– La acusación, por supuesto. Debe empezar la señorita Gradner.
Eva sacudió una brizna de ceniza. Me señaló desdeñosamente con el cabo del cigarrillo, y empezó a hablar con voz tan pastosa y mesurada, que un ámbito castrense limitado por tan altas techumbres como aquél, pareció como si se redujera, como si se humanizase y se aviniese a razones. Su dicción bostoniana no alcanzaba, en perfección fonética, la de «Long John», pero la superaba en musicalidad, y movía las manos de tal modo que parecían ser ellas las que sacaban las palabras de la mente y las dejaban caer. Las espirales azules que, al mover de la mano, el cigarrillo esparcía, estremecían, como un desliz barroco, el impecable razonamiento.
– Ese hombre, a quien ustedes llaman el conde Von Bülov, que antes se llamó sargento Maxwell, y antes fue el capitán de navío De Blacas, pero que no es ninguno de ellos, aunque el quién es ya lo veremos más tarde, tendrá que responder ante un Consejo de Guerra de varias operaciones lesivas de nuestra seguridad y de nuestros intereses, la última de ellas, el robo del Plan Estratégico y su entrega a los soviets.
– ¿Cómo lo sabe?
– Mero razonamiento sobre datos contrastados de los que todos ustedes han sido, a su tiempo, informados, pero en cuya interpretación nos hemos equivocado, sin excepción, durante cierto tiempo, yo la primera, a causa, indudablemente, de nuestras ideas limitadas acerca de lo que no es posible y acerca de lo que lo es. Llegué a París convencida de la culpabilidad del capitán de navío De Blacas, y en esta idea me mantuve hasta el momento en que se puso en claro que el verdadero De Blacas no era la persona que había ocupado su puesto y usurpado su nombre durante dos meses decisivos. ¿Tendré que confesarles mi perplejidad inicial, mi humillante convicción de hallarme obligada a desbaratar un vulgar juego de suplantaciones? Alguien que se disfraza de otro, al fin y al cabo, con más o menos éxito; un truco anticuado y sin crédito. Pero, inesperadamente, el coronel Peers, aquí presente, nos suministró, sin quererlo, pruebas de que, durante un tiempo breve, ese sujeto llamado Maxwell había ocupado su personalidad y su puesto sin que mediara disfraz, sino sustitución inexplicable.
Peers asintió. Fue el momento en que el camarero de la cafetería pidió permiso para entrar y me sirvió el sandwich y el café. Pero Peers no le prestó atención.
– Es cierto. No puedo comprender cómo, pero es lo cierto.
Eva Gradner hablaba con monótona seguridad: había dejado de mirarme, y sus bellos, inútiles y grandes ojos verdes se habían clavado en un lugar elevado, quizás el remate del águila, que decoraba exuberante la chimenea: ¿allí donde resplandecía de oros el pico macizo, o donde exhibían su éxtasis cruel las broncíneas garras? Ni se sabe. Escuché con sorpresa, casi con estupefacción admirativa, mi propia historia reducida a entimemas sólidamente trabados, aunque interpolados de ingredientes narrativos; y el proceso mental que le había permitido el brinco del error a la verdad, quedó de manifiesto, desplegado en toda su singularidad, en todo su heroísmo intelectual, ante cinco espectadores asombrados.
– Yo me encontraba, como todos, ante una doble evidencia la de que alguien había expulsado de su ser, como se desahucia a un inquilino que no paga, a De Blacas y al coronel Peers, y la de que no era posible que una persona pudiera sustituir a otra en esas condiciones más que físicas. Esto, singularmente, ponía en un brete a mi razón: ¿existe alguien dotado de un poder ilimitado de metamorfosis? Sobre todo, ¿de un poder que implica la subversión del orden material del Universo? Fue la pregunta que planteé a los presentes, el coronel Peers lo recordará, y a la que todos respondieron que no, que la razón, lo mismo que la ciencia, lo rechazaba. «Caballeros, ¿se dan ustedes cuenta de que, si lo admitimos, no sólo queda este caso resuelto, sino todos los demás?» Y referí en sus detalles esenciales las Diez Famosas Operaciones que habían traído de cabeza a los Servicios Secretos de todas las potencias, esas que se estudian como ejemplos insolubles en las escuelas de espionaje, de Occidente lo mismo que de Oriente. «Pero, señorita -me dijeron-, ¿se da cuenta de que nos propone aceptar algo tan irracional que casi parece milagroso?» «Pues piensen lo que más les acomode, caballeros, porque yo, no sólo lo acepto, sino que mi conducta inmediata lo tendrá principalmente en cuenta. Quiero decirles con eso que voy a perseguir a una persona, o lo que sea, capaz de metamorfosearse, pero incapaz de destruir su propio olor corporal.» De modo que si he perseguido a Maxwell llamándole De Blacas, y a un tal Paul llamándole Maxwell, ahora encontré lo que buscaba en la persona del profesor Von Bülov. El nombre es lo de menos. Pero, si ustedes necesitan uno para no volverse locos, no tengo inconveniente en ofrecérselo: el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.
– ¡Un fantasma! -apostillé rápidamente, y creo que mi definición, no sólo fue exacta, sino oportuna, porque todos se habían estremecido a la mención del Maestro, como si alguien hubiera mentado al diablo, y algo diabólico parecía
ir aconteciendo, por cuanto Eva, de espaldas a la chimenea, parecía envuelta en una mandorla flamígera.
Durante la perorata de Eva, yo había redactado una nota que pasé al coronel Garnier. Le pedía en ella que, cuando yo solicitase una entrevista a solas con Miss Gradner, me apoyase; que durante nuestra ausencia, anunciase a nuestros compañeros que, a mi regreso, hablaría largamente de la llamada «Operación Andrómaca», de nadie conocida y ni aun sospechada. Por último, que estuviera atento a las palabras «Drink to me only with thin eyes», que se pronunciarían en un momento inesperado e importante, o que quizá le pidiese a él que pronunciase.
– ¿Un fantasma? ¿Dice usted que un fantasma? ¿Se tiene usted por tal?
– Estos caballeros lo están pensando, o, al menos, así lo espero, dada la idea que tenemos todos de ese Maestro.
– De fantasmas entiendo algo -dijo «Long John»-; pues, aunque en mi castillo carecíamos de ellos, fue un lamentable descuido de mis antepasados, ni un mal soplo de muerte en lugares oscuros, en los alrededores había tres o cuatro que pude estudiar cómodamente durante los veranos, y que me permitieron llegar a la curiosa convicción de que los fantasmas existen y no existen al mismo tiempo. Quizás a ese Maestro aficionado a dejar sus huellas en lugares tan incómodos como la niebla, le sucede lo mismo.
– Pues yo, señor Von Bülov, empiezo a creer de verdad en lo que ha dicho Miss Gradner, y… por tanto, me da igual lo que sea ese Maestro.
– ¿Es la primera vez que oye hablar de él?
Se echó a reír, el coronel Peers, de un modo que W. CH. hubiese considerado excesivo.
– ¡Pues no lo mencionamos poco el señor De Blacas y yo…! -Se detuvo un instante, casi se avergonzó-. Bueno, ese que suplantaba al verdadero De Blacas…
– O sea, que hablaba usted muchas veces del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla con el mismísimo Maestro, ¿no es así? Le daba usted ocasión de que se pavonease indirectamente, de que admirase sus propias hazañas y le obligase a usted a admirarlas. ¿Es un fantasma vanidoso? Porque usted, coronel Peers, no creo que hable siempre de Mr. Winston Churchill.
Tres coroneles del Servicio Secreto refrenaron unánimes, las manos en las bocas, tres risas simultáneas. Eva Gradner no pestañeó, y el coronel Peers emitió un leve, aunque audible, gruñido disconforme, seguido de
silencio. Me dirigí a los otros.
– Tenemos trato, caballeros, desde hace algunos años, y lo
tuve también con sus antecesores. Más o menos, todos ustedes saben dónde encontrarme, a qué teléfono llamarme, cuáles son mis costumbres y hasta el horario de mis cursos. Si hiciéramos ahora mismo el calendario de los hechos atribuidos a ese fantástico y todopoderoso Maestro, que por su capacidad de transformación debemos equiparar a Zeus, lo más probable es que algunas de sus actividades hayan coincidido con nuestras entrevistas o con nuestros solaces. Caballeros, esta misma mañana, el coronel Wieck, del ejército alemán del Este y tan amigo mío como lo son ustedes, y por idénticas causas, me confesó la alarma en que una sucesión de télex, dramáticos como gritos de socorro, mantienen estos días a todos los responsables del Servicio afectos al Pacto de Varsovia, a causa, precisamente, de que, no hace más que cinco días, alguien robó, no se sabe por qué o para qué, unos documentos elaborados por la NATO, y que se sospecha afectan a la seguridad del sistema de defensa oriental. ¿El Plan Estratégico que se ha nombrado aquí, robado por alguien que se hacía pasar por el capitán de navío De Blacas? Bien, caballeros, mis alumnos y mis colegas de la universidad en que trabajo pueden atestiguar que, hace cinco días, hace diez, no hace más que dos, yo me hallaba entre ellos, salvo en el caso poco probable, claro está, de que ocupase mi lugar un doble.