– Pero todo eso, Von Bülov, habrá que demostrarlo. Hasta ahora, también son sólo palabras.
Había hablado el coronel Malcolm Preston, el jugador de ajedrez.
– Confío en poder hacerlo. Sin embargo, todavía me quedan algunas que decir. Ustedes fueron informados, con bastante puntualidad y con buen número de detalles, de esas supuestas hazañas, pero ignoran que, hace más o menos dos años, alguien publicó un libro titulado: Las Memorias del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla; un libro escrito por una persona, o un diablo, que conocía al dedillo las interioridades de la política universal, lo que se sabrá algún día y lo que no se sabrá nunca. Publicarlo hubiera sido escandaloso. La edición desapareció antes de ponerse a la venta, y fue quemada. Pero siempre hay un ejemplar que se pierde…
– ¿Lo tiene usted?
– No, yo carecía de dinero suficiente… Ya sabe cómo se ponen en esos casos los propietarios. Lo adquirió una Universidad americana para su biblioteca, y sé que lo guarda en la más secreta de las cajas secretas, protegida por toda clase de combinaciones, puertas blindadas y artefactos explosivos. Su conocimiento haría imposible la convivencia universal, que está montada sobre falsedades. Ni el Pentágono, ni el Senado, ni la CIA conocen la existencia de ese ejemplar. Los compradores han apostado a favor de la verdad: pero dentro de años, quizá de siglos, ¿no será ese libro el que introduzca la duda, la perplejidad, el desbarajuste mental entre los que entonces crean conocer la Historia?
– Y usted, ¿cómo lo sabe? -preguntó Peers.
– Estos colegas suyos, señor Peers, están acostumbrados a recibir los informes que yo les proporciono sin preguntarme por las fuentes. Un día se conocerán, hoy son secretas. Pero puedo asegurarle que mis informadores pican bastante alto.
– Eso es cierto, Peers. Podemos dar testimonio.
– Sin embargo, ¿no encuentran sospechosa la sabiduría del profesor? Excesiva, pero, además, precisa.
– Yo responderé por ellos, coronel: altamente sospechosa, pero eso mismo que usted piensa, lo piensa el coronel Wieck, y son dos sospechas que se compensan, o que quizá se anulen.
– Nos estamos desviando de la cuestión -intervino Eva-. Este señor no ha dicho nada valioso, nada serio, en su defensa, y, aunque lo hubiera dicho, sería igual, porque yo tengo, ya se lo anuncié antes, la prueba indiscutible de su olor. No necesito razones.
¡La hora H, magnífico momento! Las llamas habían crecido y aureolaban a Eva como ciertos pintores aureolan a las vírgenes, pero, además, el resplandor, al envolverla, la desrealizaba, como si fuera a arder y a quedar hecha un ascua. Fueron unos instantes espléndidos, a cuyo sortilegio respondieron todos con el silencio, salvo Preston, que añadía el anhelo. Rompí el silencio, deshice el sortilegio.
– Desearía tener una entrevista a solas con Miss Gradner.
– ¿A solas? ¡Está usted loco! ¿Por qué a solas? ¡De ninguna manera!
– No estoy armado, coronel Peers: llevo encima de mí un puñalito con valor sentimental que no tengo inconveniente en entregarle, a condición de que después me lo devuelva. Puede usted, si lo desea, cachearme, pero tenga además en cuenta que Miss Gradner oculta una pistola en su bolso y que en su departamento de Nueva York guarda, entre otros talmente hermosos, varios trofeos de tiro.
– ¿Para qué quiere hablar conmigo a solas?
Si soy ese que usted sospecha, no será la primera vez, según usted misma ha relatado. Hace dos años, en Norteamérica; hace unos días en París. ¿No lo recuerda? Y no tuvo miedo.
– Yo no tengo miedo a nadie, pero aun así, no veo razón suficiente.
– ¿Por qué no accede, señorita? -intervino Garnier-. Después de todo, parece razonable que el acusado tenga que decir algo a solas a su acusador.
– Pero, antes, déme el puñal, Von Bülov.
Me aproximé a Peers con el puñal en la mano, el que una noche, ya casi remota, me había amenazado. Lo tomó Peers, lo puso encima de la mesa.
– Acérquese.
Me cacheó en un santiamén, hábilmente.
– Caballeros, si no estoy equivocado, aquella puertecilla conduce a una salita que no desconozco. La preside el retrato de Eisenhower, ¿verdad?, una fotografía que no le favorece. No tiene más salida que ésa. ¿Les parece el lugar adecuado?
Nos escoltaron hasta la puerta a Eva y a mí; comprobaron que por dentro no había llave ni pestillo. Antes de cerrar, les dije:
– Media hora, caballeros; todo lo más media hora.
Eva se movía con torpeza: su mecanismo no se había hecho cargo de la situación, quizá todo hubiera sido demasiado rápido. Esperé a que manifestara su habitual tranquilidad, y la muestra fue esta pregunta que me hizo:
– ¿Qué es lo que quiere decirme? ¿Para qué me ha traído aquí?
Me mantuve alejado. Incluso me senté.
– ¿Recuerda, Miss Gradner, que ayer me persiguió hasta una barrera de Berlín Este?
– Sí, claro.
– ¿Y que no la dejaron pasar?
– Es cierto, pero, ¿qué tiene que ver con usted?
Me levanté, me aproximé, le hablé amistosamente.
– Su pasaporte está extendido a nombre de Mary Quart. Y en este pase de fronteras que le entrego, válido para esta tarde, figura el mismo nombre. Mary Quart, americana. Le será necesario, Miss Gradner, cuando deje de pensar en mí y conceda a la señora Fletcher la debida atención. La señora Fletcher va a pasar a Berlín Este, y usted tendrá que seguirla, que perseguirla.
Las computadoras resuelven rápidamente los problemas aritméticos más arduos, pero las situaciones humanas tardan unos segundos más. Mary Quart, llamada realmente Miss Gredner, se mantuvo callada unos instantes más de los requeridos por la respuesta.
– ¿Qué sabe de la señora Fletcher?
– Que esta tarde, después de las cinco, pasará la barrera de la puerta de Brandeburgo. Nadie podrá evitarlo, salvo usted, si se encuentra allí a esa hora con su gente y le impide la entrada.
Alargó la mano.
– A ver ese papel.
El pase de fronteras estaba ya en mi derecha. Se lo tendí. Cuando iba a cogerlo, agarré su mano y le miré a los ojos. Yo sabía que no cumplían otra función que la de completar la semejanza de aquel artilugio con una figura humana, y, todo lo más, de cooperar en un sistema de seducción erótica. No obstante, le miré a los ojos, y sus ojos quedaron quietos. Empezó a decir:
– ¿Qué es lo que…?
No pasó de ahí. Y en seguida sentí que por mi mano penetraba un fluido y que mi cuerpo se trasmudaba difícilmente, como si la operación exigiese trámites de lentitud insólita, desconocidos engorros. El cuerpo de Eva Gredner no perdía el vigor, sino sólo el movimiento y quizá un poco de color. No se derrumbó, fláccida, en la alfombra, sino que quedó quieta y erguida. Cuando solté su mano, el brazo cayó, inerte. Tenía que desnudarme de mis ropas y vestir las de ella, pero tardé en hacerlo, no sé cuánto tardé; porque me dominaba una sensación extraña, indescriptible. ¿Con qué palabras podrá contarse, con qué imágenes describirse, la sensación de que las venas, los músculos, las vísceras, los nervios, se cambien en un sistema complejo de materia electrónica, que sustituye la conciencia de la vida por la de un artefacto? Me sentí mecanismo, fui mecanismo, perdí el calor y mi energía humana se trasmudó en mera fuerza motriz que iba y venía, como la sangre, desde el cerebro a las extremidades. Quizás hubiera debido conceder algún tiempo a vivir la experiencia de lo que sucedía, pero la transformación no me había obnubilado: detrás del mecanismo seguía siendo yo, y yo tenía que sustituir por poco tiempo, pero tiempo decisivo, a Miss Gredner. Me desnudé, la desnudé, me puse sus ropas, salí al salón. Los coroneles seguían reunidos junto a la chimenea, dos sentados, dos de pie. Se sorprendieron al verme. Me acerqué con mi mejor contoneo, hablé con la dulzura máxima compatible con una orden.
– Coronel Peers, con todo este jaleo, olvidé decirle que debe usted telefonear en seguida para que cese sin dilación la vigilancia de la señora Fletcher. Deben permitirle que se mueva libremente por Berlín… al menos durante veinticuatro horas a partir de ahora mismo.