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Habiendo pasado los horrores de la Revolución Cultural, cuando el encarcelamiento y la muerte eran moneda corriente para aquellos que expresaban sus objeciones a la política de Mao, poco podía decir mi madre con sinceridad para calmar a su alumno. En lugar de eso, tal como había hecho con todos los que habían venido antes, mi madre le dio unas hierbas chinas que le ayudarían a conciliar el sueño.

Pronto se instó a la gente a que utilizara una línea telefónica directa para delatar de manera anónima a los «elementos anarquistas» y «alborotadores contrarrevolucionarios». Los animaron, sobre todo, a que denunciaran a las personas de su entorno más próximo: amigos, compañeros de trabajo, vecinos o parientes. El establecimiento de aquella línea directa provocó oleadas de miedo que recorrieron toda la ciudad. Lo peor de todo era que cualquiera podía llamar desde un teléfono público y originar tu arresto; ni siquiera podías discutir la exactitud de la información, puesto que el testigo no tenía nombre ni rostro.

Todos los días me preguntaba si me habrían denunciado y cuándo y cómo podría presentarse la policía en casa de mis padres. Cada día que pasaba sin ningún incidente se convertía en un premio, una vida perdonada, pues yo creía que la puerta de escape se cerraría algún día, la red se tensaría y quedaría atrapada.

La víspera de mi cumpleaños, a finales de junio, fui a la Universidad de Pekín con Eimin. Él se dirigió a su oficina y yo me encaminé a la librería. Era un día seco y soleado y por todas partes flotaba un polvo asfixiante. En las calles, los jóvenes sauces recién plantados, vencidos por el calor, se habían secado. Hasta los normalmente umbrosos castaños abatían sus hojas, rendidos al sol ardiente.

El Triángulo había vuelto a su estado normal con comunicados universitarios y material de propaganda cuidadosamente colgado en el interior de las vitrinas. Uno de los comunicados afirmaba que era falso que el número oficial de muertos de la Universidad de Pekín ascendiera a centenares de personas: sólo habían sido tres. El comunicado denunciaba a la AAE por engañar a los estudiantes de forma deliberada.

Leí sus nombres, edades y los departamentos a los que pertenecían. No conocía a ninguno de ellos. Traté sin éxito de encontrar una declaración sobre dónde y cómo murieron.

Seguí adelante y leí otro comunicado:

«Dadas las circunstancias, la universidad ha concedido su autorización para que el segundo trimestre termine pronto y las vacaciones de verano empiecen inmediatamente. La universidad insta a los estudiantes a que aprovechen el verano para reflexionar y ejercer la autocrítica. Se exige que todos los alumnos se presenten ante los dirigentes del Partido de su departamento a comienzos del primer trimestre con un relato fidedigno de cuáles fueron sus actividades durante la anarquía.»

No seguí leyendo. En las universidades chinas, lo normal es que el segundo trimestre dure hasta primeros de julio. En la Universidad de Pekín no había habido clases desde el mes de abril. Y muchos estudiantes se habían marchado después del 4 de junio, lo cual significaba que, de hecho, las vacaciones de verano habían empezado. Imaginé que la universidad no hacía sino reconocerlo.

Cerca de la librería, un cartel anunciaba la proyección de un vídeo con secuencias de «los actos heroicos de las fuerzas del ejército. Estas secuencias contarán la verdad sobre lo que ocurrió el 4 de junio». Me pregunté cuánta gente iría a verlo.

Tanto mi padre como mi madre habían recibido un comunicado interno del Partido con descripciones más detalladas, a veces gráficas, de la muerte de los «héroes» del ejército, algunos de ellos quemados vivos en el interior de sus vehículos blindados, otros mutilados. El comunicado también cifraba el cálculo oficial por parte de la Municipalidad de Pekín de civiles muertos y heridos durante los días 3 y 4 de junio en doscientos dieciocho y dos mil, respectivamente. Un informe del Departamento de Seguridad Pública de la capital decía que entre los muertos se incluían profesores universitarios, obreros, propietarios de pequeños negocios y alumnos de instituto y de la escuela primaria. El más joven tenía nueve años y el mayor era un obrero jubilado que ya había cumplido los setenta. Nunca se reveló el número de soldados que participaron en la ofensiva ni la magnitud de su arsenal bélico, pero, a juzgar por la cifra de heridos (cinco mil) y de vehículos militares incendiados (quinientos), no era difícil calcular el arrollador poderío de las fuerzas militares que cayó sobre los civiles desarmados de Pekín durante aquellos dos días.

En la librería, el ventilador del techo giraba lentamente. Por lo que yo recordaba, la tienda siempre había estado concurrida, frecuentada por los veinte mil estudiantes de la Universidad de Pekín y sus amigos. La librería, claro está, vendía muchos libros de texto, pero también novelas, poesía y obras de ficción, reflejo de los gustos de los estudiantes, la élite intelectual de la juventud china. Me acordé de que, tres años antes, todos habíamos acudido allí para comprar David Copperjield, de Charles Dickens, la historia del éxito de un joven que alcanzó su posición gracias a su propio esfuerzo, y Las penas del joven Werther, de Goethe, sobre el amor, el desamor y el suicidio en la Alemania del siglo xviii. En aquellos días todo el mundo quería ser Copperfield y deseaba poder triunfar, como el personaje de la novela, gracias al talento, la inteligencia y el trabajo sin tregua. Además, la mayoría de nosotros nos sentíamos próximos al joven Werther, pues China acababa de abrirse y la joven generación estaba aprendiendo a experimentar las maravillas, así como las penas, del amor. Pero allí no podíamos conseguir libros prohibidos, para eso teníamos que ir al mercadillo del distrito Haidian, donde el librero podía sacar un ejemplar de El amante de Lady Chatterley del interior de un saco de arroz que tenía debajo de la mesa.

El ventilador del techo mantenía fresca la librería, al menos cerca del expositor, situado justo debajo. Eché un vistazo a los libros. Había muchas novelas sobre la vida y la muerte durante la Revolución Cultural, obras que gozaban de popularidad entre los estudiantes antes de las manifestaciones. Pero aquel día no vi a nadie que las comprara. Personalmente ya no me apetecía leer tragedias políticas noveladas.

Al final compré una recopilación de poemas de Gou Mourou. Gou era uno de los principales escritores del Movimiento del 4 de Mayo de 1919. Su obra se había hecho popular entre los estudiantes tanto antes como durante el Movimiento Democrático Estudiantil. Pensé que si conseguía irme a Estados Unidos, me gustaría llevarme aquel libro como recuerdo.

A la hora del almuerzo, Eimin no apareció por el comedor tal como habíamos acordado, de modo que fui a su oficina. Las oficinas de administración del departamento de psicología estaban situadas detrás de la pagoda del lago Weiming. Aparqué la bicicleta en medio del patio y vi a un grupo de gente congregado ante la oficina de administración. La puerta de al lado, la del despacho del presidente del departamento, estaba cerrada, y también la del despacho de Eimin, la segunda puerta a la derecha. Entré en la oficina de administración. Allí, el presidente del departamento, el profesor Bai, Eimin, mi amiga Li, el administrador del departamento y dos secretarias estaban hablando.

– ¡Es horrible! ¿Qué vamos a hacer? -exclamó el administrador del departamento.

– No podemos hacer gran cosa, ¿no? -dijo Li-. Las líneas telefónicas están abiertas a todo el mundo. Ni siquiera hace falta que diga su nombre.

– Sabía que no era trigo limpio. Lo supe desde la primera vez que vi a ese tipo. Tiene la nariz afilada y los ojos diminutos -declaró la secretaria de más edad, la señora Cao.

El profesor Bai parecía resignado y se ofreció a asumir toda la responsabilidad.

Me acerqué a Eimin con discreción y le susurré al oído:

– ¿Qué pasa?

Él me respondió también con un susurro que Ling Huyuan había vuelto y quería recuperar su trabajo. Decía que si no se lo devolvían, llamaría a la policía por la línea directa y «desenmascararía a los elementos contrarrevolucionarios» del departamento.

Recordaba a Ling Huyuan, un joven maleducado al que le gustaba beber. Antes trabajaba de auxiliar en el departamento.

– Tal vez podríamos dejar que volviera, ¿no? La hermana mayor Cao y yo haremos su trabajo. No nos importa, ¿verdad? -dijo la secretaria más joven.

– He oído que su tío es un funcionario de alto rango en el gobierno de Pekín -añadió el administrador del departamento.

– La emprenderá contra nosotros igualmente -discrepó Li.

– Tengo dos hijos. ¿Qué voy a hacer? -gimió la señora Cao al borde del llanto.

– Pues que vengan y me arresten. Si quiere ver arruinado a alguien, que sea a mí -decidió el profesor Bai, que por entonces estaba enojado y se estaba poniendo rojo.

– Cálmate, Lao Bai -dijo Eimin-. Nos ocuparemos de ello cuando ocurra. Pero de momento no sabemos qué tipo de cosas dirá.

– ¡Ojalá pudiera marcharme! -suspiró la secretaria más joven-. ¡Qué suerte que te vas a Estados Unidos, Wei!

– Bueno, no estoy segura.

Pensaba en el miedo que tenía de que alguien pudiese llamar a la línea directa y delatarme antes de que volvieran a abrirse las fronteras. Tal vez ya estuviera en la lista negra. Quizá en alguna parte, en un pequeño despacho caldeado y mal ventilado, había fotos mías marchando o agitando periódicos en el tanque apiladas encima de un expediente y mi solicitud de pasaporte estaba a punto de ser rechazada. No sabía qué podría ocurrir a partir de entonces; nadie lo sabía. Todo el mundo se temía lo peor.

Celebré mi vigésimo tercer cumpleaños en medio de la preocupación y el terror. Mis padres hicieron sus fideos «de longevidad» especiales.

– Da igual que tengas pastel o no, debes comer fideos de longevidad -dijo mi madre.

– Trae mala suerte no hacerlo -añadió mi hermana.

– Ya lo sé. ¿Recuerdas que nací tres años antes que tú?

– ¿Sabes por qué se les llama fideos de longevidad?

– Papá, todos los años me preguntas lo mismo.

– Es verdad; pero ¿lo sabes?

– Sí, es un fideo muy largo.

– Si comes fideos de longevidad vives para siempre -dijo mi padre con una sonrisa.

– Eso son tonterías. -Desestimé de inmediato el sermón de mi padre-. Todo el mundo come fideos de longevidad por su cumpleaños, pero no todo el mundo tiene una larga vida. Quizá yo tampoco la tenga. Quizá me muera mañana.

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