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– Denunciarme, ¿a mí? ¿Es que sabe acaso quién soy yo?

– El Capitán de Navío De Blacas -respondió, vacilante.

Yo reí, entonces:

– Sí, en efecto. Denúncieme, y será como denunciarse a sí misma. A mí no me sucederá nada, y, a usted, la fusilarán.

Vio claramente la muchacha (era bonita, aunque algo insípida): inclinó la cabeza y murmuró:

– Usted gana.

– ¡Oh, y usted también, por supuesto! Esa cantidad, que no le daré jamás en virtud de una amenaza, tengo mucho gusto en ofrecérsela en concepto de gasto de viaje.

– ¿Adonde?

– Al olvido.

Estas relaciones con terceros, este riesgo en que puse a la operación en su conjunto, sirvió para refrenar mi ternura, remitirme a los viejos procedimientos y elegir, contra mi sentimiento más íntimo y para las ocasiones futuras, el gurruño en lugar del guiñapo. No me fue difícil, sino más bien un juego, apartar al verdadero De Blacas de toda responsabilidad en el asunto, ya que en realidad no la tenía, y lanzar la sospecha de que quien había intervenido como agente quizá de la KGB, o acaso del mismísimo Pacto de Varsovia, fuera un tal M. Parquin que con frecuencia se hacía llamar Mlle. Parquin, o una tal Mlle. Parquin que a veces se presentaba como M. Parquin. Esta ambigüedad del personaje mantuvo, algunas horas, a las cabezas pensantes más ilustres de la NATO en la más angustiosa e incómoda perplejidad, de la que les redimí con la propuesta de que se enviase contra el señor o la señorita Parquin, al mismo tiempo y sin que ninguno de ellos tuviese noticia del otro, al agente C29, que era un hombre, y al B37, que era una mujer, uno y otra con particularidades tales que, tanto en el caso de que Parquin fuese señor, como en el de que fuese señorita, resultaban, no ya indispensables, sino insustituibles. Por lo demás, nadie, salvo yo, conocía la verdadera identidad del o de la perseguida, el lugar en que se hallaba y la responsabilidad que le había cabido en el asunto (la de mero correo, pues él o ella, a veces disfrazada de él y a veces disfrazado de ella, había traído, desde un lugar desconocido hasta París aquel abrumador conjunto de folios que constituían el Plan Estratégico). En tanto que los sabuesos levantaban la caza, aconsejé que los diversos departamentos de la Institución se pusieran inmediatamente a trabajar, con el fin de sorprender al Pacto de Varsovia y a la KGB con un Plan Estratégico paralelo al de los Países de influencia soviética y de la URSS comprendida, realizado conforme a la doctrina de la NATO, y yo no sé si a causa de la superioridad de nuestro instrumental en su conjunto, o sólo a la de nuestras computadoras, el Plan resultó tan perfecto que sus mismos autores se asombraron de su perfección, se asustaron ante la idea de que Rusia pudiera llegar a conocerlo, y después de sucesivos cabildeos, de consultas a los gobiernos interesados y de repetidos sondeos y comprobaciones, acordaron la necesidad de su desaparición, a ser posible con intervención del fuego, cuyas cenizas pueden ser fácilmente aniquiladas; a lo que se procedió con el heroísmo de quien destruye una obra maestra e irrepetible sólo porque su lectura puede ser perjudicial para los niños. Pero, durante el tiempo de los dimes y diretes, yo me había procurado una copia clandestina, y cuando los montones de folios, los grandes mapas y toda la documentación adjunta ardía con luminarias de esperanza en la gran chimenea del castillo de Leu, donde nos habíamos reunido, el Embajador de Rusia en París hallaba encima de su mesa la nota en que se le daba cuenta del Plan y de las condiciones en que le sería entregado un ejemplar, el único, para su envío al Kremlin: salvo si el Kremlin disponía de otros medios, quizá melodramáticos, pero no más efectivos, de apropiárselo. Es curioso: aquella misma tarde, casi en el momento en que abandonábamos el castillo y justo cuando el señor Embajador leía, estremecido, el mensaje, se recibió la noticia de que el agente C29 había asesinado al B37 y se había suicidado después o viceversa, o que, por lo menos, se habían entrematado. De M. o Mlle. Parquin no decía nada la noticia. En cuanto a mí, me desinteresé del asunto, porque algo más próximo y entretenido mantenía mi atención puesta en la conducta del General en jefe, quien, aquella misma noche, encontró debajo de la almohada las pruebas de que era él quien había hecho las copias y de que era él quien las había puesto en circulación. Sentía curiosidad por asistir, lo más de cerca posible, al proceso que le conduciría a la dimisión o al suicidio. Dimitió. Y tan rápidamente lo hizo, tan sin trámites dramáticos, aunque sí secretos, que me hallé con más tiempo libre del que esperaba antes de dedicarme por entero a la recepción de Eva Gradner, o quizá Grudner, cuyos primeros síntomas de actuación esperaba de un día para otro. Por eso me fue posible entregarme holgadamente y sin premuras de tiempo, a lo del Plan Estratégico.

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Una mañana me llamó a su despacho el general segundo jefe: llamada que esperaba al menos desde el día anterior. Me recibió y saludó con su habitual simpatía, con su campechanía de agricultor del Medio Oeste, de donde procedía y, aproximando su boca a mi oído derecho, me susurró algo así como esto: «Sígame sin decir palabra, sin la menor pregunta», y echó a andar hacia la puerta de la terraza, adonde le seguí. Pareció vacilar un instante; después dijo: «No pueden haber instalado micrófonos en todas las baldosas», y me encaminó hacia la escalinata que conducía al jardín. Al seguirle, mi cara mostraba la más absoluta indiferencia compatible con la más rigurosa disciplina, pero, en mi interior, me divertía con las congojas del señor general segundo jefe, quien, de pronto se sacó la pipa de la boca, se volvió a mí, y me preguntó:

– ¿Cree usted que también pueden haber instalado un micrófono en el interior de mi pipa?

– Mi general -le respondí-, según mis informes, la técnica soviética ha obtenido resultados asombrosos en la escala de los macro, aunque no en la de los micro, y no he recibido informes de que ninguna marca japonesa trabaje para los soviets, al menos hasta ahora.

– ¿Cree entonces que puedo seguir fumando mientras hablo con usted?

– Sí, pero le ruego que procure echar el humo hacia el lugar adonde se dirige el viento, bien entendido que yo estaré hacia el lado opuesto.

Debiera haber usado, en este caso, la terminología idónea, pero comprendí a tiempo que un agricultor del Middle West ignora por lo común lo que quieren decir barlovento y sotavento. Estábamos en una plazoleta bastante amplia. Miró a su alrededor.

– Yo creo que podemos hablar sin miedo alguno.

– Lo mismo creo, señor.

– Pues bien, me bastarán dos palabras para enterarle de que el Plan Estratégico para la Defensa de los Países del Este nos ha sido robado.

– Yo mismo vi cómo ardía, señor. Unos folios tras otros, hasta el final.

– Había un duplicado.

– ¿Clandestino?

– Por supuesto, y eso nos confina, al menos por un período de diez años, en la más irreparable situación de inferioridad ante las fuerzas del Pacto de Varsovia, salvo si ciertos experimentos con el Rayo Láser resultan. A usted no se le oculta que el Plan elaborado por los rusos, referido a Occidente, revelaba que, al menos en un punto, somos vulnerables, pero también sabe que, según nuestro estudio, los Países del Este serán absolutamente invulnerables… en el caso de que logren hacerse con el texto de nuestro Plan y lo pongan en práctica. Pues bien: ese texto existe y está en venta.

Yo simulé una meditación y fingí un discreto asombro.

– ¿Se sospecha de alguien? -pregunté.

– De todos y de nadie, como es lógico; de nosotros como de los demás. Y le aseguro que al sospechar de mí mismo me armo un lío mental bastante grande, porque estoy convencido de que yo no tuve arte ni parte en el asunto, pero, por razones de método, no puedo dejar de contarme entre los sospechosos.

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