– A ti también, aunque te engañes a ti misma, te gusta el juego, pero confieso que tus naipes son sublimes, y por eso empiezo a admirarte.
2
Tengo que referirme a mi infancia al lado de Yajñavalkya, el santo, en el fondo de la selva: hasta ahí, sólo hasta ahí, alcanzan mis recuerdos. ¿Por qué, más allá del gurú, más allá de los árboles inmensos contra una nube de niebla, pelea vanamente mi memoria? ¿Existe acaso un más allá que me empeño en recobrar? Si me considerase a mí mismo como un robot al modo de Eva Gradner, tendría que reprochar a mis inventores el haber olvidado inculcarme el recuerdo de mi primera infancia, de la que me privaron radicalmente. Carezco, pues, de la experiencia de la piel de mi madre, y no sé cómo mi padre me miraba. ¿Existieron? Razonablemente, tengo que admitirlo. ¿Fui un niño robado, un niño perdido, un niño abandonado? ¿Por qué no me quedaron en la memoria las angustias del robo, del abandono, del extravío o del desamparo? ¿Hambre, miedo, soledad? La más antigua de mis imágenes de infancia es la mano del gurú que se posa en.mi cabeza rubia, en mi cabeza de niño extranjero, y me protege. Me siento cobijado como debajo de un techo caliente y protector, estoy arrodillado ante él, feliz, seguro de mí mismo porque siento el roce de su mano. Y, a partir de ese recuerdo, es la palabra del santo, que me guía y aumenta mi saber. Yajñavalkya me recitaba los poemas antiguos y las leyes eternas, y me enseñaba a defenderme de las fieras y de las serpientes, a conocer las yerbas que curan, las que
causan ensueños largos, las que enloquecen y las que matan. Cuando venían otros discípulos a escucharlo, yo me sentaba a su lado, y todo el mundo pensaba que yo le sucedería, heredero de la sabiduría, de la choza y de la inmensa reputación. A veces parecía cansarse, y si había que cantar a los presentes un pedazo de una vieja canción, me decía: «Cántalo tú.» Cuando empezaban las lluvias que quieren inundar el mundo, el gurú me explicaba que todos los años sucedía lo mismo: el cielo se vaciaba sobre la selva días y noches que parecían no acabar nunca; que no tuviera miedo; y se escondía conmigo en una cueva hasta que regresaba el sol: entonces, orábamos juntos al dios de la lluvia y de la luz. En mis paseos por la selva y por las aldeas, la gente me daba de comer y me enseñaba las cosas de la vida que a Yajñavalkya no le habían hecho falta: a causa de mis cabellos rubios me protegían como a un dios prometido al que hay que ayudar a crecer. Lo importante aconteció aquella vez que me quedé mirando a un arbolito que me había gustado, quizá por su tronco esbelto, quizá por el color plateado de sus flores: me quedé mirándolo hasta que dejé de verlo, y entonces me pareció que era yo mismo el árbol, y que aquellas flores tan hermosas salían de mis brazos. Me estuve quieto y feliz, me parecía sentir cómo la savia del árbol subía por mis venas, cómo me sacudía la brisa, hasta que vino el gurú y me llamó por mi nombre (entonces tenía un nombre). «¿Dónde estás que no te veo?» «¡Aquí, a tu lado: mis piernas rozan tu manto!» Pero no eran mis piernas, sino el fuste del árbol en que me había trasmudado. Yajñavalkya descubrió que yo era el arbolito, o quizá viceversa, y entonces me reveló que yo había recibido de los dioses el don divino de la metamorfosis, y que podía cambiarme en lo que quisiera, con sólo mirarlo, a condición de que tuviera vida, pero, según me había enseñado el gurú, las mismas piedras están vivas, con esa vida propia de las piedras, y no digamos los seres transeúntes, como las nubes, los aires y las sombras. Acerca del sol y de la luna, me dijo que no intentase cambiarme con ellos, si no quería morirme de frío o de calor, y que me estaba vedado transformarme en un dios, salvo si el dios se me aparecía y me dejaba mirarlo, pero, entonces, no sería propiamente una transformación, sino la muerte misma por asimilación de mi sustancia a la del dios. No necesito decirte que hasta ahora no he hallado a ninguno.
No sé si a estas alturas de mi relato hice un alto para respirar, o si el silencio sobrevino exigido por el impulso de la narración misma. Irina había permanecido inmóvil y callada: sentía su respiración, no por el ruido, sino porque sus pechos se elevaban y descendían con un ritmo sosegado y atento. Pero, durante ese silencio, lo interrumpió y dijo (¿A mí? ¿A quién?):
– Encima de una roca descubrirás la huella de los pies del Señor, ése cuya frente adorna una media luna: allí los Siddha llevan incesantes ofrendas. -Y calló.
Entonces, le respondí con otros versos:
– …Un estrecho camino fue preparado desde el origen: yo lo he descubierto. Por él, los sabios que conocen el brahmán, ascienden, desde aquí, liberados, al mundo del suarga.
Y nos echamos a reír: creo que nuestras risas gemelas expresaban con suficiencia las razones, o por lo menos las causas, por las que lo mismo ella que yo nos hallábamos tan apartados del camino, tan lejos del suarga, y que si alguna vez habíamos entrevisto al Dios de la Media Luna, había sido sesgado y al correr.
Me cambié en tigre, en serpiente, en elefante, y me sentí cruel, poderoso y malvado. Fui fuerte con el viento, duro con la piedra, humilde con el polvo del camino y con la lluvia indiferente y tenaz. Quise, una vez, ser estrella, pero quedaba tan lejos que mi cuerpo no se movió, ni tampoco el del astro. Pude explorar, sin embargo, la tierra, los cielos y el fondo de la mar, de modo que mi conocimiento es superior al de todos los gurús, al menos en lo que a la realidad del mundo atañe. Podría escribir poemas desvelando los secretos del cosmos si existieran las palabras necesarias. Pero, ¿con qué palabras puedes describir la conciencia que tiene de sí mismo el plenilunio? Hubo un tiempo en que Yajñavalkya me inició en los secretos del verso para que yo pudiera expresar mis experiencias, pero cambió de opinión y pensó para mí un porvenir de libertador, o quizá de redentor. Y como de lo que tenía que liberar o redimir a mi pueblo era del mundo occidental, consideró indispensable que aprendiera el inglés y todo lo que se aprendía en ese mundo que no era el nuestro. Me encaminó al palacio de un maharajá, me dio instrucciones para cambiarme en cierto príncipe que iban a enviar Cambridge: vi, por primera vez, cómo una persona se arrugaba como el tronco de un árbol seco, y tuve la sensación de que le iba quitando la vida con mi mirada. Viví un tiempo como príncipe, un príncipe joven y hermoso, aunque un poco oscuro de tez, en cuya habitación introdujeron una noche a una mujer bellísima de la que recibí enseñanzas que el gurú me había ocultado, por lo que mi corazón se puso contra él: lo había olvidado ya cuando me trajeron a Europa, y, como había querido Yajñavalkya, aprendí el inglés, y muchas cosas más, que él, por cierto, nunca hubiera aprobado; pero sobre todo me transformé, no en un verdadero occidental, sino en un ser mixto que él hubiera repudiado, pero que a mí me mantuvo con una puerta del alma metida en las honduras, no sé si luminosas o lóbregas, de la selva y su dios multiplicado al infinito, y por la otra en los vericuetos inacabables de la razón, con sólo un dios, y éste, discutido. Pero quizá lo más radical del cambio haya sido el disgusto que me causaban mis recuerdos de semidiós rubio y desnudo que se duerme en la selva, y el placer de contemplar, de recorrer, de vivir el paisaje de Cambridge, y aquellos otros que hallaba parecidos: con la corbata puesta y una toga colgándome por la espalda. Al llegar el momento en que tenía que regresar al palacio y, lógicamente, a la choza del gurú para empezar a hacerme cargo de mi destino glorioso, Rama de los nuevos tiempos, abandoné al príncipe y asumí la personalidad y la figura de un compañero anodino, al que en seguida sustituí por otro, y éste por un tercero, hasta engolfarme en el placer peligroso de ser alguien distinto cada día, de estrenar cuerpos y personalidades: un señor que se encuentra en la calle y que cae en gracia, un atleta que se ve correr, ¡yo qué sé!, desde un miembro de la Cámara Alta hasta un estibador del Támesis. Fue un arriesgado juego frenético, el entusiasmo de descubrir que podía jugar con algo que era yo y que podía no serlo, acaso que corría el riesgo de llegar a no ser nada. Una vez, sentí fatiga de mis insensatas, pero ilusionadas, metamorfosis, como creo que se cansará ese que va detrás de las mujeres sin detenerse en ninguna, y un día se da cuenta de que, sentado en Saint James Park, las ve pasar sin experimentar deseo. Debo decirte que, durante ese tiempo, traté a muchas mujeres y ninguna me retuvo. Después, tampoco.