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A la vista de mi terraza, muy cerca, rompe la mar en unas rocas cuya cima más alta no he visto nunca barrida por las aguas, aunque sí por el viento, o levemente tocada por la brisa. Suelo sentarme allí para contemplar el horizonte, donde hay grises de plata y púrpuras intensos. Lo que pienso es que, ese día, en esa cima de la roca, derramaré las cenizas de Irina y me trasmudaré en vilano, porque nada hay más sutil en que pueda cambiarme. Lo haré un atardecer, cuando el aire se mueva. Si escojo bien el instante, quizá nos lleve el viento al infinito.

Salamanca, veintinueve de diciembre, 1983

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