– ¿Cuál, monsieur De Blacas?
– ¡Ah, si lo supiera! -le respondí con cierta melancolía.
Lo decía convencido de que, en aquella ocasión, el vacío era yo, y nadie sabía mi nombre. Le invité a pasar el fin de semana en el castillo de Blacas, lo cual no sirvió para nada, pero nos divertimos mucho nadando en el estanque.
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Lo dejé ciertamente en el aire en el primer volumen de mis Memorias, ese escrito cuya edición completa fue requisada y destruida por orden de un Gobierno que, previamente, la había adquirido entera. ¿Un gran error político o un acto de sabiduría? Según se mire, pero en semejantes casos, el quid no está tanto en el punto de vista como en su elección. La de acordar, nada menos que el pleno del Gabinete, la condición apócrifa de aquellos textos, hubiera sido una solución inteligente, de no ser además la única posible, pero ni aun así quedaban justificadas las consecuencias. Destruyendo la edición de un documento histórico de la calidad de mis Memorias, se crea necesariamente un agujero negro en la imagen que en el futuro pueda hacerse de nuestro tiempo, pero no debemos olvidar que la operación a que todos los políticos de todos los tiempos se han aplicado con ahínco loable es a la destrucción de documentos fidedignos y a la creación de esos vacíos estremecedores, esos abismos, de modo que la Historia se tenga que construir no sólo con la acumulación innecesaria de materiales dudosos sobre temas baladíes (¿Quién podrá dilucidar el pasado fiándose de la Prensa?), sino imaginando lo que pudieran dejar en claro los acontecimientos verdaderamente trascendentales. Y yo soy uno de ellos, aunque no tenga nombre, aunque no sepa quién soy, aunque ni siquiera sepa si soy. ¿Cómo, de otra manera, hubiera podido llevar a cabo eso que no sé si llamar hazañas o ejercicios de ingenio? Del mismo modo que nadie es invencible, al menos teóricamente, tampoco nadie es inimitable, menos aún incontrolable, y, por supuesto, inidentificable. Preveo la necesidad de explicarme a mí mismo, en otra situación, dentro de pocas páginas, y tampoco entonces podré aclarar el misterio. De momento, sin embargo, conviene adelantar algunos datos. Sería inteligente que se me entendiera, para empezar, como un sistema de paradojas en equilibrio inestable del que no me siento autor: carezco de nombre, pero en todas las Cancillerías y en todos los primeros despachos de los Servicios Secretos, empezando por el mío actual, existe una carpeta o una serie de ellas en cuyos marbetes se lee; «Informes sobre el Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla.» Reconozco que es un bonito nombre, la pérdida de alguien en la niebla siempre resulta poética; pero me lo apliqué yo mismo cuando, al servicio directo del Intelligence Service, Sir Ronald Colman me invitó a bautizar con alguna palabra clara y suficiente a aquel fantasma de contornos tan inconcretos que casi carecía de ellos: «El maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Estuve dudando entre niebla y arena, escribí el nombre con las dos variantes, pero mi decisión no fue, en realidad, un acto de naturaleza estética, como hubiera debido, sino una cortesía hacia la ciudad en que me hallaba. Quizá también una concesión indetectable al realismo, el repudio de una metáfora fácil, yo, que suelo usarlas de regular complicación. Porque en la niebla me he perdido muchas veces: en la arena, jamás. Aunque nunca se sabe…
Espero que se comprenda, sin embargo, que no actúe con ese nombre, pues, teóricamente, yo debo desconocerlo. Quizá convenga traer a cuento, a modo de puente, el recuerdo del Hombre Invisible, de Wells, quien (el H. I.), como recordarán, tenía que andar vestido para ser visto, a pesar de lo cual, debajo del sombrero, en el espacio mediante hasta la bufanda bien subida, se abría un abismo de vacío. Pues yo me veo en la necesidad de usar en cada caso, no sólo el nombre de otro, sino su personalidad entera, y no digo su persona, porque ciertas propiedades de que dispongo, y que voy a explicar, lo hacen innecesario. Yo fui discípulo de Yajñavalkya, el gurú incomparable, de imperecedero recuerdo: glorificado en las Universidades Americanas, y objeto hoy de tantas tesis doctorales y de tantas investigaciones paranormales; definido y aun deificado de tantas maneras contradictorias, que se hace difícil decir, no sólo cómo fue, sino si fue de algún modo, incluido el más elemental del mero ser: reconocido por todos los gurús como el Maestro sublime en los misterios de la personalidad, lo cual no deja de ser un modo bastante vago de reconocimiento. ¡Lo que habría cambiado la vida de los hombres si Yajñavalkya, en vez de pasarse la existencia predicando en el fondo de una selva hindú, se hubiera instalado en una ciudad occidental y hubiera abierto tienda de sabiduría! No es imposible, lo reconozco, que la propagación excesiva de sus doctrinas y, sobre todo, de sus técnicas, hubiera hecho la convivencia imposible, hasta conducirnos al suicidio colectivo, después de intentar el aniquilamiento mutuo según la más antigua de las tradiciones. Yajñavalkya me perfeccionó, entre otras cosas, en el arte de asumir la personalidad ajena (o, dicho más crudamente, de apoderarme de ella) y de vivir como si aquella biografía y aquella manera de ser fuesen realmente mías: de lo cual resulta siempre, además, que varía mi aspecto físico, el cual no es nunca otra cosa que la consecuencia de una personalidad operando sobre la materia. Mi capacidad de recibir las formas más variadas me obliga a cambiar continuamente de fisonomía, si quiero ser, sentirme, actuar, si quiero que mi extraña, inexplicable inteligencia (que el propio Yajñavalkya no alcanzó a comprender), encuentre el mínimo soporte necesario para poder actualizarse, aunque sólo sea jugando. Pero esta necesidad se convierte en una cualidad incomparable cuando el que la experimenta ha escogido, como manera de andar por el mundo, quizás hoy la única atractiva, la condición de agente secreto. Confieso que este constante, ininterrumpido cambio de aspecto, no me fatiga (aún), pero sí que me fastidia a veces, pues lo mismo que me veo en la necesidad de apencar con las buenas o las malas cualidades físicas de la personalidad que tomo en préstamo, tengo igualmente que cargar con su carácter, con su pasado, con su vida sentimental y con sus vicios. Y esto me ha llevado con frecuencia a la comisión de actos que repugno. Bien es cierto que, cuando devuelvo a su poseedor legítimo la personalidad robada, con ella van los escrúpulos o su carencia, los remordimientos o el cinismo. Yo quedo limpio. De los malos ratos pasados me desquito a veces con entretenimientos inocentes, por ejemplo, encargando al agente cuya personalidad acabo de devolver, de mi propia persecución, con lo cual al poco tiempo descubre, y no logra explicarse, que se está persiguiendo a sí mismo. Es uno de mis trucos, algo así como el
remate típico de mis operaciones, hasta el punto de que, como les explicaba a mis colegas en unos cursos que siguieron los agentes especializados en mi persecución, y a los cuales contribuí a aleccionar del modo más honrado posible, puede considerarse como mi firma, si bien los analistas más sutiles aseguran que como tal firma es absolutamente innecesaria, ya que siembro la sospecha de que sea falsa.