El General segundo jefe exclamó que, desde luego, tendría que dimitir.
– Contamos con una posibilidad a nuestro favor -les dije-que consideren el Plan como un caballo de Troya.
– ¿Y eso qué es?
Los ingleses sonrieron sin demasiado disimulo, aunque también sin demasiada estridencia, y no mostraron oposición alguna a que yo explicase a alguno de los presentes el significado de la metáfora, con lo cual la cultura del capitán de navío De Blacas quedó en muy buena situación.
– De todas maneras, hay que poner en marcha el dispositivo.
– Lo está desde ayer mismo, mi General.
Antes de abandonar el castillo, dejé dispuesto y ordenado el secuestro del Mayor Clay: nada difícil dada su afición a las discotecas nocturnas.
2
Identifiqué el Robot en Decadencia gracias a la cerveza intacta y la mirada fija en la puerta como si esperase a alguien que no existe: una mirada ni siquiera de ciego, ni siquiera mirada, sino elemento indispensable de un mecanismo electrónico cuya eficacia se basa en el engaño y se ejerce como olfato y como muerte. Era un sujeto delgado, de un rubio casi albino, inexpresivo. Irina, en el lugar previsto, hojeaba el periódico. Busqué un teléfono, y hallé cerca una cabina. Rogué que le pasasen la llamada a tal cliente. Después de una corta espera, aquella voz de Irina, que parecía creada para recitar poemas de gran musicalidad y decir además, aunque de una manera algo compleja, un sencillísimo «Te quiero», preguntó:
– ¿Quién es?
– Escúcheme -le respondí-; ese sujeto de traje de color penicilina y rostro inmóvil que se sienta frente a usted, a la derecha, es el que quiso matarla anoche. Le daré luego instrucciones para que se convenza por usted misma de que es uno de los robots de que le hablé ayer, pero, antes, quiero advertirla de lo que importa más, es decir, la manera de librarnos de él. Si no lleva usted en el bolso el frasco del perfume que usa, compre uno al salir, en una perfumería que encontrará tres casas más allá del café, a la derecha. Al llegar a la esquina, deje caer el frasco al suelo, o arrójelo discretamente, de modo que se rompa. Esto es muy importante, de suerte que, si el vidrio no se quiebra, tendrá que pisotearlo con fuerza. Inmediatamente corra hacia un «Volkswagen» gris, parado en la misma esquina, y entre en él sin dilaciones. Desde su interior, si le interesa, podremos asistir a la respuesta del susodicho robot a nuestra estratagema. No descarto la posibilidad de que sea peligroso, pero el coche ofrece protección suficiente. Ahora bien, si le divierte comprobar la naturaleza mecánica de su perseguidor, al pasar por delante de él, deje caer el bolso. Cualquier persona normal, incluso cualquier Agente enemigo, se agacharía para recogerlo. Éste no se moverá, porque, para él, ni usted ni el bolso existen. Una advertencia más: consulte su reloj, deje pasar tres minutos, y sólo entonces levántese, pague al camarero y salga.
Me respondió con un «Está bien» bastante abstracto. Los tres minutos me daban tiempo de acercarme al café y de poder contemplar la salida de Irina, que aquella tarde se había puesto un traje sastre color gris que si no ayudaba a distinguir su figura entre la gente de la calle, ponía de relieve la delicada curva de sus caderas. Vi cómo dejaba caer el bolso, cómo no se movía el robot; cómo, en cambio, lo hacía un caballero entrado en años que, sin embargo, llegó tarde, aunque no para recibir las gracias de Irina, confiadas a una sonrisa. Pasó por mi lado sin reconocerme, y yo esperé a que
el robot se levantase y saliese también: caminaba con naturalidad, e incluso con esa flexibilidad de movimientos que el anquilosamiento cerebral, cuando no pasa de los comienzos, permite mantener a los cuerpos ejercitados en el deporte. Irina no se detuvo en la perfumería; yo, entonces, corrí para alcanzar el coche a tiempo: me había instalado en él cuando Irina, en la misma esquina, pisoteó un frasquito y corrió hacia donde le esperaba la puerta entreabierta de mi «Volkswagen».
– Entre y no se mueva.
Ella me obedeció casi sin mirarme. El robot había llegado también a la esquina, se había detenido, olfateaba en todas direcciones, parecía un perro enloquecido, aunque silencioso: un algo de espantapájaros movido por un viento giratorio. Sus contorsiones llamaron la atención. Alguna gente se detuvo. De pronto, sacó una pistola del bolsillo y empezó a disparar al aire, dos disparos quizás: antes de disparar de nuevo, ya lo habían sujetado y arrebatado el arma, ya la capa de un flic se mezclaba a los trajes civiles. Irina había seguido la escena sin moverse. Conecté la emisora del coche, di la señal convenida con el C. G. A.: «Uno de sus agentes acaba de volverse loco en la Calzada de Antin. Lo más seguro es que lo lleven a la comisaría del distrito», y antes de que me preguntaran, colgué.
– En cualquier caso, no conviene que la Policía se entere de que estos muñecos andan sueltos por las calles de París. La Prensa podría armar un alboroto.
Irina, entonces, me miró de soslayo.
– ¿Quién es usted?
– ¿No se lo dijo Yuri?
– Desgraciadamente, no hemos podido hablar a solas. Nuestra despedida fue delante del Embajador, y, lo que es más molesto, delante de Iussupov.
Busqué en el bolsillo del chaleco mi credencial y se la entregué en silencio. Ella la contempló, primero con curiosidad, después con estupor, quizás incluso incrédulamente. Me miró…
– ¿Usted? ¿Es usted?
– Desde hace no mucho y quizá por poco más. ¿Quién sabe?
Quedó callada, inexpresiva. Yo había puesto en marcha el coche.
– ¿Adonde me lleva?
Por supuesto, no al Cuartel General, donde tengo mi despacho. Sería difícil justificar su presencia allí, donde mucha gente la conoce y a la que entraría de pronto la inexplicable comezón de detenerla e interrogarla. Hay un lugar en París donde se encierra, cuando lo necesita, el capitán de navío De Blacas, donde antes que él se encerraron otros nombres, y donde podremos hablar tranquilamente. Pero no la llevaré allí, si usted no lo desea.
Ella sonrió.
– Anoche, le dije a alguien que soy curiosa.
– Sí. A Yuri Etvuchenko. Y él le contó una historia increíble.
– Totalmente.
– Que, sin embargo continúa…
– Para justificarme ante mí misma, me considero en acto de servicio.
Irina abrió el bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió con el mechero eléctrico del coche.
– Al menos de momento -dijo después.
Nos habíamos metido en un buen atasco de automóviles y empezaba a llover. A Irina pareció atraerle de repente el baile estúpido del limpiaparabrisas, indiferente a mis dificultades para sacar al coche del atolladero. Logramos salir, más por suerte que por habilidad. Di un rodeo para no meterme en nuevos berenjenales, y, sin mayor tropiezo, me hallé ante la puerta de mi garaje, que ascendía lentamente. Irina me siguió en el descenso a aquel almacén de automóviles tan parecido a un departamento cualquiera del infierno; me acompañó en el ascensor y esperó a que abriese la puerta, sin prestar atención a mis precauciones demasiado evidentes: cerrojos y dispositivo electrónico de la más alta precisión, que quizá no sirviesen de nada ante una carga de goma dos, pero que me divertían. ¡Cuántas veces en esas tardes de tedio, que no perdonan ni al que se juega la vida, me entretuve en burlarlos! Recuperé a Irina, parada en medio del salón, mirando los objetos colgados en las paredes, los dispuestos en mesas y vitrinas: esos testimonios que ya dije de mis metamorfosis, que, si no un museo importante, me servían
al menos para acordarme de mí mismo y de mis casi incontables etapas.
– Me gusta más mi salón, aunque sea modesto. Éste parece la tienda de un proveedor de coleccionistas extravagantes.
– En cualquier caso -le dije-, es una caprichosa colección que no es indispensable contemplar y de la que se puede prescindir cuando se quiera. Venga.