Un razonamiento parecido me obligó a recoger en el aire la brizna de destino cuando ya la había adjudicado al nombre de Sanders: teníamos que esconder a Irina, y eso no nos permitiría seguir jugando al criquet. Ignoro la fuerza que sobre mi voluntad podrían hacer los hábitos y las aspiraciones deportivas de Sanders, pero fácilmente imaginaba lo que harían los periódicos, los aficionados y los clubs. Llegué, en el mismo momento, a la conclusión de que la única persona cuyo destino aparente no se vería alterado por mi intervención y mis proyectos era Von Bülov, ya que nada procedente de Irina, menos aún su compañía, le impediría enseñar Historia e ir aclarando algunas confusiones universales con la publicación de breves folletos periódicos, que casi no se leían más que en los Estados Mayores, en los Ministerios de Asuntos Exteriores y en la Bolsa de Londres. A las Universidades no habían llegado todavía, pero no porque esas gloriosas instituciones careciesen de curiosidad, sino porque a Von Bülov se le había olvidado enviarles alguno de sus cuadernos (brochures, solía llamarles De Blacas), y su modestia le impedía recordar siquiera que si Einstein había revolucionado la Física con apenas una página, él podía revolucionar la Historia con unas pocas más. La brizna del Destino, el 0,01 estaba ante mí como una bolita de marfil que pudiera empujar con el dedo, o, mejor, como una bola de golf a la que basta ya una ligera caricia del stick para hundirse en el hoyo. Se la hice. Entonces, cogí el teléfono para encargar un pasaje para Berlín Oeste. No a nombre de Maxwell, por supuesto: Maxwell estaría siendo buscado por todos los lugares de París, exceptuando quizás el barrio en que yo me refugiaba. Hice, primera vez en mi vida, una pequeña trampa: utilicé los recursos del C. G. para que el pasaje lo reservaran a un número y a una clave. Todo fue bien. Ahora me faltaba metamorfosearme en mi portero, único modo de salir de París sin ser inmediatamente detenido. Mi portero había combatido con Leclerc y solía llevar en la solapa una medalla muy ostentosa. No tuve más remedio que aceptarlo. «¿Quiere subir a mi departamento, Paul?»
2
No dejó de divertirme su intimidad, golfo parisino ya en situación de reserva, más memoria que acción, pero mi atención a sus recuerdos y deseos fue meramente informativa y por razones de seguridad. Aunque, desde un principio, acepté como indispensable (era casi su seña de identidad) la condecoración en la solapa, prescindí con la más absoluta falta de respeto a su modo de vestir e incluso a su modo de moverse, hábitos y movimientos que conculcaban mis convicciones más impepinables y que, en otras circunstancias, hubiera tenido que aceptar, pero no en ésta, cuando pensaba que mi tránsito por la personalidad de Paul sería menos duradero que por otras. Así, me vestí correctamente y me puse una corbata neutra: ¡nada de patriotismo en la corbata! Aunque quizá convenga dejar constancia aquí de que el de Paul se extendía también a los tirantes, a la camiseta y a los calzoncillos, prendas en que se combinaban, con cierta monotonía, los colores nacionales: con ellos quedó, con ellos lo metí en una maleta preparada para estos casos, que facturé con destino a Berlín Oeste: pensaba devolver a Paul sus pertenencias en cuanto me fuera posible, aun a riesgo de recuperar lo de Maxwell. El espejo me convenció de que mi aspecto era bastante aceptable, aquel espejo de mi cuarto de baño, tan superficial, tan sin historia: era un espejo brillante, incompatible con cualquier misterio, incluido el de quien se mira en él. No retenía la imagen, no la profundizaba, no la ponía en relación con imágenes perdidas o vagabundas, sino que casi la arrojaba de su espacio, como si quisiera quedar a solas con su propia vaciedad. Yo lo usaba para ejercicios de ascesis.
Me acerqué a la casa donde Irina había vivido: no esperaba hallarla todavía vigilada, ni por los suyos ni por los míos, pues, tras su marcha, unos y otros se habrían apresurado a registrarla y quizás a despojarla. De todas maneras, me tomé un café en un bar de enfrente, cuyo propietario resultó ser también secuaz de Leclerc, si bien, por fortuna, en brigada distinta de la de Paul. Tuve que escuchar el relato breve de sus hazañas, pero le hago el honor de reconocer que en ningún momento dijo «yo», sino «nosotros». Me limité a citar vagamente la entrada en París, aunque hubiera podido relatarle la campaña entera, no gracias a los recuerdos de Paul, sino a mis propios saberes. En resumen, ¿qué más da? La portera de la casa de Irina carecía, lamentablemente, de recuerdos bélicos, y tuve que abordarla derecho y por las buenas. Me referí, arriesgándome, a ciertas visitas llegadas durante las horas anteriores, e hice recaer sobre aquella gente brusca y bastante ineducada, las más siniestras sospechas por el procedimiento de revelar a Madame Jeanne, ése era su nombre, que se trataba, uno de los grupos, de la KGB, y, el otro, de la CÍA. Como Madame Jeanne era furiosamente chauvinista, denostó de ellos equitativamente, pero no por eso se mostró dispuesta a facilitarme la entrada. Entonces, le supliqué:
– Suba al departamento de la señorita Tchernova; si tiene usted alguna dificultad de visión, lleve las gafas consigo. En el ángulo superior derecho de su dormitorio, verá un puñal clavado, y, de paso, se dará cuenta de que las velas de los iconos se han apagado o quizá consumido. Mi única misión es recobrar el puñal y encender las velas. Ya sé que usted puede hacerlo también, pero la señorita Tchernova me suplicó que lo tomase a mi cargo personalmente. Suba, pues, y compruebe, y si miento, écheme del portal.
Madame Jeanne me miró con desconfianza, pero, de repente, dejó de desconfiar.
– Usted no es su novio, ¿verdad?
– No, señora. No soy más que un mandado.
– ¿Sabe dónde está la señorita?
– En Berlín Occidental.
– ¿Y piensa verla pronto?
– Lo espero, al menos, y hasta podría decirle que ella lo necesita.
Echó a andar hacia la escalera:
– Le daré también la correspondencia que ha llegado estos días.
Arrimado a la puerta de entrada, me entretuve en ver pasar modistillas que salían de un taller vecino: pimpantes, pero un poco apresuradas bajo la lluvia. Entraban casi todas en alguno de los tres bares y restaurantes a la vista. Madame Jeanne no tardó en regresar: traía el puñal bien envuelto, y me lo entregó con un par de revistas literarias y unos sobres que contenían anuncios, de esos que vienen dirigidos «Al ocupante del piso tal de tal casa».
– A esas velas les queda poca vida.
La escuché con un escalofrío inesperado y no reprimido: me había alterado el espíritu aquella frase, se me ocurrió entenderla como una premonición de amenaza a Irina. Saqué dinero del bolsillo, dinero suficiente.
– Le ruego que acepte este anticipo, Madame. Cuídese de comprar las velas necesarias en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa, y de tenerlas siempre encendidas. Se lo ruego de todo corazón: que no se apaguen.
Le di las gracias, y ella me respondió con un beso para la señorita. Si alguna vez tuviera que volver a aquella casa, Madame Jeanne me dejaría entrar y estar en ella. Pero, ¿se acordaría de encender las velas todos los días?
Mi avión tardaría en salir. Preferí, sin embargo, marchar al aeropuerto y almorzar allí. Aproveché la soledad del restaurante (quiero decir la mía) para leer los diarios. Cerca de mí, azafatas en grupo reían y bromeaban: descubrí entre ellas a Solange, llamada también Felicia, y no sé si otras veces Suzy. Era una mujer esbelta, de elevada estatura, muy hermosa. Había trabajado para los japoneses contra los rusos, con los rusos contra los americanos, y ahora parecía servir a una vaga Tercera Fuerza, tras la cual no sabe si se esconde la Primera o la Segunda. De haberme presentado como De Blacas, me hubiera reconocido, pero al ex combatiente Paul ningún Agente se dignaría mirarlo. Fue conmigo en el avión. Tuve ocasión de preguntarle su nombre, y me respondió que Mary; le pedí una coca y me trajo un cubalibre (mientras me lo servía, me costó un gran esfuerzo contener a Paul, cuya mano buscaba unas pantorrillas): también me ofreció una estilográfica a precio de aeropuerto. Volábamos por encima del Rin cuando me preguntó: