Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Telefoneé a Peers, repito, y le dije quién era.

– ¿Qué hace usted, de dónde sale, Maxwell?

– Creo saber algo acerca de eso de los Planes Estratégicos.

– ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Donde usted diga. Usted manda, si no recuerdo mal.

– Puede venir a mi despacho.

– Lo hice anoche al del capitán de navío, y me echaron los perros.

– Algo oí hablar de eso, aunque no logré entenderlo. Sospecho que hay un lío.

– A lo mejor le ayudo a resolverlo, pero, ¿me dejarán entrar? ¿Tendrá usted chivatos en su despacho? El coronel Peers carraspeó.

– En cuanto a lo de entrar, por supuesto: puerta 17, mi nombre y la consigna «Cincinnati»; en cuanto a los chivatos no respondo, pero siempre hay que arriesgarse.

– Me tendrá ahí en cuanto despache un café.

Remoloneé en un square con árboles chiquitos, en que se habían demorado unos vellones de niebla, el tiempo necesario para tomar un café, y me aproximé sin prisas a la puerta 17. Había un sargento fumando y una chica de las Fuerzas Armadas leyendo un periódico. Dije en voz alta: «¿A quién tengo que nombrar al coronel Peers? ¿Y alguien de por aquí es natural de Cincinnati?» La chica me susurró: «Venga», y sólo entonces advertí que mascaba chicle, quizás incansablemente, quizás hubiera nacido ya mascando chicle: no me habría gustado que sus mandíbulas se aplicasen con saña a cualquier parte vulnerable de mi cuerpo. Me llevó por una escalerilla de caracol que yo conocía, y por unos pasillos secretos que yo mismo diariamente había transitado. Finalmente pulsó tres veces el timbre de una puerta: breve, larga, breve. Se encendió, como respuesta, una lucecita verde, la inferior de un sistema de tres: las de encima, por supuesto, ámbar y roja, por este orden ascendente: la composición y significado de los semáforos obedece a convenciones universales impuestas por las grandes potencias, y yo me hallaba en territorio legal de la inventora de aquel código tan útil.

– Pase.

Se abrió la puerta, entré, saludé. Peers, sin responderme, señaló un asiento. Estaba fumando un enorme puro de Virginia, hábito con el que completaba o, por mejor decirlo, perfeccionaba su parecido con Winston Churchill, en cuya conservación consumía varias horas al día y al que, según los informes más verídicos, debía el alto puesto que ocupaba, e incluso el hecho mismo de ser un político cambiado en militar, frecuentador incansable de Clausewitz, que allí estaba, encima de la mesa, abierto quizá por el capítulo IV de la primera parte. La guerra del Vietnam le había servido de entrenamiento, y cuantas más aptitudes mostraba para la estrategia, mayor era su parecido con el difunto: como que no faltó quien hablase de metempsicosis, ¡se acude a veces a tantos subterfugios intelectuales para explicarse algo tan elemental como un parecido! Aquella mañana estaba como metido aún en lo de Dunkerke, hacia la mitad.

– Desembuche.

Le hice esperar el tiempo que se tarda en abrir un paquete de cigarrillos, escoger uno y encenderlo. Después le relaté lo acontecido dos días antes en la Embajada rusa, aunque ocultando la presencia de Irina, y lo completé con una hipotética perplejidad, más visible en el caso de Iussupov, acerca del lío en que se hallaban metidos, lo que permitió describir, creo que por primera vez en la Historia, a un Águila dubitante, al planeo indeciso de un Águila, salvas siempre las excepciones napoleónicas. Sin necesidad de que me lo preguntara, atribuí la responsabilidad última, la creación del caso, también pudiéramos decir, al Maestro de las huellas que…

– No saben qué hacer con esa montaña de papeles ni cómo sacarla del país. Alguien llegó a proponer que se traslade a París el cogollo del Estado Mayor ruso, que se les alquile un palacete nada sospechoso, como quien dice un lugar discreto para sus juergas, y que lo estudien aquí: los resultados del estudio serían de transporte mucho más fácil, sobre todo si lo dictan en clave, desde la Embajada, a una computadora situada en Moscú.

– ¿Y por qué no en Berlín Oriental? -me respondió Peers, mascando con rabia la punta del cigarro.

– ¡Ah, no sé! Quizá las computadoras alemanas sean mejores.

La mezcla del humo de aquel cigarro de Virginia con el de mi cigarrillo daba un resultado deplorable. Arrojé mi colilla y me dediqué a aspirar lo que me llegaba de la derecha. Y lo que llegó, además, fue esta pregunta:

– Y usted ¿cómo pudo averiguar todo esto?

Me erguí, aunque sin levantarme; me erguí como debe erguirse un buen profesional a quien se interroga por su oficio, que es la postura justa de una serpiente ofendida:

– Oiga, coronel: a un buen agente, jamás se le pregunta cómo llega a saber lo que sabe, salvo si es sospechoso, y yo no creo serlo, al menos en relación con este caso.

– ¿Con algún otro, sí?

– Le confieso que no me disgustaría meter las narices en lo de la señora Fletcher. ¿Le permite su puritanismo imaginar el placer de quien recibe en especie la gratitud de una mujer que ama a su marido y que, gracias al seductor, puede recuperarlo, pero ya con una bomba de efecto retardado en el corazón?

– ¡Váyase al diablo, Maxwell!

– Enséñeme el camino.

El coronel Peers se levantó y se plantó ante mí: ni por un momento esperé que fuera a mostrarme las veredas que conducen a Satán, sino algo mucho menos fantástico.

– Dígame, Maxwell, ¿a qué debo su visita?

– ¿Le parece poco lo que le conté? Es una historia no sólo perfecta, sino completa, que bien vale…

– A mí no me sirve de nada. El lío en que estamos metidos no tiene nada que ver, directamente, con el Plan Estratégico, aunque éste sea la causa.

Me encogí de hombros.

– Ignoro todo lo relativo a ese lío, no sé si monumental o majestuoso.

– La palabra exacta es ininteligible.

– Todos nuestros asuntos comienzan siéndolo. ¿Encuentra inteligible lo de la señora Fletcher?

Arrojó, casi con furia, la mitad del cigarro en un cenicero enorme.

– ¿Quiere no volver a mentarla? Si usted facilitase a la señora Fletcher el paso a Berlín Este, sería inmediatamente pasado por las armas.

Me levanté, implorante.

– Pero, mi coronel, ¡si no es más que una mujer inocente y bella que ama a su marido…!

– ¿Sabe a lo que se dedicaba antes de casarse? ¿Cuando aún no era más que la atractiva Miss Page…?

– Miss Page jamás pudo ser tan atractiva como Mrs. Fletcher, y mucho más si se considera que lleva en brazos, salvo cuando lo tiene en la cuna, a Johnny Fletcher, un verdadero sueño de criatura, ojitos claros, culito gordo y un par de hoyuelos en los carrillos.

– ¡Miss Page, querido Maxwell, trabajaba en el teatro y en el circo! ¡Recitaba de memoria páginas y páginas de la guía de teléfonos, hasta fatigar al público!

– Agaché la cabeza.

– Comprendo.

– Y, ahora, déjeme ya. Si quiere algo de mí, vuelva mañana. Ya lo sabe: puerta 17, mi nombre y «Schenectady». La consigna de mañana será «Schenectady». Vaya con Dios.

Me tendió la mano. Y ya no volvió a decir palabra. Mientras el trasvase se operaba, yo tenía que desabrocharme con la mano izquierda todos los botones posibles para ir creando un espacio en que cupiera el vientre de Winston Churchill. Metí a Peers en un armario. Junto a él, dejé mis ropas y cerré con llave. Busqué el uniforme, me lo puse: encontré guapo, al mirarme al espejo, a aquel Premier inglés un poco rejuvenecido. Lo más difícil de mi nuevo papel era fumar cigarro tras cigarro. Por un tiempo, no sé cuánto, me quedaban vetados los cigarrillos.

– La reunión -me dijo mi secretaria- no es en el lugar acostumbrado, sino en la sala de la chimenea.

– No creo que haga frío.

– Por lo que oí, señor, no es por el frío, sino por la presidencia. En la sala de la chimenea hay que sentarse en redondo.

– ¡Ah!

Encontré a De Blacas en medio de un círculo de capitostes a los que intentaba explicar lo inexplicable de su situación, con la única seguridad de que el que había ocupado su puesto durante dos meses y diecisiete días, incluido el anterior, era un ser misterioso de cuya existencia sin embargo no había más remedio que dudar, por cuanto repugnaba a la razón. Manifesté mi incalculable asombro al recordar la cantidad de vasos de cerveza bebidos con el impostor, en quien no había advertido jamás diferencia con el verdadero De Blacas, aspecto éste de la cuestión en la que todos estaban conformes, y muy especialmente Perkins, que muchas veces había ido con el fingido capitán de navío a beberse una botella en el Casino de París, y su comportamiento había sido siempre el de un perfecto caballero.

24
{"b":"100298","o":1}