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escrita de todas maneras con todas las letras de todos los alfabetos.

Lo que viene después son abismos que no pasan a veces de barrancos; rastros de fuego que en ocasiones son sólo esas curvas que trazan en lo oscuro las puntas encendidas de los pitillos; voces, muchas voces, infinidad de voces, en orden, o desordenadas, cuando músicas, cuando algarabías y muchas cosas hirientes, hierros rotos, cristales, agujas de hielo, palabras, aunque también suaves, que en aquellos momentos se reducían al ansia y al recuerdo de los pechos de Irina.

Desde un punto de vista estrictamente, intelectual, lo que le dije a Irina puede juzgarse benévolamente como excesivo, pues muy bien pudiera encerrarse en estas pocas palabras: «Si bien es cierto que para vivir me valgo de personalidades ajenas, y que con frecuencia aprovecho la memoria de su experiencia e incluso de sus sentimientos y de sus sensaciones, lo cierto es que jamás excedo los límites de mi cuerpo y de mi personalidad. Cuando era niño y me trasmudaba en viento, me sentía como viento, pero jamás dejaba de sentirme como niño. Si alguna vez he amado, fui yo el que amó; en cualquier caso, jamás amé como el otro. Usted, que lo ha experimentado, ¿cómo puede pensar que me haya contagiado alguna vez de la prisa erótica de Maxwell, de su indiferencia?» Y ahora que tengo escrito esto, pienso que, en vez de la perorata que llamé metafísica, bien hubiera podido inventar un soneto, en el que mi declaración habría cabido justa. Pero, no sé, aquella noche me encontraba locuaz hasta la impertinencia; sobre todo, cometí el error de utilizar un lenguaje estrictamente intelectual despojado de pasión, quizá porque la pasión, a aquellas horas, me la hubiera robado la noche. Es de esperar que, con otra voz, las aristas precisas de mis palabras, aquella investigación en que me entretuve acerca de la posibilidad de explicar el misterio, o mi intento inmediato de explicarlo, no lo recuerdo bien, hubiera perdido frialdad. En cualquier caso, fue un error táctico, pues siendo mi pretensión la de dar a entender a Irina que, no siendo nada la nada, yo podía serlo todo, o, al menos, podíamos serlo entre los dos, la tensión amorosa requerida falló por alguna causa y, al final, de lo único que pude informar a Irina, aunque no sé si convencerla, más bien no, fue de que en todo momento actuaban en mí, de manera distinta, dos personalidades superpuestas, y que las relaciones entre ellas se aprovechaban de cierta imprecisión en los límites. Fue en el momento más lúcido y más frío cuando el calambre de la alarma alteró todos los supuestos de la situación, todas las realidades, al modo como un golpecito mínimo altera la figura que yace en el fondo del kaleidoscopio. Nos miramos, Irina y yo. Me levanté, la tomé de la mano: «Venga.» Puesta ante la pantalla del televisor, accioné unos botones y vimos a Eva Gradner tanteando lo que ella creía pared y que era en realidad la puerta de mi apartamento-fortaleza: buscaba no sé si el botón de un resorte o el de un timbre. No había en su rostro la menor expresión dramática o irritada, sino la impasibilidad de las muñecas de cera. Sus dedos, en cambio, se curvaban o extendían con un principio de frenesí, con un temblor. No puedo imaginar si, en aquel momento, algún sentimiento de rencor o de fracaso animaba el mecanismo de Eva; más bien no. Tampoco me es dado conjeturar el contenido de su reflexión, quiero decir, lo más parecido al pensamiento que a su mecanismo le era dado producir. Irina me preguntó:

– ¿Es posible que entre?

Le apreté la mano.

– No pase cuidado.

Pero se me ocurrió hacer un experimento.

– No se aparte de la pantalla, y observe lo que hace.

Me aproximé a la puerta: pude escuchar el roce en la pared de los dedos de Eva. De pronto, se detuvieron y escuché algo así como los golpes de unos puños.

– ¡Estás ahí, señor De Blacas, sé que estás ahí!

Me aparté un poco.

– ¡Señor De Blacas, te ordeno que abras!

Irina seguía ante la pantalla, con atención casi hipnótica, los movimientos de Eva.

– Le dio como una convulsión cuando usted se acercó.

– ¿Y no será que me huele, como aquel monstruo que la seguía a usted? ¡No puede ser más que eso!

Imaginamos, entre sonrientes y preocupados, una célula secreta que podía elegir entre millones cualquier olor personal.

– ¿Y no descubrirá casualmente el resorte que abre la puerta?

– Usted sabe que es difícil, aunque no imposible. Por otra parte, estoy convencido de que la casualidad es incompatible con la técnica, y ese bicho es pura técnica.

Irina dejó de hablar y apretó mi brazo.

– ¿Y ahora? ¿Qué hace ahora? -me preguntó: después de unos instantes Eva se había arrodillado, y sus manos tentaban la pared a un palmo del suelo.

– No sé… quizás…

Eva seguía tentando, pero no ya la pared que ocultaba la puerta, sino la que hacía ángulo con ella a la derecha: y siempre a la misma altura. Recordé una de las propiedades que era al mismo tiempo una de las deficiencias de aquel robot: cuando la energía eléctrica que lo movía empezaba a agotarse, instintivamente, como un pájaro que responde a la llamada de la primavera y emigra con las otras golondrinas, Eva buscaba una fuente de electricidad, la que fuese, lo mismo la batería de un coche que el enchufe de una lámpara o el de una aspiradora que barre las moquetas. Se lo expliqué a Irina.

– ¿Lo encontrará?

– No sé que haya ninguno en todo el pasillo, aunque creo haber visto alguno en un descansillo de la escalera.

Eva había recorrido la pared de la derecha, pero, en vez de continuar y descender, atravesó el pasillo y continuó su investigación por la pared izquierda, aunque en sentido inverso. Hubiera tardado en hallar el enchufe, porque todos estaban precisamente a la izquierda; hubiera tardado incluso demasiado tiempo, a juzgar por la desgana que empezó a mostrar de repente, como si se hubiera cansado. Se sentó en el suelo, apoyó el torso en la pared, sus manos buscaban alrededor del mismo punto, cada vez con menos energía, como si fuese cada vez con menos convicción, pero dramáticamente convulsas, dramáticamente sacudidas; y lo mismo le sucedía a las piernas, e incluso alguna vez al torso. Parecía vencida, pero a la vez resignada, porque no apareció en su rostro señal alguna de dolor o rebeldía, sino que fue abriendo y cerrando los ojos, abriendo y cerrando la boca, al tiempo que resbalaba, hasta quedar en el suelo, inmóvil después de un coletazo violento, como el último de una ballena. Irina me preguntó ingenuamente si había muerto. No me atreví a responderle riendo, sino que, con la mayor seriedad, le expliqué que a partir de aquel momento, una célula alojada en un lugar de la hipófisis, convenientemente protegida por una especie de auramadre, empezaba a lanzar señales como gritos de angustia, necesariamente recogidas por dos robots que siempre se hallaban a una distancia menor de quinientos metros, sólo para ejercer el socorro de suministrarle energía.

– Si tiene mucho interés en asistir a la resurrección de Eva, no necesita más que un poco de paciencia, más o menos tiempo según los obstáculos que tengan que salvar, las puertas que tengan que abrir, las paredes por las que tengan que trepar, pero llegarán, no lo dude, mudos y oscuros, y se la llevarán a un lugar donde pueda reponer su carga. Por si no nos hemos equivocado, y Eva me sigue a causa del olor, me serviría ese perfume suyo para borrar, al menos de momento, mis huellas.

– ¿Tenemos que abrir?

– Sólo un instante.

– ¿No estará haciéndose la muerta?

– No la creo tan astuta.

Cuando le devolví el frasquito, había desconectado ya la pantalla: se hallaba a la puerta de la alcoba y, sin sonreír, pero amablemente, me deseó buenas noches.

Hay que admitir que una mujer en la situación de Irina puede tener razones para prescindir de la seguridad y lanzarse a las calles de París: basta para aceptarlo como razonable la mención de unas prendas interiores; pero conviene considerar también que una persona en mi situación (¿Soy yo una persona? Quizá teológicamente, sí), se siente empujada, no ya por sus deseos de pelear, incluido el compromiso moral de hacerlo (el juego tiene sus leyes), sino por la curiosidad de saber, y, de ser posible, ver, en qué término y con qué consecuencia se desarrollaba el juicio contra Perkins y De Blacas. Reconozco que en nuestra disputa al respecto, contemporánea del desayuno, las prendas de Irina alcanzaron más peso dialéctico que mi curiosidad, pero acabamos conviniendo un plan, unos tiempos, un programa de llamadas y citas, unas contraseñas. Irina no había hecho objeción alguna a mi hipótesis de que posiblemente a ella la estuviesen buscando los suyos, ya que los que, hasta el día anterior, yo hubiera llamado con toda propiedad los míos no podían hacerlo: Irina no dejó de reírse cuando le conté, quizá por segunda vez (¿o por tercera?), que el oficial responsable de su persecución había sido objeto de un rapto que, al menos en las apariencias, más respondía a conveniencias eróticas que políticas. Llevé a Irina en mi coche hasta cerca de su casa, nos deseamos buena suerte, y me acerqué al C. G., tan pisado por mí cuando era De Blacas, de algo difícil entrada ahora. Telefoneé a Peers, mi ex colega americano, algo así como mi otro yo, aunque con un diez por ciento menos de poder de decisión. (Durante el tiempo en que fui De Blacas, no dejé de preguntarme, en momentos de vagar, a qué términos reales podía reducirse esa manía americana de evaluarlo todo en tantos por ciento, hasta la coloración de las hojas en el otoño.)

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