestia, porque aquéllos, u otros semejantes de aquel mismo edificio, los había recorrido varias veces, en compañía siempre de un uniforme, si bien fuera ésta la primera vez que, además, me vigilaban. Algunas puertas estaban abiertas, y, por el olor a tabaco que salía de ellas, se podía conjeturar la nacionalidad del ocupante, francés, inglés o norteamericano. Alguna de las personas con la que nos cruzamos me saludó sin sorpresa: «¡Buenos días, profesor! ¡Adiós, profesor!»: tal vez había tenido con ellos trato profesional, tal vez sólo hubiéramos tomado algo en la cafetería. El oficial que me conducía, y que marchaba delante, se volvió una de aquellas veces, me examinó de arriba abajo e hizo un gesto que podía ser de incomprensión, pero también de estar en el secreto. La capacidad gestual de nuestro rostro es inferior al número de
expresiones que le están encomendadas, y de ahí tantos errores, sobre todo en materia de espionaje, si bien pudiera entenderse precisamente lo contrario, que siendo escaso lo que
se tiene que decir, y tantos los posibles movimientos de la
cara, un mismo sentimiento se puede comunicar de mil maneras diferentes, lo que también engaña. Por una razón o por la otra, no alcancé a averiguar lo que el oficial quiso comunicar con su gesto, ni si me lo dirigía a mí.
Llegamos a una rotonda de la que arrancaban media docena de crujías mucho más familiares. El oficial se detuvo ante una puerta por la que Von Bülov había entrado algunas veces: solemne en bronces y barnices, mayor de lo necesario, imponente. El salón que cerraba había sido concebido como una desgarrada imitación americana de la petulancia nazi, en altura, en mármoles, en desnudeces casi inabarcables, y a Von Bülov, siempre que entraba allí, le sucedía como si entrase en un barco, él, que no había navegado nunca más que en las barcas del lago: que todo se estremecía y meneaba como un barco sacudido en la mar, cuando nada en el mundo era menos parecido a un barco que aquel salón; pero todos tienen sus rarezas y ésta era una de las de Von Bülov, de modo que yo me encontré, por una parte, como en el combés de un paquebote, y, por la otra, en aquel inmenso, frío salón, corregido en los detalles por los ingleses, que habían amenguado la desolación de las paredes con grabados de caza y de diligencias, y, el conjunto, con unos cuantos asientos de la mejor línea anticuada y, sobre todo, de la mejor calidad: sus tonos rojizos de cuero de buey teñido suavizaban el conjunto y permitían recuperar la idea de que aquel vasto espacio estaba destinado para hombres, no para führers. No creo que procediera de ellos, de los ingleses, la ocurrencia de hacer monumental la chimenea, y de decorarla ostentosamente con el escudo norteamericano; pero quizá lo de que el fuego fuese proporcionado a aquel enorme hogar, y de que estuviese encendido, pertenecía al repertorio de las decisiones británicas. Por último, los mandos franceses habían exigido la presencia ostensible de búcaros floridos, todos los días distintos, según un orden registrado en alguna parte en que las flores se enumeraban con los días, rosas y petunias, los lunes; lilas y claveles, en primavera. Pero como los franceses, una vez reconocida la espiritualidad de su exigencia, no habían vuelto a ocuparse de las flores, y les bastaba con verlas, cada día distintas, el encargado de cambiarlas, un sargento de intendencia con fama de espabilado, había decidido que fueran artificiales, verdaderos primores de flor realizados en material plástico: no les faltaba más que oler. No creo que nadie le hubiera descubierto aquel gato por liebre: si yo llegué a darme cuenta, se debe a que habiéndome cambiado en flor infinidad de veces, me siento tan afín a ellas, que las presiento en la íntima realidad de su ser bello.
El oficial se apartó a un lado, se cuadró sin taconazo.
– Buenos días, señores.
Fue un verdadero revuelo. Yo creo que hasta las llamas de la chimenea, habitualmente mansas, se alborotaron al oír mi saludo.
– ¡Von Bülov!
– ¡Pero si es Von Bülov!
– ¡Profesor…!
Me rodearon en seguida tres o cuatro militares de distinta lengua y equivalente graduación, de uniforme, condecorados. Sólo mi antiguo conocido, mi compañero del C. G. A., coronel Peers, en nada semejante a Zeus, pero sí a Winston Churchill, no se había movido del lugar que ocupaba junto a la larga mesa de los consejos, donde también permanecía, sobre sus largas piernas, Eva Grodner. El rostro coloradote de Peers expresaba posible incomprensión y un seguro principio de enfado; el de la Espía Arquetípica, nada.
– Éste no es Maxwell, señorita. Lo conozco muy bien.
Peers lo afirmó con bastante energía, aunque no toda la esperable de quien había ofrecido a su pueblo, en un momento grave, sangre, sudor y lágrimas.
– Lo que yo dije fue que les traería al que robó el Plan Estratégico y lo entregó a los soviets. Ahí lo tienen.