– Ay, no -dijo Leonor.
– Toca la puerta nada menos que el desaparecido Lucas Carrasco, nada menos que él, precisamente ese día: el primero, y el único, en que tu tía Mariana se había permitido, durante el último año, el más leve asomo de amores que no fueran Lucas. La mensa le había dado a Lucas una llave del portón del edificio, y ahí estaba Lucas a las tres de la mañana, tocándole la puerta del departamento, y oyendo la música que había al otro lado, los restos de la fiesta. De modo que no era practicable ni siquiera la coartada de no abrirle, haciendo como que no había nadie. Mariana metió a su galán al baño y abrió. Trató de hacerse la ofendida y le dijo a Lucas que no podía pasar, que ella no era su sirvienta para atenderlo cuando quisiera, y mucho menos en la madrugada. Que si quería verla viniera mañana, con la luz del día, etcétera. Todas las excusas que se le ocurrieron desde el punto de vista del orgullo y la dignidad. Pero Lucas la conocía muy bien y no se chupaba el dedo. Le dijo: "Estás con otro." Y Mariana no pudo sino echarse a llorar.
– No es justo -dijo Leonor. -Él no tenía por qué exigirle de ese modo. Se había ido dos meses sin avisar, ¿qué esperaba?
– Todo -dijo Carmen Ramos. -Esperaba y quería todo. No quería ni un resquicio fuera de control. Lo cierto, creo yo, es que en realidad no había perdonado lo anterior. Volvía porque no podía evitarlo. Porque su atracción por Mariana era mayor que su orgullo. Pero nunca pudo reponerse de la primera herida, ésa de la que Mariana apenas se dio cuenta. El hecho es que, después de aquella noche estúpida en que otra vez sorprendió a Mariana con otro, entonces sí ya no volvió. Mariana lo sabía perfectamente. Empezó a llorar, con Lucas en la puerta, esa madrugada y terminó de llorar tres días después, flaca y amarilla, con el rostro de la máscara griega de la tragedia, chupada y como con surcos. No puedes creer lo que era. Tampoco podrías creer lo que lloró. Cuando acabó de llorar tenía la garganta más cerrada que antes, cerrada en serio. No podía tragar nada, a veces ni siquiera agua. La garganta se le cerraba y no podía respirar. Por las mañanas, al despertar, la sola idea de comer le provocaba la asfixia.
– ¿Qué tenía? -dijo Leonor.
– Tensión, miedo, no sé. Desamor-resumió Carmen Ramos.
– ¿No fue al médico?
– A todos los médicos. No había nada en su garganta. Ni tumores, ni atrofias, ni nada.
¿Por qué no podía tragar entonces?
– Porque no podía.
– Pero tiene que haber una explicación.
– No la hubo. Ni la hay todavía. Era desesperante, como si otra persona dentro de ella la estuviera estrangulando, matándola de hambre sin ninguna razón, así nada más. Lloraba y me decía: "Me aterra pensar que me estoy suicidando, que estoy tan loca que me estoy suicidando sin darme cuenta, que me quiero morir."
– ¿Quería morirse? -preguntó Leonor.
– No -dijo Carmen Ramos. -Te digo que lloraba mientras me decía esas cosas.
– ¿Pero, al final, crees que mi tía Mariana se suicidó?
– No -dijo Carmen Ramos. -Mariana no era el tipo. No le daba por ahí, ni por echarse al suelo, ni por deprimirse. Menos por pensar en arrancarse la vida. Mariana se extenuó trabajando y dándole vueltas a la pérdida de Lucas Carrasco, obsesionada con eso, con la idea de recuperarlo, como lo había recuperado ya una vez. Se le cerró la garganta un tiempo y luego que se curó, aunque en parte como consecuencia de eso, simplemente perdió el apetito. Mejor dicho: el lío de la garganta la hizo entrar en un total desorden con sus comidas. Tomaba café como loca y no se sentaba a comer a sus horas porque se sentía gorda. Comía papas fritas o un pan con queso y en la noche, muy noche, a veces la oía trajinando en su cocina, guisando hierbas. Porque le dio por la cuerda vegetariana y decidió dejar de comer carne. Un desorden. Un día entró aquí como zombi preguntando dónde había dejado sus zapatos, y me dio una larga explicación de lo que había hecho el día anterior para tratar de recordar dónde había puesto sus zapatos. En ese momento caí en la cuenta de que estaba realmente mal. Llamé a tu tía Cordelia y le dije que viniera a verla, le dije que en mi opinión no podía vivir sola en esas condiciones y que no quería vivir conmigo, como le había propuesto desde el principio de sus problemas de la garganta. Entonces Cordelia vino con tu mamá, estuvieron tocando un rato largo en la puerta de Mariana, oyendo la, música que no faltaba en el tocadiscos, pero sin que les abriera. Bajaron a decirme y subí yo. Cuando Mariana oyó mi voz, abrió. El departamento era un desastre, había notas pegadas con tachuelas en las paredes recordándose las cosas más absurdas, y los muebles puestos todos a contrapelo. Haz de cuenta que la mesita con la lámpara de una esquina estaba en el centro de la sala, y libros por donde quiera, en el piso, en el fregadero, sobre su cama. Cuando entramos, me habló todo el tiempo a mí, como si sus hermanas no estuvieran o no las viera. Le dije: "Aquí están tus hermanas, vinieron a verte". Pero ella, como si no existieran. Le insistí "Vinieron a verte". Siguió hablándome de los pendientes que tenía, las cosas más absurdas: la presentación de un libro en donde iba a estar Lucas y al que debía ir al día siguiente, aunque la presentación había sido el día anterior. Insistí en que estaban sus hermanas a visitarla. Entonces tu mamá me dijo: "Te pido por favor que nos dejes a solas con ella." Me sentí muy mal, como puedes imaginarte, excluida después de que yo les había abierto la puerta de Mariana. Era más hermana mía que de ellas, si a esas vamos. Yo sabía quién era Mariana, ellas no. Pero finalmente sus hermanas eran ellas, y no yo. Bajé como me pidieron. Al rato bajó también Cordelia a llamar por teléfono, porque yo tenía teléfono y Mariana no. Me dijo que la veían muy mal, que iban a llamar a sus papás y a llevársela a que la atendieran en un hospital. Me pareció correcto, apenas lo adecuado. Como a la hora oí voces y gran ajetreo en el pasillo. Me asomé y vi pasar un equipo de enfermeros con una camilla. Subí a ver. Ya estaban poniendo a Mariana, dormida, en una camilla. Había un médico que daba instrucciones, y los camilleros. Junto al médico, estaban tus abuelos, perfectamente vestidos, como para un cóctel, atestiguando el movimiento. Fue la primera vez que vi a tu abuelo. Qué hombre tan guapo. Y a tu abuela. Carajo, qué pareja. Juntos eran más guapos que Mariana. Una pareja de colección. Tu mamá me vio asomándome y me fue a buscar. "La sedaron y la vamos a internar para que la estabilicen y la alimenten", me dijo. "Fue la decisión del doctor. Ven. Te voy a presentar a mis papás." Me sentí en bata yendo a recibir un premio en la fiesta de final de cursos de la escuela. Tu abuelo me miró con sus ojos verdes, todo él tostado y atlético y me dijo, como si me envolviera: "Le pido su comprensión. Ésta es una cosa que debe decidir la familia." Tu abuela, en cambio, me miró con sus ojos redondos color, no sé qué color…
– Avellana -dijo Leonor.
– Y me dice tu abuela, antes de saludarme: "Así nos entregas a mi hija." ¡Como si yo me la hubiera llevado! Tu abuelo hizo un gesto de molestia y la arrastró a la puerta, por donde ya sacaban a Mariana los camilleros. Luego supe, por Cordelia, que los dos me echaban la culpa de la mitad de los males de Mariana. En su cabeza, yo era culpable de que se hubiera salido de su casa, para empezar. Y de la vida disipada que según ellos, llevaba su hija Mariana, a quien ellos habían educado tan bien. Hubiera sido inútil explicarles que Mariana y yo nos salimos de nuestras casas al mismo tiempo y que quien llevó la iniciativa fue Mariana. Mi padre tenía también la idea de que Mariana era la amiga que me había corrompido a mí, aprovechándose de su condición de viudo, que nunca tuvo tiempo para atender a su hija. No le faltaba tiempo para sus novias, pero cuando su hija, es decir yo, engatusada por Mariana, decidió salirse de su casa y poner un departamento con su amiga del alma, ¡ah!, entonces sí, ¡qué terrible amiga que se llevó a su hija a vivir de puta en un departamento de solteras! Porque Mariana y yo al principio vivimos juntas. Luego se desocupó un departamento arriba, lo rentamos y ella se fue a vivir arriba, porque nos estorbábamos mucho con esa pirotecnia que te digo que teníamos con la circulación de galanes, caridades y loterías. En parte, mi padre tenía razón. Pusimos nuestro departamento de solteras para hacer todas las cosas que no podíamos hacer como hijas de familia. ¡Pero no cobrábamos, como pensaba él! Simplemente queríamos vivir. Y tratando de vivir se nos fue la vida. A Mariana literalmente, a mí casi, porque también estuve a punto de manicomio con mi esposo Federico.