– Y, de haber seguido las cosas por otro camino, ¿se habría acostado con ella?
Me dio la impresión de que aquella pregunta venía dictada por una especie de celos, por un sentimiento al menos de ese orden, del que no dejaba de formar parte su conciencia, su orgullo de mujer verdadera delante de un mecanismo.
– No, esté usted tranquila. No se me pasó por las mientes.
– Esas cosas -me replicó ella-, no pasan precisamente por las mientes.
– En mi caso, sí. Soy lo que se llama vulgarmente un cerebral, quiero decir, un hombre consciente hasta de sus más mínimos reflejos.
Quizás exagerase, pero la respuesta pareció tranquilizar a Irina, quien, sin embargo, no estaba nada cómoda en mi presencia. Se lo pregunté, y me dijo:
– Posiblemente, esa máscara de Maxwell que usted utiliza ahora sea más gallarda que la del señor De Blacas, pero algo le falta que a él le sobra, ahora me doy cuenta. Quizá sea eso que los franceses llaman charme.
– ¿Y no será -le repliqué con clara alegría en el tono, alegría intencionada, ya que me interesaba aflojar cuanto antes la tensión del momento-; y no será eso otro, compatible con la Charme, que llamamos raza?
– Es posible que tenga usted razón, pero mis principios me impiden aceptarlo.
– Cámbielo, entonces, por distinción. De Blacas pertenece a una familia que aún no ha degenerado, y su cuerpo conserva ese algo indefinible, aunque perfectamente identificable, como que le llamamos flexibilidad y elegancia, que resulta de varios siglos de vivir de cierta manera, aunque también, y se lo digo para su tranquilidad de conciencia, de una educación refinada que no se haya propuesto serlo. Se lo digo porque usted también es distinguida.
Bajó la cabeza y pareció muy interesada en la contemplación de su regazo. Yo continué:
– Admito sin dificultad la relativa ordinariez del sargento Maxwell. En la Universidad americana en que se graduó no se cultivaba la sensibilidad social para esos valores.
Irina alzó la cabeza:
– Max Maxwell -dijo- nunca fue leal en sus relaciones con las mujeres.
– ¿Lo sabía?
– Lou Sanders fue mi amiga.
A Lou Sanders, jovencísima agente inglesa, bello y un tanto sofisticado producto de Oxford, la habían elegido para una misión concreta, y le había tomado el gusto a la profesión, fuera de la cual, aseguraba al principio, solo le interesaba acertar en la versión de Catulo que venía preparando desde la Universidad. De repente, le estalló dentro el amor, como un cohete: se suicidó a causa de una traición amorosa de Maxwell que, al mismo tiempo, había sido una traición profesional. El suicidio de Lou se atribuía entre los del gremio (indefinido como tal, pero con leyes) a este último aspecto de la cuestión: la intervención del amor preferían silenciarla, quizá por respeto a la memoria de Lou, aunque quizá también por temor a una respuesta demasiado brutal de Maxwell, proclive como un cowboy al uso de la pistola. Yo sabía la verdad, y, al parecer, también Irina.
– Le aseguro que, durante el tiempo que usurpé la personalidad de Maxwell, que fue cuando el rapto y canje de los tres Generales, estaba tan atareado que no me quedó tiempo para los devaneos.
– Y, ¿de haberlo tenido?
Tardé en contestar una fracción larga de minuto, tanto, que ella iba a repetir la pregunta, aunque quizá dudase entre la reiteración o darla por no hecha, lo cual no me hubiera ayudado en absoluto, ya que mi silencio habría reforzado su desconfianza. Creí necesario llenar aquel vacío con el ceremonial de un cigarrillo, que ella aceptó, y que encendió de mi mano, pero sin cogérmela. Después de la primera bocanada larga, hablé, ella me permitió hacerlo largo. No sé si habré incurrido en prolijidad, o quizás en excesos metafísicos, pero esto último, de lo que me di cuenta, no me preocupó en exceso, dado el carácter asimismo ascendente y casi volante de la poesía de Irina, y dado también que aquello que, para llamarlo de alguna manera inteligible, pudiéramos considerar como «persecución del Absoluto», había consistido principalmente en la persecución, o en la esperanza más bien, de poder perseguir algún día al Maestro de las huellas…, quien, quizás en las alturas del verbo incandescente, fuese objeto de curiosas identificaciones, y, ¿por qué no metamorfosis? Exprimiendo las palabras, pudiéramos muy bien concluir que, a ese respecto, Irina había buscado lo que anhelaba. ¡Mira qué suerte! Lo cual me obligaba a admitir como «muerte del citado Maestro» lo que en la poesía de Irina se denominaba aproximadamente «coincidencia con el infinito», aunque también «hundimiento en la nada», si bien en el momento en que aquello acontecía yo apeteciese francamente, quizá desvergonzadamente, otra clase de coincidencias, vetadas no obstante por la volubilidad de mi aspecto. Los críticos de Irina se dividían en dos bandos contrapuestos y probablemente irreductibles, cuando debieran serlo en tres.
Lo que le dije a Irina es muy posible que la haya desilusionado, al modo como a cualquier místico se le hubieran caído los palos del sombrajo en el caso, nada probable, de que alguien le esclareciese hasta su mismo meollo la naturaleza y la realidad del misterio. No es que yo intente compararme con ese infinito o esa nada que acabo de nombrar, ¡la Nada y el Infinito me libren!, pero, aunque reconozco y admito mi inexplicabilidad, juego algunas veces a explicarme a mí mismo, con la consecuencia inevitable de que no creo en mi
propia explicación; pero, por segunda vez, la situación me permitía explicarme a alguien distinto a mí, a alguien a quien ya le había revelado lo necesario para que pudiera entender esta segunda parte. Confieso, además, que lo hice con intención amorosa consciente, confieso que mi perorata tenía como fin hacerle olvidar a Irina las diferencias, tan palpables entre el coronel Etvuchenko y el agente americano Max Maxwell. Mi fracaso, cuya noticia anticipo, obedeció sin duda a la diferente calidad de voz: la de Max no favorecía una exposición filosófica ni una declaración de amor: era la voz de un conquistador eficaz y pasajero.
2
Lo que le dije a Irina no me lo interrumpió ella, sino el zumbido de la alerta electrónica que me avisaba de la proximidad de alguien; pero, cuando se oyó el zumbido, yo había hablado ya durante mucho tiempo, y no sé en qué momento, Irina se había levantado y apagado las luces inmediatas, de modo que el rincón aquel en que nos encontrábamos quedó en una penumbra surcada lentamente por centellas efímeras y reiteradas. Durante la perorata, como un ambiente que a veces fuese también sustancia, me sentí rodeado de la noche, metido en ella y acaso confundido, pero no al modo del que se funde, sino del que se reproduce. Me andaba por el recuerdo un verso de Gunnar Ekelof: «Aquel que se mira en el espejo coincide con la imagen del espejo», y yo deseaba ver en el espejo de la noche alguna imagen con la que coincidir, alguna que fuera mía, que fuese yo. Sabía que en la noche se trazarían, de luz o de polvo de estrellas, contornos inciertos, alguna vez siluetas definidas, o esos grandes ojos que vienen del infinito, que se agrandan indefinidamente, que tiemblan como soles sacudidos y que retroceden luego hasta desvanecerse en el allende sin tamaño y sin luz. Y otras realidades nocturnas de las que me visitaban en mis noches de descanso, cuando dejaba de ser el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla y no sabía quién era, también yo perdido (egaré). No es imposible que una de aquellas siluetas fuera la mía, que fueran míos algunos de aquellos ojos, pero tampoco puedo asegurarlo, ni tengo razones especiales para esperarlo confiadamente. La palabra que está escrita en el cielo, esa que descubren los que deletrean las estrellas, es la palabra quizás:
QUIZÁS…