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– Estoy en desacuerdo con la cofradía y con el libro por eso: no hablan, no quieren hablar.

– De qué quieres que hablen -preguntó Lucas.

– Lo que yo quiero saber ahora es cómo murió mi tía. Ya sé más o menos cómo vivió, pero nadie habla de su muerte.

– Todo lo que yo sé de eso está en el libro -dijo Lucas. -Más, no sé.

– ¿Puedo preguntarte cosas de tu libro? -dijo Leonor.

– Las que quieras.

– Aquí lo tengo, las traigo apuntadas -dijo Leonor, y sacó el libro del maletín. – La primera cosa es esta: ¿todo lo que está

escrito aquí sucedió entre mi tía y tú? ¿Ésta es la historia de ustedes?

– Básicamente -dijo Lucas.-Así nos conocimos, así nos peleamos, así volvimos a encontrarnos y así terminaron las cosas.

Al menos, así las viví yo. Claro, hay exageraciones, mentiras. Por ejemplo, todas las fiestas orgiásticas que la novela sitúa en la casona, son invenciones mías, nunca existieron. Las puse como un símbolo de la permisividad en que vivíamos, la circulación de las parejas de entonces, y esas cosas. Lo hice porque sin tomar en cuenta esa permisividad, no pueden entenderse las vueltas y revueltas amorosas de tu tía Mariana conmigo, y de tantas otras parejas. Parejas impares, quiero decir.

– Mi tía Cordelia dice que tú indujiste a mi tía Mariana a eso, y que luego la dejaste por ser permisiva -dijo Leonor.

– Es una manera de verlo -dijo Lucas, sonriendo. -Pero cuando yo conocí a tu tía Mariana, con tu perdón y el de Cordelia, tu tía Mariana ya no necesitaba clases de permisividad. Tenía por lo menos una maestría en la materia. Y sí, su permisividad fue uno de los problemas que tuvimos, porque yo quería a tu tía Mariana para mí, no quería compartirla con nadie.

– Eso no está en la novela. Al contrario, ahí dices que mi tía Mariana fue quien te pidió que vivieran juntos y que tú te negaste -recordó Leonor.

– Fue al revés elijo Lucas, con una voz baja, escueta, contundente. -Yo se lo pedí a ella y ella se negó.

– Pero no lo pusiste así en la novela -reprochó Leonor.

– No era el tono de la época -admitió Lucas, sonriendo de nuevo, pero un tanto forzadamente ahora, como si entrara en un terreno incómodo. -No me atreví a decirlo cuando escribí la novela. Pero la época pasó y ahora sólo queda la verdad.

Y la verdad es que no soportaba la idea de compartir a tu tía Mariana con nadie.

– Pero andabas con otras -apremió Leonor. -Todo el mundo dice, y tú en la novela, que andabas con otras y te desaparecías sin decir agua va.

– Por despecho -sonrió Lucas. – Por celos. Pasiones que están siempre pasadas de moda y que nadie se atreve a confesar. La verdad, aunque te parezca increíble, es que nunca entendí qué pasaba con tu tía Mariana. Fue y es un enigma para mí. De manera que, como ves, no voy a ayudarte mucho a saber lo que no sabes. Yo tampoco lo supe en nuestro momento, ni lo sé ahora, aunque he aprendido que no hay en eso nada terrible. Pasa con muchas de las cosas importantes de la vida: suceden. Simplemente suceden. Sin que entiendas cómo, por qué o para qué. Ése es otro de los símbolos que hay en la novela.

Lo habrás notado porque es muy artificial. Es la presencia obsesiva de la luna.

– Sí dijo Leonor. -Está llena de lunas. Lunas buenas y lunas malas. Todo pasa bajo la luna.

– Bueno, la única luna real de todas las que están en la novela es la de la escena final, cuando se encuentran en el balcón, por última vez -dijo Lucas Carrasco. Se enderezó en el asiento, se aclaró la garganta y siguió, con la voz menos fuerte y menos clara: -Esa luna sucedió de veras, aunque la escena no fue exactamente así. Fue menos edificante, y no viene al caso. Pero, volviendo a la luna, necesitaba en la novela algo que explicara lo que yo no pude ni puedo explicar.

Esa cosa irracional, estúpida y sin embargo hermosa, que estuvo todo el tiempo interponiéndose entre tu tía Mariana y yo. No encontré otra manera de decirlo que inventando esas lunas. El recurso es obviamente artificial, pero da cuenta de lo que quiero sugerir: las cosas pasan porque sí, porque la luna quiere o porque no quiere. Nuestras pasiones son tributarias de los astros, y de la nada. No hay manera de escaparse a ellas, ni de expulsar la culpa que nos producen. La luna es ahí un símbolo de la madre funesta y caprichosa que puede ser el destino. El destino no como un asunto impersonal que le sucede a la gente porque le toca, sino como una inquina. Pero la luna es también el astro propicio, el que 4compaña a los enamorados y cobija sus sueños, el que atestigua sus juramentos y enciende sus pasiones, regula las mareas y los ciclos de la fertilidad, es la diosa buena, compañera de la dicha, que es también tributaria de los astros, y de la nada. Ya ves, tengo todas estas teorías sobre la luna, el destino, la dicha y la desgracia, pero nada que decirte en realidad sobre tu tía Mariana.

Leonor sintió temblar la voz de Lucas Carrasco y vio sus ojos vidriarse con una película rojiza y húmeda. Lucas tomó de un sorbo la copa que no había probado.

– Ahora vuelvo – dijo. Se puso bruscamente de pie, y salió de la sala dando grandes pasos.

Era el fin de la primavera y anochecía tarde. Por la única ventana de la sala, Leonor vio cambiar la luz sobre la araucaria que rompía con su erizada simetría la desnudez de un pequeño jardín. Sintió caer las sombras grises sobre el atardecer y sobre ella misma, como un polvo de tiempo ansioso, a medias transcurrido. Sirvió un poco de coñac en la copa que Carrasco había dejado y la bebió de un trago, clandestinamente, para amortiguar el malestar también clandestino de sus emociones.

Ya era de noche cuando Lucas volvió, aunque sólo habían pasado unos minutos. Volvió distinto, fresco de ostensibles abluciones y con el saco al hombro, como dispuesto a partir. El pelo gris que explotaba sobre su frente había sido disciplinado por el agua, y se untaba a su cabeza dibujándola con vetas oscuras que rejuvenecían extrañamente sus facciones doradas, curtidas por los caprichos de la soledad y la intemperie.

– Tenemos una cena -le dijo a Leonor. -Reservé para tres, de modo que aún podemos incluir a Carmen Ramos.

– No sabía de la cena -dijo Leonor.

– Yo tampoco sabía de ti -dijo Lucas Carrasco. -Pero acabo de llamar apartando la mesa. No hay problema.

Lo encontró irresistible: a la vez suave y sólido, enigmático y transparente, y el calor que solía expandirse por ella en la cercanía silenciosa de su abuelo manó también de Lucas Carrasco, como de un radiador. Se sintió entonces sola y triste, alborozada y protegida, con unas ganas absurdas y agradecidas de llorar.

No llamaron a Carmen Ramos para que los acompañara en la cena. Tomaron un vino blanco que escogió Lucas, pero que Leonor no probó, y unos salmones sobre verduras que Lucas ordenó, y una charla que se deslizó sin tropiezos guiada por Lucas hasta la aparición discreta y apacible de Mariana.

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