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– ¿Y cómo me reconoció usted, Miss Gradner? ¡Tiene una memoria prodigiosa! Porque sólo me vio unos instantes, y mi cara no es de las que jamás se olvidan, ¿verdad?

– ¡Yo no reconozco a nadie por la cara! -me respondió, y pareció sumirse en sus anotaciones misteriosas, al tiempo que yo procuraba refrenar el inesperado escalofrío que me sacudió la espalda, y no por razones de disimulo, sino de tranquilidad personal. Contemplé con inquietud los ojos claros de Miss Gradner, y me pregunté si le servían de algo más que de complemento luminoso de sus restantes atractivos. ¿Cuál sería el mecanismo o el sistema mediante el cual aquel monstruo me identificaba sin recordar mi cara, precisamente lo más visible de cuanto había cambiado en mí desde entonces? Empecé a pensar que mi información sobre las cualidades de Miss Gradner y su modo de funcionar (¿su organismo? ¿quién sabe?) acusaba algunas deficiencias, y a mí de descuidado, al menos una vez en mi vida. Esa ignorancia me situaba de momento, en cierto modo, por debajo de mi enemiga, y no era imposible que esa diferencia pudiera prolongarse peligrosamente. No la consideraba capaz de averiguar que yo fuese el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla: para eso carecía de la indispensable comprensión de lo irracional. Pero, ¿y aquella seguridad con que había identificado a las diez personalidades usadas por mí en otras tantas operaciones famosas? Iba a atreverme a interrumpirla de la manera más inocente posible, cuando una lucecita verde me advirtió que X9 había llegado. Le pregunté a Miss Gradner si estaba autorizado para ir solo al servicio. Me respondió que sí, pero no percibió la ironía. Salí al pasillo y entré en la alcoba: encima de la cama yacía un objeto informe, cubierto de una manta. Le dije a X9: «Espera a la entrada a que llegue mi hija, que me trae unas ropas, y acompáñala hasta aquí.» Cuando salió X9, me acerqué a los restos de mi hasta entonces homónimo, le cogí de las manos y le miré a los ojos. Era muy poco el tiempo pasado desde que había devuelto a Etvuchenko la vida por el mismo procedimiento, para no sentir emoción, y, en efecto, me conmoví al ver cómo el verdadero De Blacas renacía como una flor en cuyo vaso se hubiera echado una pastilla de aspirina, al tiempo que yo recuperaba la forma y el aspecto del agente Max Maxwell, décimo de la lista de Miss Gradner, cuya personalidad yo había usado durante bastante tiempo, y al que, en la citada lista, se atribuía, con toda justicia, la paternidad de un rapto seguido de canje, que había conmovido, por su dificultad y su audacia, no sólo a los Estados Mayores, sino a la profesión en su conjunto, sin distinción de bandos." Se hablaba con respeto del autor de aquella operación, como pudiera hablarse de un premio Nóbel de ingeniería genética, habida cuenta, sin embargo, de que, para todo el mundo, el autor del rapto y canje había sido el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla (es decir, yo), y no el agente Maxwell, de cuyo cuerpo me había valido como instrumento de precisión, lo cual ignoraba todo el mundo, menos Miss Gradner, aunque ésta sólo lo supiese a medias, que era quizá su modo natural de saberlo todo. Yo había escondido los restos de aquel gallardo cuerpo en un granero de Cerdeña, de donde no parecía fácil que nadie lo fuera a rescatar, cosa por otra parte inútil. Por cierto que De Blacas se había sorprendido al verme, momento antes de ser desposeído de su forma y casi de su vida, y ahora, al revivir, lo primero que apareció en su rostro fue aquella sorpresa como si nada hubiera transcurrido.

– Mi coronel -le dije-, deje cualquier pregunta para más tarde y reciba a su hija, que espera fuera y le trae ropa.

– ¿Ropa? ¿Por qué necesito ropa?

No se había percatado aún de que envolvía su cuerpo en uno de esos horribles camisones en serie con que en las clínicas visten a los pacientes. Abrí la puerta de la alcoba, la señorita De Blacas estaba fuera, ansiosa, con una maleta en la mano.

– Ya puede entrar, señorita.

Algo alejado de ella, X9 me miraba con sorpresa y desconfianza.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -me preguntó.

Le respondí:

– Seven.

Entonces, hizo un gesto de incomprensión, pero apartó el cuerpo y me dejó pasar. Entré en el despacho. Miss Gradner no mostró, al verme, sorpresa alguna, lo que reforzó mi sospecha de que no me veía. Le dije:

– Estoy a su disposición -y tampoco le extrañó la voz.

– ¿Va a tardar mucho su hija?

– Está ahí.

– ¿Por qué no entra?

– A lo mejor espera su permiso.

Pero el capitán de navío De Blacas, y Simone, aparecían ya en la puerta, con todas las señales en el rostro y en la actitud de no saber en qué mundo habían caído. Miss Gradner preguntó:

– ¿Quién es ese caballero?

Pero Gastón De Blacas le retrucó con esta otra pregunta:

– ¿Qué hace usted en mi despacho? Y el agente Maxwell, ¿qué hace aquí? Requiero la respuesta inmediata a estas preguntas o les mando detener.

Y la situación amenazaba con desarrollarse confusamente, a juzgar por el planteamiento, el cual, por otra parte, no dejaba de ser lógico, y confieso que me hubiera divertido presenciarla en sus diversas etapas, así en las necesarias como en las incidentales o imprevistas, y quizá mejor en estas últimas, pero yo no la había provocado por mero afán de diversión, sino por las razones estrictamente personales que en aquel mismo momento, me aconsejaron escurrirme por la puerta que daba al pasillo, vigilada por un soldado con órdenes estrictas de disparar sobre el Jefe del Servicio Secreto Monsieur De Blacas, pero no sobre el indefinido agente Maxwell. Pude salir, pero me persiguieron las voces de Miss Gradner:

– ¡Detengan a De Blacas! -gritaba, y mientras el soldado buscaba a De Blacas con la punta de su metralleta, el verdadero De Blacas se preguntaba, seguramente, por el intríngulis de aquello.

Pude escabullirme por uno de los ascensores, ganar la terraza, saltar al jardín, esconderme tras un seto, esperar a que el griterío se apaciguase y, entonces, antes de recobrar el «Volkswagen» que el capitán de navío De Blacas había utilizado para sus desplazamientos, curioseé a través de la ventana del que había sido mi despacho, y por los gestos y ademanes de la gente que había acudido, y, sobre todo, por el manoteo elocuente de Simone De Blacas, comprendí que intentaban convencer, a aquella energúmena llegada por el aire con plenos poderes, de que, el que ella buscaba fuera, era el señor que estaba dentro, y de que probablemente no había motivos para buscarlo. Aquel gesto o actitud del monstruo me permitió entender que, efectivamente, la persona que ella perseguía no era aquel impecable caballero, cuya dignidad castrense no se había alterado, un solo instante, aunque sí alguien que llevaba su nombre, o quizá sólo el nombre. Arranqué y encaminé el coche por la bocacalle más cercana, sin otro propósito que el de alejarme, si bien no demasiado de prisa, pues, aunque salieran motoristas ululantes en mi persecución, cosa por otra parte improbable, carecían de señales para identificarme. Sólo después de unos minutos de mero alejamiento, detuve el coche junto a una cabina telefónica y llamé a mi casa. Irina acudió tan rápidamente que colegí que se hallaba al mismo lado del teléfono. Habló con voz agitada, preocupada. La tranquilicé.

– Estaré ahí antes de media hora, pero quiero prevenirla de que me he visto en la necesidad de cambiar, una vez más de aspecto. ¿Conoció usted alguna vez al agente Maxwell?

La prevención, la advertencia, no bastaron, sin embargo, para evitar su gesto de desagrado cuando me abrió la puerta y me contempló. Únicamente dijo:

– Es para volverse loca -y me dejó pasar. Yo, por lo menos, conservaba la ropa de De Blacas, y fue lo que mis manos señalaron como disculpa o como explicación, no lo sé bien, y antes de otra cosa, le relaté lo sucedido desde que Miss Gradner me había recibido displicentemente en mi propio despacho. Irina se mostró sensible a los episodios de mi cortejo, y me interrumpió la narración para preguntarme:

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