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__¿Qué piensas después de haber leído los poemas? O, mejor dicho, ¿qué esperas?

Había aclarado la niebla, pero repentinamente: más que como una luz, como un amago que se pierde en su propio esfuerzo. Estábamos en el centro mismo de una fantástica, tenue claridad, que, a veces, dejaba entrever vagas siluetas inmóviles, no se sabía de qué, quizá condensaciones inestables de la niebla misma. La nurse que leía el periódico y la que escuchaba música de un magnetófono, desaparecían detrás de una ráfaga gris, reaparecían luego, ¿las mismas? Los niños, más próximos, comentaban los grabados del libro en dos idiomas.

Le respondí sinceramente:

– Todavía no he logrado encajarlos en tu personalidad.

– Tampoco yo -me dijo, y me sentí repentinamente aliviado-. Como que he llegado a pensar que esas experiencias no me pertenecen, que estaban destinadas a otra persona y me alcanzaron, pero esto no es más que un subterfugio para engañarme. Yo estuve muchas veces en las iglesias de Moscú, cuyo interior se apodera del ánimo con más fuerza que el de Nôtre Dame; conozco muchas otras, más ricas en misterio, que me han causado impresiones más o menos profundas, pero siempre de naturaleza estética, sin que Dios anduviese por medio. ¿Por qué aquella mañana en París, lo sentí allí, que me envolvía, que me oprimía, y le encendí una vela, quizá para librarme de Él? Un Dios en el que jamás había creído, pues soy una muchacha rusa educada en el más escrupuloso marxismo-leninismo.

– Pero tu mundo ya no es ése.

– En cierto modo, no. Voluntariamente, no; pero en mi manera de entender la realidad, de andar por ella, quedaban rastros de lo creído antes, de manera que, al menos hasta aquella mañana, era materialista. Creí que escribiendo el poema me libraría de los efectos de lo que puede llamarse una revelación, y así llegué a esperarlo, pero, en el fondo de mí misma, alguien había sembrado un germen que crecía y destruía al crecer. Así: destruía ideas, imágenes, recuerdos, me destruía a mí misma, y dejaba un vacío ávido no sé de qué. El libro que publiqué, más o menos pasado un año de esa experiencia, fue juzgado por un crítico inteligente como muestra de que las más nihilistas de mis convicciones se tambaleaban, sin dejar, en su lugar, otra cosa que la nada. Yo no lo declaraba, ni siquiera lo dejaba traslucir, pero el acento de mis versos me traicionaba. El crítico tenía razón y lo admití, pero sin referirlo a mi experiencia mística. No sé si seguí engañándome inocentemente, o si el engaño era mi defensa inconfesada. También pudiera interpretarse como una huida de mí misma, pues en el espacio de lo que el Germen aquel había destruido, empezaba ahora a escuchar los coros de los ángeles, lejanamente, como un susurro. ¡No me mires así y no sonrías! Quedaba sola, se me cerraban los ojos, y esa música emergía de mi interior, envuelta en claridades, y no era como una felicidad que se me ofreciera, sino como un terror del que tenía que huir. Aquella noche en que tú dormías a mi lado trasmudado en Etvuchenko, aquella noche en que, por primera vez en mi vida había ascendido, en tus brazos, del eros al amor, cuando te contemplaba a la luz tenue que llegaba, ¿recuerdas?, de mis iconos, me sentí otra vez envuelta, pero de otra manera: arrebatada como si un vacío iluminado tirase de mí hacia arriba sin moverme, o como si aquellos coros y aquellas luces me levantaran. Me sentí encendida, pero no con el calor del deseo, y, por un instante infinito, recibí el efecto del Amor. Después sentí verdadero espanto al comprender que lo que había sentido por ti, y tú mismo, no erais más que los peldaños por donde había huido hacia arriba. MÁS ARRIBA, ¿entiendes? ¡Más arriba, pero sin ti; más arriba, pero sin tu participación, casi sin tu presencia! Y todo esto que te expreso en términos de luz y de ascensión, pudiera describírtelo también en términos de oscuridad y de hundimiento, porque los sentí como iguales, o, acaso, porque las luces fueron oscuras y, al ascender, descendiese. ¡Sólo contradiciéndome puedo aclarar un poco lo que me sucedió! Y, cuando pasó, me eché a llorar encima de tu cuerpo, de miedo de que Dios nos separase. Y lo que sucedió después lo interpreté así. Habrás visto que el poema escrito en el avión no expone el triunfo del que se siente elegido, sino el dolor de quien teme perder al hombre amado. Raro, ¿verdad?

Mientras Irina hablaba, yo me sentía intelectualmente seguro, al enterarme de que su incomprensión coincidía, más o menos, con la mía, aunque yo me la hubiera explicado a mí mismo en términos de estricta crítica literaria. (¿Y por qué no? ¿No es un procedimiento tan válido como cualquier otro?) Sin embargo, no hubiera sido correcto decirle: «Tus poemas me parecieron simplemente los actos incoherentes de un personaje literario mal hecho», por la razón, nada sencilla, de que, aun incoherentes, podían tener sentido, y que quizá yo me hubiera equivocado. Me lo preguntaba ahora, después de oírla, en un momento en que la niebla había oscurecido, y las voces de los niños llegaban como a través de una pared de guata.

– Dijiste algo así como que tú misma habías rechazado cualquier explicación. ¿Qué sabemos de Dios? ¿Podemos imponer a su conducta las leyes de nuestra lógica? Hay quienes lo entienden como Razón, pero también quienes lo temen y acatan como Capricho. Probablemente, ambos aciertan, aunque no enteramente; pero no debemos descartar el hecho posible de que Dios se haya manifestado como Azar. ¿Tendría sentido decir que ciegamente? No, no tiene sentido, pero eso, la ceguera, la oscuridad, quizás el azar infalible, fíjate bien, el azar cuyo secreto sólo conoce el que lo crea, pueden servirnos de metáfora. El azar infalible ¿por qué no? La explicación, acabas de decirlo, hay que buscarla en lo contradictorio.

¿No he hablado hasta ahora de la garganta de Irina? Le había caído la bufanda y la garganta le quedaba libre. Me pareció que se doraba un poco su palidez, pero esta sensación tiene que haber sido ilusoria, ya que la luz seguía gris, y nada se doraba en ella, sino algunas hojas olvidadas, que también rojeaban por los bordes.

– Yo ya no quiero explicar, sino precaverte. Te hice esa confesión como hubiera podido descubrirte que padezco ataques epilépticos: algo que debe saber quien va a convivir conmigo. Si un día, transfigurada, me escapo de tus brazos al infinito, no deberá sorprenderte, y hasta es posible que… -se interrumpió, ocultó la mirada-. Bueno, no hablemos de eso. Dime, ¿cuál es nuestra situación? ¿Qué cambió, qué permanece desde que ayer nos separamos?

Le conté, sin excursos humorísticos, mi entrevista de aquella mañana con el coronel Wieck. Dio por sentado, quizá porque yo la hubiera convencido, que todo iba a salir, no sólo de acuerdo con nuestros proyectos, sino con nuestras esperanzas. Convinimos la barrera a la que se acercaría con la señora Fletcher y su hijo en cuanto recibiera el aviso, la de la Puerta de Brandeburgo, donde yo la esperaría.

– Si no estoy allí, llegaré; si no llego, a la misma hora acudiré al salón donde ayer hemos merendado. En el peor de los casos, nuestro lugar de referencia será Grossalmiralprinz-Frederikstrasse, que duermas allí una noche más no creo que interfiera gravemente en los solaces del profesor con la doctora Grass.

¿Fue en aquel momento cuando otra vez se encendió la niebla con una luz fugaz, casi sólo un asomo, que aclaró de repente y oscureció en seguida a la nurse lectora y a la melómana? Pareció que un resplandor efímero descubría a los niños jugando, y, un poco alejado de nosotros, la estructura de hierro del cenador: un resto guillermino que la guerra había desdeñado. También clareó un poco el rostro de Irina.

– ¿Has visto alguna vez que los árboles caminen? -me preguntó de repente, y su brazo apretó el mío con más fuerza-. The wood began to move.

No el bosque entero, sí un centenar de sombras, distribuidas en círculo, convergían lentamente hacia la placita donde nos encentrábamos. Se confundían con los troncos quietos, sólo por instantes, pues pronto se discernían, de los inmóviles, los que avanzaban. No tardó en verse que no eran árboles, sino hombres, todavía en la etapa de siluetas oscuras, hombres con gabardinas ceñidas, con el ala del sombrero baja, con las manos en los bolsillos. Se movían con la precisión y la regularidad de quien obedece a una orden y no halla estorbos.

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