– Venga a mi casa. Yo mismo le llevaré al aeropuerto.
¿Sería en su casa al despedirme, o en el mismo aeropuerto, donde se operase la metamorfosis? Por el camino, iba recordando una escena de cierta película vista algunos años antes, una película de espionaje. Los paracaidistas volaban en el avión hacia Francia, el traidor entre ellos. Jugaban, para entretenerse, a las cartas, y apostaban cantidades imaginarias. Aquél por quien el traidor sentía más simpatía (también el espectador, por supuesto), penúltimo en tirarse, recibió el perdón de la deuda fabulosa antes de que la correa del paracaídas fuese cortada. El traidor quedó triste. Yo llevaba la intención de dejar a Von Bülov que se explayase, que se sintiese feliz explicándome su concepción de la Historia como expresión de la estupidez humana.
Elegí el momento de despedirme, a la puerta de su casa, después de haber rechazado el servicio, que reiteraba insistentemente, de conducirme al aeropuerto. Aquel cuerpo gallardo flaqueó y cayó a mis pies. La operación de cambiarle las ropas fue rápida. Al mirarme al espejo, sentí alegría y espanto. Después, llevé el cuerpo de Von Bülov al sótano, creí haberlo escondido en buen lugar. Sin prisas ya, organicé los trámites de un viaje a Berlín aquella misma noche, y el tiempo de que dispuse me bastó para enterarme de ciertos detalles prácticos, de algunos números de teléfono, que me permitieron dejar realizadas algunas advertencias y algunas prevenciones. Von Bülov disponía de un «Volkswagen» semejante al que yo solía usar en París en mis desplazamientos privados (el coche oficial era un «Peugeot»), de modo que lo manejé familiarmente. Mientras corría por el asfalto oscuro, me fui haciendo cargo del mundo de Von Bülov, y me encontré con una vida sencilla y honda, un hombre de anhelos frustrados que se consuela y olvida en el ejercicio de la ciencia y de la comprensión del mundo, lo cual oculta, pero no mata, el anhelo. Empezaba a sentirme cómodo en aquella personalidad, empezaba a hacer míos sus recuerdos e incluso sus deseos. Un pasado desfiló ante mí como la cinta blanca de un camino, y cuando, al llegar a la frontera, lo mismo los de este lado que los del otro, me trataron con simpatía y familiaridad, comprendí del todo a Von Bülov, y me hice la promesa de portarme de tal modo que si, alguna vez me juzgaba, no tuviera que avergonzarme de mí: lo mismo que había pensado, muchos años atrás, la vez que me cambié en una pantera.
CAPÍTULO V
1
El trazado, sobre un mapa de Berlín, de mis idas y venidas (ya me referí a esto anteriormente), compondría un bonito laberinto en que predominaban las líneas rectas y los ángulos agudos, sin que suponga más que eso, predominio, en modo alguno exclusión de las traumatizantes curvas. Como se encontraban y entrecruzaban, podían señalarse varios lugares en que el sabueso de más penetrante olfato hubiera vacilado, y en que los perdigueros de Eva Gredner, solos o en muchedumbre, y aun ella misma al frente, tendrían que vacilar, equivocarse, rectificar. ¡De hacerlo todos juntos parecería un escuadrón en maniobras! Mis conjeturas dependían, en su tino o en su yerro, de que atribuyese a la Agente sin Par capacidad para las intuiciones inconcebibles o sólo para los profundos, rápidos raciocinios; pero mi perplejidad intelectual se originaba en el hecho de que, como sabe bastante gente, la intuición no es más que un camino abreviado, fulgurante, hasta una afirmación o un punto a los que también puede llegarse por el razonamiento, trayecto por lo general penoso, pero que la esmerada computadora que Eva Gredner llevaba en el corazón (¿era ella en sí algo más que
esa computadora?) podía realizar en escasos segundos. Mi excepcional esperanza, por lo demás solitaria, se asentaba no sé si en la sospecha o solamente en el deseo de que las verdades de cierta naturaleza, precisamente a causa de ella quedasen excluidas del raciocinio y confiadas en exclusiva a la adivinación inexplicable. Porque, en este caso, a lo que aspiraría Eva Gredner y a lo que encaminaría sus huestes, era a seguir con toda precisión mi recorrido, rectas, ángulos y curvas, dejando a un lado cualquier chispazo momentáneo que propusiese una solución distinta. (¿Le estaban programadas a Eva Grudner las ideas espontáneas?) La solución de los entrecruzamientos duraba más de una manera combinada, que de la otra, y toda prolongación del tiempo consumido en mi persecución me ayudaba. Domine, ad adjuvandum me festina. Pero aun llegando a la conclusión desoladora de que los perros de Miss Gradner hubiesen coincidido todos en el aeropuerto, último lugar de mi estancia en Berlín, ¿cómo podrían adivinar por qué camino aéreo la liebre se les había escabullido? Para recuperar el rastro, habría que recorrer a pulgadas un inmenso espacio plano (meramente teórico, por otra parte) que, concebido como un corte vertical operado en el aire tridimensional del aeropuerto, incidiese en algún punto el rastro dejado por mi cuerpo al volar en dirección desconocida. Y toda vez que Eva Grodner ignoraba la existencia de Von Bülov, toda vez que de su elección azarosa para un papel en la historia, Miss Gridner no había sido informada, era absolutamente imposible deducir por raciocinio adonde yo había ido. Pero, aun en el caso de que las facultades de Miss Gredner excediesen mi propia capacidad de inventar maravillas, y suponiendo que hubiera seguido puntualmente mi pista, al llegar en su automóvil a la frontera entre las dos Alemanias, la habrían detenido, no le permitirían pasar. Esto era el lado tranquilizante de mis excogitaciones, mientras mi «Volkswagen» (quiero decir, el de Bülov) me llevaba por los caminos de Alemania del Este, conocida también como República Democrática Alemana, hacia Berlín.
Frente a este raciocinio (impecable, como se ve) y contra él, pujaba la convicción insistente, tan inevitable y tan lógica como la primera, de que, aunque la Implacable Espía Electrónica, asombro de las especies, perdiese de momento mi pista, la recobraría sin remedio en cuanto ella o sus agentes se acercasen a, o rondasen, la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse donde vivía la señora Fletcher, y en la que yo esperaba hallar a Irina. En el mejor de los casos, pues, disponía sólo de unas horas. No eran muchas, y yo tenía sueño.
Entre los recuerdos de Von Bülov hallé fácilmente el nombre del hotel en que solía hospedarse en Berlín, dos en realidad: en el primero le atraía una rubia; en el segundo, una trigueña. Ambos eran de tres estrellas, recoletos y de escogida clientela. Elegí, no sé por qué, aquél de la trigueña: seguramente porque caía fuera del espacio acotado para mis desplazamientos anteriores: nunca había transitado por las calles de aquel barrio, vírgenes, hasta entonces, de mi olor personal. La trigueña era la chica de recepción. Me trató amablemente, y, en los pocos minutos que hablé con ella, pude deducir que esperaba hacía tiempo unas palabras mías para decirme que sí. ¡Von Bülov, como otros muchos tímidos, ignoraba o deseaba ignorar su poder fascinador de intelectual maduro y elegante, un poco despistado y un poco triste! «¿Mañana continuará aquí, profesor? ¡Tengo la tarde libre, profesor, me gustaría llevarle a ese jardín de que le hablé alguna vez, y que usted desconoce! Hay unas estatuas bellísimas, ¡pero no tiene tiempo nunca…!» «No sé por cuántos días me quedaré, pero me temo que esté muy ocupado.» «¿Como siempre, profesor?» En sus bonitos ojos, envejecía de pena una esperanza.
Telefoneé temprano al profesor Wagner, y no ya con el propósito de trasmudarme en él, aunque sólo fuese por poco tiempo, lo cual implicaba mi renuncia a llamarme Gunter alguna vez con un mínimo derecho. Le advertí de quién era, de mis trabajos históricos y de que preparaba un cuadernito con unas cuantas afirmaciones acerca de los descubrimientos físicos con valor estratégico.