Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Y un admirable funcionario -añadí yo-; hizo en todo momento lo que usted hubiera hecho, coronel De Blacas, y con el mismo estilo, he de reconocerlo, hasta el punto de que no me extrañaría nada el que, una vez que se hayan examinado las conductas, pueda usted responsabilizarse de la ajena como si fuese propia. Lo digo porque estos últimos días se hablaba de premiar su inteligente conducta en el asunto del Plan Estratégico.

– A lo que se opondrá, sin duda, la señorita Gradner, o como sea el endemoniado nombre de esa apisonadora de indiscutibles atractivos sexuales -casi susurró Perkins-, aunque después de lo de anoche…

Pregunté discretamente qué diablos se proponía aquella plenipotenciaria del Pentágono y quizá también del Infierno.

– ¡Oh, por lo pronto, acabar con mi carrera, si no conmigo -me respondió Perkins-; y no sé si atribuírselo a su exceso de celo o a que mi admirado colega Mathews, de quien me consta que desea mi puesto, se lo haya sugerido.

– O se lo haya programado -estuve a punto de decir, pero- General -le respondí-, esa interpretación limita los alcances del lío hasta un punto tal que lo hace inteligible; pero pienso que será un error táctico limitar nosotros mismos nuestro campo de acción. El asunto, en apariencia, es un lío: que si la señorita Gradner, que si el Plan Estratégico, que si las responsabilidades… ¿No se da cuenta de que todo eso son datos de un problema que nos son familiares? Pero lo que yo adivino detrás del lío es precisamente un misterio.

Esta palabra, probablemente indeseada cuanto inesperada, tuvo la virtud de crear un silencio súbito de forma efectivamente circular. ¡Pues, sí, no es una metáfora! Hay casos, como aquél, en que el silencio tiene forma. Creó un silencio, y alguien, no recuerdo ahora quién, tal vez el mismo De Blacas, o quizá fuese Nicholsson, el gigantesco sueco, preguntó:

– ¿En qué se basa?

– Por lo pronto, en que la señorita Gredner, según he creído oír, o según el comunicado matutino, trae acusaciones concretas contra dos de nosotros, de quienes sabemos que son inocentes; pero, además, la señorita Grudner, que había interrogado al supuesto De Blacas tomándolo por el verdadero, apuntó de pronto al agente Maxwell como su presa, al que siguió llamando De Blacas. «¡Persigan a De Blacas!», le oímos todos gritar anoche, pero el que huía era Maxwell, a quien, por cierto, acabo de despedir. Me ha contado cosas interesantes -y les repetí la narración que había hecho a Peers de la velada en la Embajada Soviética y de la entrega por Etvuchenko de los incalculables folios del Plan, pero añadí, como elementos de sorpresa o traca final-: Lo que sucede es que el coronel Etvuchenko no era el coronel Etvuchenko, del mismo modo que De Blacas no era De Blacas. Mi tesis es la de que el coronel ruso y nuestro querido jefe eran la misma persona, no De Blacas ni Etvuchenko, sino el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla -y, para redondear otra vez el silencio, añadí-: El de siempre. Pero es más que probable que la señorita Grodner no crea en la existencia de ese personaje.

De Blacas se echó a reír.

– Cuando era niño, mi madre me hablaba de un curioso sujeto, maestro en el arte de transformarse rápidamente. Creo que se llamaba Frégoli.

– ¿Insinúa usted con eso alguna clase de duda?

– ¿Cómo voy a insinuarla si, en mi vida, hay dos inexplicables meses en blanco, durante los cuales asistí regularmente a la oficina y hasta creo haber ido con alguno de ustedes al Follies Bergère?

– Pues otra de las cosas que me reveló Maxwell es que ese mismo Maestro parece estar interviniendo en la cuestión, ya harto espinosa, complicada y melodramática, de la señora Fletcher. ¿Han leído los diarios de esta mañana? Se prepara un movimiento internacional, con recogida de firmas de intelectuales y de amas de casa honestas, a su favor. Lo he pensado bien: creo que, de momento, mi puesto está en Berlín. Den a la señorita Grudner mis más cumplidos respetos.

Y, dejándolos quizá más estupefactos de lo debido, abandoné la sala de la chimenea y recobré rápidamente el despacho de Peers. La operación de devolverle a la plenitud vital fue rápida. Previamente me había puesto ya mis ropas. Solté su mano, le dije adiós y salí al pasillo. Quedaba él, sin embargo, algo atontado. Desde la esquina más próxima vi cómo salía, cómo se dirigía a la sala de la chimenea, bamboleante, por cierto, no muy seguro. Me apresuré y logré salir antes de que dieran la alarma. Me hubiera gustado asistir al incremento del estupor general, y al del mismo Peers en el momento de enterarse, o al menos de sospechar, que también él había sido habitado por el misterioso personaje. No fue así exactamente, pero es un modo inteligible de decirlo.

4

No es que de repente me hubiera desinteresado de asistir a la sesión convocada por Miss Gredner, en la que habría intervenido de buena gana, caso naturalmente de ser posible, pues, sin duda, al hallarme yo alojado en la personalidad de Winston Peers, (a quien podemos igualmente conocer por Edy Churchill), ella me hubiera descubierto y todo se habría desbaratado. Lo que me sucedió fue que la segunda mención de la señora Fletcher puso delante de mí, ordenadas (De Blacas diría étalées), quiero decir sin la menor confusión a pesar de los puntos de coincidencia, las siguientes evidentes situaciones:

La señora Fletcher, detenida en Berlín o, más bien retenida, ni sales ni entras ni estás queda, aspiraba a reunirse con su marido, un profesor de Birmingham que había traspasado el Telón de acero en calidad de fugitivo y presunto espía, aunque al parecer con las manos vacías.

Podía suceder, como temía la OTAN, que la señora Fletcher se hubiera aprendido de memoria todos los datos, cálculos y explicaciones concernientes al láser B-23; pero esto podía ser también una hipótesis engendrada por el miedo.

La campaña internacional a que me había referido en la Sala de la chimenea, estaba movida, indirectamente, por instituciones subsidiarias.

La posesión del B-23 conferiría a Occidente una superioridad estratégica sobre Oriente que anularía, una vez construidas aquellas armas, todas las ventajas derivadas de los Planes intercambiados (o interrobados) a que hasta ahora me venía refiriendo.

Insisto: podía ser que la señora Fletcher almacenase en su memoria los datos; pero también que no. Si, en el primer caso, lograba pasar a Berlín Oriental, el equilibrio del terror se restablecería. Pero conviene no olvidar que, aunque sea del terror, es un equilibrio.

Finalmente: todas estas consideraciones las había hecho, en sus detalles y en sus consecuencias, durante mi permanencia dentro de la personalidad de De Blacas, pero había dejado el asunto en un segundo término de mi atención por no creerlo urgente. Mi interés súbito obedecía a una corazonada habida mientras hablaba en la Sala de la chimenea: estaba seguro de que Irina intervendría en el asunto de la señora Fletcher; más aún, de que era la persona indicada. Y la convicción que siguió a la corazonada me sacó del C. G. de aquella manera impremeditada y un poco descortés por la cual, seguramente, y después de oír a Peers, medio servicio secreto se lanzaría detrás del agente Maxwell, de modo que lo más urgente, después de averiguar los pasos de Irina, sería hacerlo desaparecer.

Me fui a casa. Irina había estado allí. Encima de la bandeja donde todavía los restos del desayuno esperaban el traslado a la máquina de lavar vajillas, había un sobre, puesto precisamente de pie en la bandejita de las tostadas, como una de ellas. Delante del reloj de la chimenea resplandecía suavemente el oro de una sortija, la de las manos enlazadas. La cogí, la dejé encima de la mesa, llevé los cacharros a la cocina, y, mientras se lavaban empecé a tomar las precauciones de quien previsiblemente va a estar algún tiempo ausente: destruí, por ejemplo, la comida perecedera y guardé la almacenable. Y preparé una maleta con las ropas indispensables para los dos o tres días inmediatos, pues ya tenía presta la adquisición de nuevas ropas. ¿Qué sabía yo de la facha y de los gustos del desconocido a quien, presumiblemente, iba a sustituir en la vida? Cada vez que me veía en un espejo, incluidas las superficies reflectantes de la cocina miraba con odio a aquella figura de Maxwell en que me sentía tan incómodo. ¿Pues no había sido casi feliz durante la hora escasa de mi parecido con W. Churchill?

25
{"b":"100298","o":1}